“Zapping narrativo”, por Lucía De Leone
Tres meses, un año de Fernando Chulak. Rosario, Beatriz Viterbo, 2023.
En el principio fue el misterio. Un hombre está solo en un interior. No sabemos casi nada de él. Podría ser un adolescente, un adulto joven o un señor entrado en años. No sabemos si está en la ciudad, en el campo, en un pueblo perdido. Me refiero al inicio de Tres meses, un año, la última novela de Fernando Chulak (1980), autor argentino, premiado, que cuenta con varios libros en su haber literario. Nos topamos desde las primeras páginas con un gran manejo de la intriga. Dicho así puede resultar un dato más, pero se trata de una intriga que no sigue las formas conocidas de los géneros consolidados que la cultivan o se etiquetan con sus dinámicas y convenciones. Aquí sospechamos que algo va a pasar, pero no nos detenemos en buscar el corazón delator, más bien nos entregamos al ritmo particular que impone la trama, y nos entregamos porque dan ganas y ganas de seguir leyendo. Una va leyendo, insisto, y yo, por ejemplo, me contagio y empiezo a hablar casi como el personaje, como cuando paso unos días en Corrientes o Santiago del Estero y me vengo con el tono: alargo las frases o arrastro las “r”. Siempre celebro el efecto de contagio lingüístico.
Los claveles que nos ofrece el narrador en primera persona nos seducen para entrar a esta historia, que enseguida veremos está llena de vacíos, silencios, huecos, ruinas, como ese más allá del pueblo donde se ubica la fábula. Un pueblo suspendido en el tiempo y como colgado en el espacio donde se asientan todas sus ficciones: en Jauría (2018) ocurre un secuestro en el pueblo donde se narra menos un acto de violencia que una nueva relación entre víctima y victimario; en Tilde, tilde, cruz una chica vive sola en el mismo pueblo cuidando a su padre y cuando este muere ella decide encubrir la verdad, fingir que sigue vivo, fabular la vida de un muerto para que sus hermanos continúen realizando envío de dinero. En Tres meses, un año al fin descubrimos que también era el mismo pueblo.
¿De qué pueblo estamos hablando? Los pueblos, esas zonas que se definen por número de población, tipos de economías rectoras, formas de vida en comunidad y que cargan con sentidos políticos, sociales y también afectivos, pueblan la literatura argentina: Manuel Puig, Osvaldo Soriano, Héctor Tizón, Sergio Almada, Federico Falco, Hernán Ronsino son algunos referentes conocidos que hicieron sus propias construcciones literarias. Ahora bien, el pueblo del libro de Chulak es la reelaboración estética estimulada por un correlato real. Esa ambientación es en el suroeste de la provincia de Buenos Aires, en Villa Epecuén, que fue ese pueblo que quedó sepultado a partir de la inundación de 1985, cuando un torrente se llevó hasta los ataúdes del cementerio. Sin población y con ruinas que emergieron diez años después sobre las aguas saladas del lago, la villa se convirtió en escenario natural apocalíptico preferido por artistas para situar sus creaciones. Allí se transita (no se vive más) en estado de anestesia total. Los trascendidos dicen que solo un hombre, ya mayor, decidió quedarse ahí: aquerenciado y decidido a pasar sus días con la única compañía del agua.
El inicio de Tres meses, un año parece simple: el narrador que es protagonista está cocinando (es un presente continúo entre la acción narrada y la acción de la trama) un bife en la plancha, mientras el perro hace cosas de perro que funcionan como dardos distractores. Podría decirse: ¡qué escena doméstica bien construida en su tranquilidad! Pero algo nos avisa que no está todo bien: el bife se quema por fuera, queda sangrando por dentro (lo cocido y lo crudo cifrado en un pedazo de carne), el perro se expresa como se expresan los perros y el narrador no entiende el mensaje (¿para qué ladra?, ¿a quién?, se pregunta) o, como un semiólogo sin eficacia, lo sobre interpreta (tiene algo en la garganta, asegura, pero serán, tan luego, parásitos: esos organismos o huéspedes que habitan dentro o sobre otro ser vivo, el hospedador, de quien dependen para sustentarse al menos en una parte de su ciclo vital). El tiempo pasa o no pasa. Ya no hay registro de nada.
En ese espacio sin trazados de mapas oficiales, durante ese tiempo en suspensión, en el que se desata una dinámica de duelo psicológico y emocional, hay un hombre con un perro. Un hombre viejo, con problemas de viejo (esa es la palabra que se usa con toda la carga semántico-ideológico que arrastra en el marco de sociedades productivas y juventocéntricas) está acompañado de un perro. Hay un ella también (¿existe esa mujer que regresa tan flaca y sexagenaria? ¿ella, la del vestido verde agua ligero que marca cintura y levanta las tetas?), a la que se recuerda, a la que se duela, a la que se ve, a la que el aire siempre la vela, vela. Mientras leía recordé la película Umberto D de Vittorio de Sica, del año 1952, que fue expresión destacada del neorrealismo italiano: un funcionario del gobierno ya jubilado, sin familia y con una mísera pensión, tiene por única compañía a un perro, a quien cuida y quien cuida de él. En el caso de la novela de Chulak, tener que alimentar al perro, vigilar su salud, atender sus mensajes saca al hombre literalmente de la cama y le otorga algún grado de existencia: ese mismo hombre que ya no sabe ni cuándo se afeitó o bañó por última vez, si es el mismo que se refleja en el espejo, cuánto hace que no conduce el auto, cómo es que no bajó las bolsas del supermercado del baúl, y que anda así como llegó al mundo, en cueros, y evita de este modo lavar y planchar camisas o remeras. Un caso de depresión grave diría la ciencia, una forma de existir ajena al mundo conocido podrían decir los versos de un poema.
Ya me referí al ritmo de la trama, al uso del fragmento y el acento poético. Tomando una idea que la novela misma aporta, me gusta pensar que el avance narrativo se da mediante el zapping, un movimiento que pone en crisis la construcción de la temporalidad (nuestra generación, digo la mía, la de Fernando, estuvo marcada por la velocidad y sucesión de una televisión a control remoto y muchas opciones de canales). Como duplicado más disperso del montaje cinematográfico, hay un zapping televisivo (de canal en canal), un zapping alimentario (fideos, arroces, bifes quemados, uno detrás de otro), un zapping mental que suena mejor que decir una mente alienada por vejez, por dolor, por sensaciones contrapuestas o certezas distribuidas en sentidos siempre revoltosos.
¿Cómo se mide el tiempo cuando lo que reina es la desesperación dolosa? ¿Cuál es la distancia entre lo crudo y lo cocido en lo que tarda un bife en cocinarse? ¿El paso del tiempo se mide por una barba crecida o las uñas puntiagudas? ¿Cuál es el período de acción de los topos? ¿Qué hacer con el tiempo estancado y el recorte espacial de las pocos fotos de ellos que quedan en algún cajón roído por gusanos? Pero si las dinámicas obedecen a los tiempos intempestivos de los recuerdos y el sufrimiento de amor, el calendario se hace trizas, el archivo se desperdiga y las cronologías dejan de lado los sucesos reales para transformarse en erotohistoriografías (Elizabeth Freeman), es decir esos modos de conexión táctil con el pasado que abren respuestas somáticas y emocionales en esas instancias medidas por los tiempos propios de los afectos, sean estos los que sean.
Esta novela que pone en jaque la temporalidad, que le hace jugarretas a las formas de territorialización de una fabulación novelesca, trae una carga de libertad que impresiona. Entre sábanas revueltas, donde se enreda ropa con restos de comida en un trasfondo de ruido de antena sin transmisión y el control remoto (el del zapping) pincha en la espalda, el narrador pide lo imposible: no soñar. Controlar lo involuntario es remanso para los días incontrolables.
De golpe, parecería que tres meses pueden ser un año, pero si prestamos atención a la normativa utilizada vemos el punto y coma (y no la coma que esperamos encontrar). De ahí que el título no utiliza una sintaxis apositiva, en la que un año es intercambiable por tres meses y hay un estadio preferido que cifra la novela: la duración de la lluvia. ¿Dónde empieza?, ¿dónde termina? ¿En las últimas gotas del vidrio que caen?, ¿en el repliegue de la ropa puesta a secar?, ¿en el quicio de las puertas (de aquí viene la expresión sacar de quicio)?, ¿en la borra del café, los restos de tostadas francesas, en la conversación sin terminar, en el anacoluto del discurso amoroso? En esas zonas donde la sensibilidad se pierde o se pone a flor de piel, como en el cielo, en el campo, en el centro de mi pecho, o en esas franjas donde se tiran miguitas para desandar el camino, que es algo parecido al trabajo de barrido o rejunte, o mejor de sueños perdidos, recuerdos sueltos, invenciones animosas, que van a los saltos cuando la fiesta hace rato que ya se acabó, o cuando los bebedores de Joseph Roth ruegan a Dios que llegue, por fin, la “tan liviana y hermosa muerte”.
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