“Último circunloquio” por Rosana Koch


Animalia, de Sylvia Molloy. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2022, 76 págs.



    

Recuerdo el primer libro que leí de Sylvia Molloy: fue El común olvido, la segunda edición del 2011 (la primera es del 2002). En la foto de la solapa de la novela, y acaso sea una de las fotos que más ha circulado de la querida escritora, se la ve abrazando a un gato de pelaje gris oscurísimo y ojos claros. Los animales han sido grandes compañeros de escritores y Animalia, en este caso, nos permite adentrarnos en el relato amoroso que vincula a Molloy con los animales a lo largo de su vida, una relación “tantas veces imperceptible bajo la niebla de la rutina”: patos, perros, cascarudos, gusanos de seda, gallinas y, especialmente los gatos ingresan en estas páginas. Ya nos había anunciado su proyecto de indagar en la escritura la relación tan especial que la unía a ellos . En efecto, los 24 textos de Animalia, de corte autobiográfico y organización fragmentaria, reúnen relatos anecdóticos cuyo tono afectivo los vuelve inolvidables.
Cuando era chica, los animales no estaban permitidos en la casa familiar, y a pesar de la buena predisposición del padre, la voz de la madre, “tan reacia a mostrar cualquier sentimiento que pudiera inspirarle un animal” (9) es la que se presenta rígida y se vuelve presente perpetuo en la evocación de esa negativa: “ustedes [Molloy y su hermana] jugarán con él [animal] pero yo voy a tener que ocuparme de cuidarlo y no estoy para esos trotes” (9). De modo que durante mucho tiempo el contacto con los animales fue “literario” (12). En Citas de lectura (2017), Molloy hace referencia a dos libros cuyos protagonistas –animales– sellan en su memoria esas primeras lecturas que la cautivaron: la traducción al castellano de Memorias de un asno de la Condesa de Ségur y el libro en inglés Little Elephant Comes to Town, de Doris Estcourt. Si bien ambas historias finalizan con un happy ending, la niña-lectora queda impresionada “por su anécdota triste, llena de vagancia, abuso y sufrimiento: nada impresiona más a un chico que ver sufrir a un animal” (2017: 11). 
Nombres peculiares pueblan los relatos: en “Corralón”, Pearly, Ruby y Goldie eran los nombres de las tres gallinas adultas que “andaban siempre pegadas la una a la otra, cacareando y comiendo maíz. Lo pasaban bien, parecían esas señoras jubiladas que se van a vivir a Miami, se mojan solo los pies en el mar y se pasan el día chismeando y jugando a la canasta” (49). Murieron dos y compraron otras a las que le pusieron nombres de mujeres de presidentes como Jackie, Eleonor, Ladybird y Evita; o nombres de deportistas gays como Martina Navratilova, Renée Richards, Billie Jean King, “porque ejemplarmente desafiaban lo binario” (50); o las chicas de Walhola (pensando en Andy Warhol), apodo que les pusieron –Molloy y Geiger– a tres pollitas negras, chillonas, de pelucón rubia platinado que les caía sobre los ojos. Gloria, por caso, es la gata entrañable que acompaña a Molloy después del accidente en que se rompió una pierna. No sólo su ronroneo ayudaba a soldar los huesos de la escritora, sino que también escoltaba su sueño y sus lecturas intensas durante ese verano.   
“Casa tomada” es el relato cuyo título –copia deliberada del reconocido cuento de Julio Cortázar– se repite en la obra de Molloy. Aparece por primera vez como texto inaugural en Varia imaginación (2003) y su anécdota se centra en el regreso a su casa de la infancia. En Animalia, en cambio, ese mismo título adopta su significado literal. En efecto, la autora hace mención a las inusitadas e inquietantes apariciones que desconcertaban a sus moradoras ni bien se habían mudado con Geiger a la casa nueva en Long Island: desde el crin de caballo recubriendo el interior de un armario a modo de aislante, a un cartucho de bala de dos siglos atrás tirado en el piso del sótano, hasta el aterrizaje de un pato salvaje en medio del patio. 
El tono humorístico que sobresale en los relatos se entremezcla con un gesto de nostalgia y desasosiego. “Tiempos raros” sobrevuelan el día a día de la escritora. La pandemia y la enfermedad imponen otras rutinas: un sillón de la galería se vuelve aposento, lecho, “lugar de convalecencia” y “refugio animal”, donde el gato más chúcaro que siempre rehuía de la compañía humana, se instala con la escritora a lo largo de sus piernas o en su pecho, mirándola fijamente. “Los animales saben” (27), sentencia Molloy, rescatan, alegran, reparan y alivian. Y en Animalia, su libro póstumo, se encuentra quizás el último circunloquio en el que la autora intenta menguar la ausencia y la distancia: “Me recuesto, apago la luz, si es noche de luna puedo ver afuera, es como disponerse a dormir en un avión, el que no puedo tomar porque estoy enferma, el que no podría tomar si no lo estuviera porque estamos en pandemia” (30).
Molloy, como todos los años, había previsto viajar a Buenos Aires. Entre la incertidumbre de la pandemia y la convalecencia, el retorno se tornó imposible. Entre el deseo y el regreso se interpuso la muerte. El tiempo, insalvable de demoras, vaticina el último desencuentro, el retorno inconcluso… 

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