“Las nieves de la ausencia” por María Andrea González



Vayamos a conocer la nieve de Lucía De Leone. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Caleta Olivia, 2024, 70 páginas.


Ni bien llega a mis manos, me dejo hechizar por el título, que bien podría ser el eslogan de promoción de una agencia de turismo: Vayamos a conocer la nieve. Un título hermoso y tentador y, junto con la ilustración de tapa (de Débora Dejtiar), una invitación a ahondar en el paisaje. Antes del primer poema, ya estoy atrapada en el viaje. Es entonces cuando la nieve adquiere todo su calibre polisémico: cristales de hielo que se forman a partir del vapor de agua. El agua que muta de estado. Acaso esa misma estructura molecular sea lo constitutivo en estos poemas. Una presencia en estado de vapor y de cristalitos de hielo que se hacen y deshacen entre los dedos amorosos del yo poético. 

Vayamos a conocer la nieve encierra un pacto vital, un convite que excede el lazo entre la niña y la madre enferma, como si la poeta dijera a los lectores “vayamos a exorcizar la ausencia”:


sentada en la alfombra le pido

que a mis 15 vayamos

a conocer la nieve. 

No 

Llego 

tus 15.

En el piso 

 el silencio se mezcla  

con gotas de tuco

alguna pulga que salta 

y mucho pero mucho cabello

 todavía brillante.


El corte versal coincide en sintonía precisa con el tono de lo trunco. Me quedo pensando en el “vayamos”. La promesa puesta en ese subjuntivo del deseo y de la posibilidad es, además, un ruego y una petición exhortativa que en el plano físico no va a poder cumplirse. Sin embargo, la poesía de Lucía De Leone construye esa zona de pasaje que subvierte el tiempo y la muerte. 

En el poema “Las sábanas destapan” conmueve la naturalidad con que la voz pasa del sueño evocado (“El sueño también/ sos vos/ en esa plaza/ de los veranos sin vacaciones”) al presente vívido (“Tu mano sostiene mi pelo/ de un costado/ no te vayas a mojar”). El yo poético declara una “zona liberada”: la de la memoria. Zona del umbral donde se produce el hechizo poético. Casi todos los poemas de esta serie conmueven, leemos en el remate de “Esos libros…”: 


 Si abro esa otra página 

 la de mi diario 

 leo por ahí que anoté

 Juan gusta de mí. 

Pero también escribí 

 quiero que vuelvas. 

 No te podés acordar 

 justo ahí te decía 

 por qué no nos vamos 

a ver nunca más. 


La infancia acontece, narrada desde el peso de los objetos no casuales, como los libros o un árbol de Navidad. En consonancia con ese tono cierra, también “Apoyo la nariz…”: “Yo patino sobre el hielo/ y ni te enterás”. Esa segunda persona es una ausencia resbaladiza que adquiere volumen. Lo dicho y lo que se esquiva: hay algo ahí como subyacente, de costado, pero con un espesor conmovedor, tanto en relación con el folklore de la dolorosa historia nacional como con el dolor familiar a carne viva. 

A lo largo de todo el poemario, acontece el juego entre el adentro y el afuera, lo privado y lo colectivo, lo tangible y lo incorpóreo, lo doliente y lo celebratorio. Y, especialmente, la sensación de un rescate: rescatar lo que queda pendiente. 

El tono es esperanzador, casi como de ofrenda:  el lugar desde donde se reconstruye la mujer (mujer y madre) que alguna vez fue niña y escuchó hablar a los mayores y sintió muy cerca de ella el dolor prematuro de la muerte. 

“Mi padre se sienta en mi cama” es un poema que deja temblando. Se recorta una escena que alcanza para para sacralizar el vínculo: “desde la puerta/ también me mira/ porque él no se va”.  Esa presencia no sabe canciones de cuna, pero acaricia desde otro lugar que es el velar con la angustia de ser padre y ver sufrir a la hija, por encima de la seguridad de ser médico. ¿Hay gesto más amoroso que esa vigilia silenciosa? 

Se destacan otros poemas que cruzan infancia y política, familia y coyuntura: “Creo que me enteré del mundial”, “Cada mañana”, “Me levanto por fin de la cama”. Es envidiable en este último, de construcción tan económica, el hallazgo de ese diamante o carbón en bruto que es el verso final: “Ni el chino tiene las luces encendidas”.   

La nieve está ahí, al alcance de la mano, como una criatura que palpita. “Quizá el fin del verano/ es eso que pasa mañana/ de madrugada mientras vos dormís profundo/ y yo respiro lento”.

Quizá el fin o el comienzo del verano sea eso que pasa casi imperceptiblemente, como pasan todas las cosas verdaderas. Puede que eso sea también la poesía: ese rescate en la memoria, esa sutileza de una respiración o de un cristalito de nieve. 


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