“No es paz, es silencio” por Rosana Koch


Morir 

es un arte, como todo.

Yo lo hago excepcionalmente bien. 

Sylvia Plath


Ceniza en la boca, de Brenda Navarro. México, Editorial Sexto Piso, 2023, 192 págs.


En la novela Ceniza en la boca (2023), la tragedia irrumpe y con ella la muerte golpea con el cimbronazo de una bomba. Para quienes quedan presos de esa experiencia, ¿cómo narrar la desmesura de un suicidio? “No lo vi yo, pero como si lo hubiera visto, porque lo tengo taladrándome la cabeza y no me deja dormir. Siempre la misma imagen: Diego cayendo y el ruido de su cuerpo al impactar contra el suelo. (…) Seco, contundente, un encontronazo entre costillas, pulmones y asfalto (…) No, no hay un sonido que describa el ruido que se escuchó. Un cuerpo estrellándose contra el suelo. Diego queriendo ser estruendo, queriendo interrumpir la música de su cuerpo” (15). Así comienza la novela de la escritora mexicana Brenda Navarro. Desde sus primeras líneas el lector queda perplejo, incómodo, en shock: la caída de Diego, un adolescente de 15 años que se arroja al vacío desde el quinto piso de un edificio en un barrio de Madrid. In media res, la secuencia intenta capturar desde una mirada cinematográfica una reverberación, una materialidad de ecos: los “seis segundos” en que el cuerpo del joven se vuelve sonido al estrellarse contra el piso de la calle. El suicidio de Diego funciona como un catalizador a partir del cual se va a desarrollar una trama que no sigue una línea cronológica, sino que se mueve hacia adelante y atrás en el tiempo en las cuatro partes en que se divide la novela, creando un bucle cerrado que comienza y se cierra con la misma frase: Diego cayendo al vacío y el impacto de su cuerpo contra el asfalto. 

Hay una insistencia en cartografiar lo audible del cuerpo que atormenta a la protagonista, y quizás sea porque a partir de ese tejido sensorial se construye la novela. En su génesis, la imagen y la música generan el paisaje emocional. El argumento de Ceniza en la boca nace de la imagen que se graba y persiste en la memoria de la escritora cuando lee una noticia en los portales digitales sobre un adolescente migrante que se lanza desde un edificio en Madrid. A esa imagen se le une el ritmo vertiginoso de “Sympathy”, una canción de la banda Vampire Weekend  que solía escuchar la escritora y cuya letra funciona como epígrafe de la novela. Allí aparece la isla Diego García, nombre que elegirá para su personaje. En efecto, una isla “psíquica” y la imaginación geográfica a la que remite, vinculan al personaje de Diego con la desconexión y la soledad de su mundo interior. 

Si el suicida ha perdido el deseo y decide romper su relación con la palabra, son las voces de los que quedan las que intentan asimilar, como se pueda, esa renuncia. En la novela, la hermana, protagonista y narradora, es la que asume la voz en primera persona para relatar, desde el presente doloroso del suicidio de su hermano, una historia familiar desmembrada. Una especie de orfandad carga la vida de la narradora –y la de su hermano–: hace nueve años que su madre los dejó en la casa de sus abuelos en México y emigró a Madrid, con la esperanza fallida de brindarles una vida más digna. “Me voy a ir y ustedes se van a quedar” (16), le dice a su hija un lunes a la mañana mientras Diego dormía. Ella, que por ese entonces era casi una niña, debe hacerse cargo del cuidado de Diego, quien crece sin la presencia de su madre biológica, a la espera de que les envíe a ambos hermanos los pasajes a España para reunirse como familia nuevamente. Sin embargo, cuando arriban a Madrid, la vida no es menos compleja: “irnos de México significaba huir de la violencia que terminó arrasando con mi familia, pero en España nos esperaba otro tipo de violencia, una menos aparatosa pero igual de cruel, en donde te exigen lealtad mientras te violentan minuciosamente porque no eres como ellos” (149). Diego comienza la escuela y sufre acoso escolar, mientras que la narradora tiene que trabajar, así es que se va a Barcelona y se emplea como “canguro” para una mujer cubana. 

Cada ciudad carga con su violencia. México se configura como un espacio de poder militarizado, donde las tensiones entre las fuerzas de seguridad, el narcotráfico y la sociedad civil se traducen en cuerpos desaparecidos, violados, expuestos a esa maquinaria administradora de muerte. La familia y los amigos son víctimas de este aparato violento y de una desigualdad estructural marcada por la pobreza y la falta de posibilidades. La figura del feminicidio cobra visibilidad a través de la muerte de su amiga Ruth, cuyo cuerpo aparece como materia ilegible: “Le destrozaron el cuerpo a Ruth, nos la entregaron casi deshecha, en bolsas de plástico, porque estaban hasta arriba de cadáveres” (123).

La vida en España, país al que se emigra, reproduce y profundiza la misma vulnerabilidad social y económica. Cierta hipocresía se delata cuando la protagonista menciona que “los españoles te ofrecen su casa, pero nunca te dan la dirección” (167). El racismo estructural que existe en la península y la falta de hospitalidad ya habían sido advertidos por la escritora argentina Clara Obligado, exiliada en España desde 1976 en su libro autobiográfico Una casa lejos de casa. La escritura extranjera (2021). “Tú eres panchita, me dijo una vez un tipo alto y grandote por la calle, y me escupió” (33). Y a pesar de que las extranjeras latinoamericanas se organizan en comunidades para construir redes afectivas de contención y espacios de resistencia, los personajes de la novela revelan la dimensión precaria del migrante: el desarraigo, la pobreza, la intemperie jurídica, la sensación violenta de sentirse “amputados” porque dejaron sus países de origen, sin embargo la noción de seguridad y certidumbre es solo una aspiración en el nuevo territorio. Sin embargo, las fronteras lingüísticas se mantienen permeables en el suelo español. En la novela aparecen esas otras lenguas que las migraciones van dejando a su paso. En esa riqueza de contrastes, acentos y tonos, que le imprimen un ritmo interesante a la lectura, cohabitan el mexicano, el boliviano, el inglés, el colombiano. 

Ahora bien, Dónde aterrizar cuando el mundo se desvanece frente a nuestros pies, se pregunta Bruno Latour (2019). Para muchos, la experiencia de migración comienza a elaborarse como la imposibilidad de agencia del sujeto en un mundo que ya no es concebido como horizonte de significación (Siskind, 2020): el sentido de pertenencia se interroga y propone una nueva forma de ajenidad y de pérdida. De modo que si bien los fantasmas de la culpa persiguen a la protagonista, el suicidio de Diego también es percibido como un acto “loable” para su hermana, de lucidez en cierto sentido, una afirmación de la libertad individual que rompe de alguna manera con las ataduras de un mundo injusto y sin posibilidades: “justifiqué a Diego, abracé su decisión” (134), dice la narradora, porque ya no encontraba nada por lo que valiera la pena luchar, “al menos mi hermano tuvo la claridad de verlo y tomar el riesgo de ser el único que decidía sobre su destino” (134).

En lo temático, las novelas de Brenda Navarro permiten distinguir un derrotero común: la maternidad. Su primera novela, Casas vacías (2020), fue premiada y traducida a siete idiomas. Tuvo un gran impacto y en un primer momento circuló virtualmente en un espacio especializado en derechos humanos. La potencia de la historia y el boca en boca en que se fue dando a conocer, la posicionaron rápidamente en el circuito editorial. La novela relata la historia de dos mujeres mexicanas cuyas imágenes especulares-antagónicas se reflejan en el deseo/ no deseo de la maternidad. Ambas voces, en primera persona y con marcas lingüísticas bien distinguibles a la clase social, se alternan y cruzan sus destinos frente al hecho central, y estremecedor, en torno al cual gira la novela: el secuestro de un niño. Una mujer lo pierde mientras jugaba en un parque y la otra mujer es la que lo secuestra. 

Navarro dinamita el concepto de maternidad, descomprime su peso en el imaginario social y cultural.  En Ceniza en la boca, las posiciones y roles filiales cambian: Diego es un niño al cuidado de su hermana, otra niña. Por momentos él percibe a su madre como una carga y siente “que más que una mamá, tenemos una hija, que somos nosotros los que la tenemos que cuidar” (108). La madre no vive con sus hijos durante mucho tiempo, su voz es “dura” e “impenetrable”, aun después de la muerte de Diego, pero reconoce sus imperfecciones y se lo hace saber a su hija: “Tú vas a tener que escoger entre querer una mamá como la que crees que mereces, pero no vas a tener, o abrazarte a la que tienes” (165). Las dos novelas de la escritora inscriben un viraje interesante en la figura materna y nos traen un manto de libertad: una madre puede sentirse desamparada, ser cruel, narcisista, repleta de desbordes, contradicciones y frenesí, y no pasa nada. 

¿Y el título? Es imposible que no irrumpa en la mente Cometierra (2019), la novela de Dolores Reyes. En Ceniza en la boca, la protagonista se traga parte de las cenizas de su hermano muerto. En ese acto de ingerir no ingresa lo ominoso como en Cometierra, más bien en la ceniza pervive la memoria y la presencia afectiva de un cuerpo amado pero desaparecido. 


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