“De lo inasible no se escapa” por Paula Daniela Bianchi




Legados de Gustavo Lespada. Alción Editora, Córdoba, 2024, 126 páginas.

 

Los poemas de Legados (2024), de Gustavo Lespada, se despliegan en un libro macerado con la paciencia, la ternura, el deseo y el recuerdo. Los legados son modos singulares de lo propio, ligados con la pertenencia de la herencia afectiva, cultural y poética que se renueva en lo transmitido y lo que se legará. Legados, escribe en el “Prólogo” Ana Silvia Galán, potencia palabras transformadas en gemas extraordinarias que despiertan la sensibilidad dormida y que nos conducen hasta puertas que develan misterios y frases que nos desalinean.

El libro se divide en tres partes: “I Legados”, “II Avatares del dos (o dilemas del legado)”, “III Manifiestos (o manifestaciones del legado)”. Desde el título esa primera palabra se anticipa plural, participia y sustantiva, porque legar es transferir, entre otras acepciones, y este libro se expande en un traspaso, en un tras la huella de los que vienen, los que se van y los que están. 

Es un libro poético y político, armado a partir de diálogos que nos mecen entre fragmentos del pasado y del presente, aunque nos acarrean caprichosamente de salto en salto hasta un futuro por venir. Legados, entonces, entrelaza con la madeja de lana del croché de Elena, el punto atrás del tejido que remienda el cuerpo textual, que desde el título y la pintura que define la portada nos anuncian la interconexión o punto cadena entre los unos y los otros.

Legar, ¿qué nos lega el poeta? El íntimo espacio de la casa devenida hogar y los afectos de su pasado, con algunos destellos del presente apenas pretérito. En esta primera parte, “I Legados”, las poesías nos hacen una invitación a recorrer por los recodos de la memoria y nos proporcionan indicios de lo que vendrá con dos epígrafes en apariencia dispares y, sin embargo, tan ligados entre sí: uno pertenece a la poeta uruguaya Idea Vilariño, el otro, al Tao Te Ching, donde el pasado nos remite a un “presente absoluto” (15) que se vertebra con “Hogar” y con el resto de la obra, entre las raíces, la palabra estética y el desplazamiento.   

El primer poema de la serie está dedicado a la madre del poeta y nos abre la puerta de su infancia hogareña. El “Hogar”, ése que doña Brenda Oroño supo cargar de aromas y de colores. Ese hogar que nos convoca alrededor de la mesa tendida y del olorcito a tuco de la pasta casera y del dulce de membrillo que nos paladea el sabor del recuerdo en la boca o de la planta de orégano con sus hojas listas para ser frotadas. Hogar es esa casa que se va a reproducir con distintos matices a lo largo del libro, no es solo un poema posicionado azarosamente en la distribución de la obra, sino que organiza la lectura de la pérdida, la memoria, el reencuentro y expone la intemperie descarnada o la encarnadura de la letra. Las escenas de la pérdida de la infancia se ligan con el refugio materno de la casa-útero: “nunca más una casa fue mi casa” (15). Lo que no está se recobra a través de los olores que proporcionan cierta cercanía en la distancia del gusto. El atisbo disruptivo se funde entre los ojos del niño que mira desde el piso hasta los ojos de la madre que lo acobija, a la vez que lo expulsa hacia el afuera en un mandado que lo conduce a la vida fuera del útero. 

“Réquiem” es el segundo poema dedicado al maestro de los “mates” y los “cuadritos”, Dumas Oroño, ese mismo que disfrutamos desde las palabras y desde la portada del libro, como limaduras de barcos en la niebla. Este poema a continuación de “Hogar” condensa el sentido del tacto nuevamente en la hechura de las manos de Dumas. La voz poética se pregunta: “cómo incluir el resto/ cómo alojar el desecho” (17). El juego de las palabras “resto” y “desecho” cruzan el desperdicio con el deshacer “un hilo” (16) que circula entre “la nada…nadamente”. 


| Los versos desarman de a gajos la posibilidad de la búsqueda incesante pero compartida haciendo “del yo un nosotros” |


A esta genealogía familiar se le suma la familiaridad pasada con “Elena” y la futura con “Palabras para Julia” o los versos para la maestra y los hallazgos del niño que pronto será adulto.  “Legado I”, “Legado (gajo I)”, “Legado (gajo II)”, “Legado (gajo III)”, dedicados a Noé Jitrik, el entrañable maestro, amigo, padre intelectual. De este modo, otro íntimo vínculo se descubre como una sólida cortina de sentidos del otro lado de la trama familiar. La voz poética se intensifica a partir de “Legado I”: “un maestro es aquel que nos sacude/nos deja a la intemperie/al borde del vacío y a la vez nos sostiene” (22). Estos versos capturan la primera síntesis de este libro eslabonado. Las manos de Brenda, Dumas, Elena contienen y empujan al afuera al niño que debe crecer y mudar pantalones cortitos por otros largos que oculten las rodillas desnudas. Las manos de Noé Jitrik se transforman en lo que el maestro trasmite desnudando otro cuerpo, otro sentido desde el borde de la higuera o del conocimiento siempre en estado de búsqueda. “Desmigajando”, “gajos”, “desligando”, “pliegues”, “espulgar”, “desovar” componen el placer del texto en el grado cero: “mostrar la costura/el reverso de trama” (23). Los versos desarman de a gajos la posibilidad de la búsqueda incesante pero compartida haciendo “del yo un nosotros” (24), en el que se “recobra la palabra de la tribu” (24) constructora de otra forma de hogar que se revela en el “habitar/otro espacio” de movimiento e intemperie en el afuera. Los gajos suponen el trabajo de escarbar el sentido, propiciando un legado cuidadoso: “resguardar la herencia” (28) que “no hilvana ningún reflejo” (28) pero que hilvana el recuerdo, la huella plantada, mejor dicho, dibujada a través de la letra. 

En los poemas siguientes se engarzan otras genealogías y textualidades intertextas. "La v" de Vallejo, del poema de Vallejo, de la voz de Vallejo, de la vulva erótica en Vallejo, de la visión de constituirse en una voz poética legada en la tierra, la orfandad y la intemperie. Porque legar es figurar, es decir, rescatar, se tejen en esta primera parte el vaivén de la familia que trama el poeta, la familia de antaño, la actual, la literaria que se hace huesos fundante en Vallejo y Delmira Augustini que prosigue en José Agustín Goytisolo, Idea Vilariño, Filisberto Hernández, Fernando Pessoa, Juan Gelman “como una libertad falaz que nos haría cautivos del recuerdo” (38), Francis Ponge, Martín Heidegger y la familia tanguera con Discépolo, Homero Expósito y el perfume del naranjo florido y ese pedazo de vida, qué importa el después y, aunque no lo dice, recorre toda su poética organizando en direcciones temporales contrapuestas.  

La segunda parte del libro también inicia con dos epígrafes que discurren entre los enunciados del amor y la ley de Alain Badiou, y el amor sufriente que no ancla de Homero Expósito. “II Avatares del dos (o los dilemas del legado)” está escrita con la erótica lengua, con la pasión encendida, con el deseo en la punta de los dedos, con la búsqueda que complete la ecuación. Los avatares se presentan como fases cambiantes dentro de uno o más ciclos, como la transformación de la carne en algo leve, como la figuración gráfica de una identidad virtual del yo con un otro. La sesión comienza con “Dos”, con un epígrafe de Nietzsche y es dedicado a Fernanda. Aquí se abre otra filiación donde el encuentro de cuerpos se une a partir del tacto de las manos. Son otras manos y otro deseo los que delinean pieles y contornos, reunidos pero escindidos en número par. En “Decir te” dos versos me conmueven.  Esa “palabra justa” (58) para rescatarla de la intemperie “para decirte aquí estoy/ y aquí me quedo” (59). Entre lo que fue y lo que pudo ser, fundidos en un dos presente, mientras que “Momento mori” nos regresa al futuro con la apertura de un epígrafe nuevamente de César Vallejo a modo de pregunta sin respuesta, quizás: “y si te vas ahora… cómo muero?” Interroga un yo en situación relacional a otro a partir de la cópula conjuntiva en minúscula. A los que se le suman los puntos suspensivos que acompañan al adverbio del preciso momento con una pregunta que pareciera venir desde otro tiempo, que no es el “ahora” de la enunciación sino de una interpelación más profunda. El verso concluye con un signo de interrogación que se habría abierto antes de esa minúscula “y”.  A modo de advertencia, pareciera el poema anterior encontrar una suerte de contestación en “El sexto día” donde morir no sería posible aún porque “no estaba listo el mundo” (64) para volver. 


| Es un libro poético y político, armado a partir de diálogos que nos mecen entre fragmentos del pasado y del presente |


Las escenas de los poemas figuran un libro del retorno. “Retorno” otro poema con epígrafe de Vallejo aloja la necesidad de regresar a la casa que no es mía, a la niñez que habita a la voz poética, volver para “acortar el mar de ausencia”: “Las palabras se tejen se destejen cantan corren ruedan”, “como si buscaran más allá” (86) buscan regresar, permanecer, pero el tiempo no es lineal en estos Legados, sino que el tiempo juega, se revuelca mítico y fragmentado: “El tiempo, eso no existe, afuera de nosotros el tiempo: eso es ahora” (88). 

El erotismo y el deseo que fluyen en “II Avatares” se acoplan con la idea del amor,  a la vez que, los versos redireccionan la mirada hacia la falta, alojando la “caricia como carencia”.  Así lo podemos ver en “Lo que no se tiene” donde la voz poética anuncia “se enamoró de aquello que le falta/ de lo que nunca tuvo/ (…) del desamparo” (56). Son el desamparo y la intemperie aquello que fragua los versos como los avatares que parecen mostrar algo que ocultan a medias. El vacío, el hueco, la herida horadan la evocación poética.

Finalmente, el tercer momento de Legados se denomina “III Manifiestos (o manifestaciones del legado)” donde “el rasgo fascinante del lenguaje” (97) se torna más político, aún en presencia de la verdad y la realidad. Son los epígrafes de César Vallejo y Susan Sontag los que vaticinan el legado explícito de la resistencia colectiva de un yo personal y un yo histórico. Las manifestaciones oscilan entre la memoria, el indio –siempre los indios–, el ocho de marzo –dedicado a sus hermanas–, no como una celebración sino como un recordatorio, el trauma de la Conquista, la Guerra de Malvinas –dedicado a Enrique Foffani. Si en el primer apartado surge la familia como una suerte de filiación de la voz poética, y en la segunda se torna íntima, además de erótica y desprotegida, en la tercera es la voz colectiva, la comunidad de la comunión de la palabra estética y única del poeta la que escenifica la lucha “a pura intemperie” (99). 

En continuidad con los otros legados, la negación define lo que no es resistencia, lo que no es la lucha. Es la desnudez en medio del desamparo lo que destaca esta tercera parte y formula el juego de lo mostrado monstruosamente con el eclipse que lo oculta: “¿acaso sea solo superficie curtida/ por las carencias y la cobardía?”, “una corteza”, “mezcla/de herencias y lentas/ erosiones del tiempo?” (113). El libro cierra como abre con la continuidad de lo no lineal: “porque nada, decía, es solamente/ aquello que parece” (17). “Descolonización (envuelta –como para regalo– de ternura:)” la voz poética comparte otra arista amorosa del recuerdo en una reminiscencia al legado de Noé Jitik: “¡¿Cómo se puede andar así tan entrañable por la vida misma!?” (126).

Legados de Gustavo Lespada, con el estallido astillado de las palabras, nos regala la exquisitez de la palabra, un pedacito de vida, un compromiso amoroso y una constelación de filiaciones afectivas de un suyo-tuyo. 


Comentarios