“Registro devocional del entendimiento” por Analía de la Fuente


La idea natural de María Negroni. Barcelona, Acantilado, 2024, 208 páginas.


La idea natural es otro libro inclasificable de María Negroni al que podemos acercarnos como a un abismo. Allí su autora ingresa al jardín del conocimiento y se anima a conjugar verbos nuevos y transgredir fronteras. En su cosmovisión, leer es haber sido atravesada por aquello que comienza a ser parte del mundo propio, de una misma. De ese modo, los discursos de distintas épocas sobre la naturaleza y sus taxonomías logran configurar un cuerpo radiante, suerte de museo de devociones extrañas, rarezas, márgenes inhóspitos, monstruosidad y desconsuelos.  

Los autores amados, leídos (escuchados) y releídos hasta el insomnio, son el sustento para una escritura que trasborda a su itinerario impensado. Entonces, en este panorama, podemos descubrir en su carácter de naturalistas a Emily Dickinson y John Cage, a Ludwing Wittgenstein y Clarice Lispector, a Félix de Azara (cuyo apellido dio nombre a una cresta lunar) o al mismo Claude Monet. Como puede apreciarse de inmediato, las procedencias temporales y territoriales de estos personajes son bien distantes unas de otras. Hay algo de la obra de los autores y las autoras evocados en este catálogo que se traspone en la escritura que los redescubre y observa desde una nueva óptica. La arbitrariedad arma el inventario: es pilar, sustancia madre, ars poética del extravío. Y el instinto guía la escritura como una especie de fe. Un pálpito permite avanzar en la lectura de un autor u otro y ahondar en sus detalles para ir directo hacia lo desconocido y atar cabos: las pulsaciones son las de una estética propia, omnívora, que se va alimentando y robusteciendo en el acto de leer y releer, de pensar y volver a desandar lo comprendido. Como en otros textos previos de la autora, la operación aquí es devorar a los padres ya perdidos, piadosamente, para que algo de ellos renazca. En esa fe lo imposible acaece y brilla.  

Entre los personajes de cada capítulo, la urdimbre se va tejiendo con los hilos de la obsesión. En la idea que el libro esboza, el foco sobre Nabokov es su afición a las mariposas que se atreve a comparar, en “Dear Butterfly”, con “amazonas diminutas conduciendo el carro de sus cuerpos con bridas de oro”, o con “insólitas doncellas a punto de yacer en condición erótica”. De la biografía de Clemente Onelli se prefiere la autoría de un manual enternecedor sobre sus “pensionistas”, los animales del Zoológico de la Ciudad de Buenos Aires que dirigió desde 1904 y durante 20 años. Susan Fenimore Cooper (hija del célebre James) sobresale por su prosa naturalista tan cercana a la de Thoreau, aunque de una circulación bastante más restringida debida en gran parte al hecho de haber nacido mujer (Darwin, sin embargo, elogió su Diario rural). Sir Thomas Browne deja la ciencia por lo apócrifo y en esa sentencia definitiva es posible resumir su osadía. Voltaire, por su parte, amerita un poema sobre lo real escondido debajo de la luz, sobre la orfandad humana acampando en la tiniebla y sobre “el mundo que se alumbra / cuando nadie lo escribe”; todas cuestiones que se trasladan de un poemario a otro en la obra de María Negroni.

¿Por qué este registro de personajes y desvíos para merodear los discursos en torno a la Naturaleza? Acaso porque todos ellos son de cierta manera exiliados del sentido común, hombres y mujeres que se vieron en la necesidad de habitar el lenguaje con el fin de torcer la comunicación en favor de lo que creyeron que (aún pendiente) debería ameritarla. Cada una y cada uno de ellos creó a través de lenguajes diversos un mundo particular nacido de la percepción (y conmoción) más comprometida. Habitar los espacios y las devociones es casi siempre un camino hacia la atención plena que no puede sino crear/criar. Como en una infancia interminable, estos sujetos extendieron la mirada sobre su alrededor, supieron detenerse en las expresiones de la materia, recorrieron olores, texturas, formas, se aventuraron al sonido de las voces y sus pormenores, lograron internarse en la coloratura de cada fragmento capturado, como alimento, por los ojos.     


| los discursos de distintas épocas sobre la naturaleza y sus taxonomías logran configurar un cuerpo radiante, suerte de museo de devociones extrañas |


Si Lucrecio, según Negroni, hace cantar a la ciencia, La idea natural la invita a jugar. El libro se detiene en lo poco probable ya no ocurrido, pasajero, pero imaginable en el pensamiento presente. La ucronía es un ejercicio que da rienda suelta al fervor gracias al subjuntivo que late dentro de la Historia que aún escribimos con mayúscula. Es ella, la posibilidad fugitiva de todo ‘hubiese’, la que nos permite deslumbrarnos con lo que estuvo durante muchísimo tiempo bajo las sombras de la razón para darle otra luz. 

A su vez, los hombres y mujeres que van y vienen por este museo natural pueden mostrarse frágiles y decididos. Abocados por completo a sus afanes. Y gracias a esta lectura podemos comprender algo, nimio, sobre el entendimiento humano: con el pasar de los siglos lo que fue ciencia, en muchos casos, devino ficción, osadía, atrevimiento, ahínco, energía vital. El valor de los presocráticos, que bien podrían formar parte de esta serie, por ejemplo, fue escuchar su propia necesidad de querer entender el universo. ¿Qué otro don, qué otro destino podría buscar el origen de las cosas sino saciar la humana capacidad de nombrar luego de haber dado apertura al discernimiento? Las teorías caen, pero al caer dan paso a lo nuevo, a una instancia inédita de nuestro andar cognitivo por el reino de este mundo. Los caminos del saber son, como nosotros mismos, ancestrales. Cada nueva teoría está en deuda con las que la precedieron. Es en esa dirección que La idea natural atesora la borra de la ciencia, recupera lo desechado, lo inútil y lo ingenuo porque sabe que sin sus expresiones ninguna forma de conocimiento es posible. El eco infantil de las teorías descartadas por los avances científicos a lo largo de siglos, precipitado en ocasiones para clasificar en sus ansias de entender, puede ofrecernos destellos de sagacidad.

Otra vez María Negroni nos asalta con hordas de preguntas, descoloca e interpela. Dónde ubicar este libro, nos preguntamos, tras su lectura. En qué anaquel. Tal vez allí donde la filosofía, la ciencia, la poesía y la religión se acercan hasta rozarse sutilmente, él mismo pueda, cual lepidóptero o luna real, tentativamente posarse.  


Comentarios

  1. Muchas gracias por ests bella lectura!!

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  2. Hermosísima reseña para un hermosísimo libro. ¡Muchas gracias!

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