“Un diciembre que vuelve” por Cristina Fangmann
Parece diciembre de Fabricio Tocco. Buenos Aires, Equidistancias, 2025, 209 páginas.
Durante la redacción de esta novela, su autor vivió en tres continentes distintos: Europa, Norteamérica y Oceanía. Su itinerancia se reproduce en los pasos del joven protagonista (Piero), quien antes de llegar a Europa, ya ha tenido una infancia dividida entre Argentina y Brasil. Bildungsroman de sello autobiográfico, cuyo comienzo coincide con el punto de inflexión que en nuestro país significó el estallido social de diciembre de 2001.
En la jerga nacional, diciembre y 2001 han dejado de ser nombre de un mes y cifra de un año. Su mención evoca la crisis, convoca la precariedad, los fantasmas del miedo, la fúnebre inestabilidad: como dice Patricia, la profesora de inglés que escribe emails en la novela: “esta ciudad sometida por bárbaros, donde zumban balas, viento y cenizas. Un destino en el que cada diciembre parece diciembre, aquel mes de 2001, funesto, inminente y espectral, que siempre acecha con volver. Este desconcierto me fulmina” (97).
Cada capítulo puntua un nuevo hito en la travesía que comienza con ese tiempo de caos, desde la obligada salida del país, que lleva a Piero a España y a Canadá. Aquellos Anos dourados cantados por Tom Jobim y Chico Buarque -canción que inspira el título de la novela- se transfiguran irónicamente en los de esa adolescencia que los hechos de diciembre de 2001 robaron a Piero.
Dos paratextos iniciales proporcionan las claves de lectura, proponiendo al lector una especie de pacto, un marco de referencia:
Dedicatoria:
Para el millón que se fue.
Para las docenas de miles que se volvieron.
Para los millones que se quedaron peleándola.
Para los treinta y nueve que perdimos en el camino.
Epígrafe
En este país, la política incide directamente sobre la vida íntima.
RICARDO PIGLIA
Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida (2017)
Dedicatoria y epígrafe revelan el intrincado vínculo entre la historia narrada con su contexto sociopolítico, así como la conciencia del autor y su posición con respecto a los hechos. Hay un eco, una resonancia en estas palabras que remontan al lector a otras épocas, a otras partidas, regresos y luchas. A otros lemas, como el “luche y vuelve” de los militantes peronistas que esperaban la vuelta de su líder. O más aún, a aquella división entre los que se fueron y los que se quedaron, que cobró el estatus de una clasificación, un parteaguas que, si en la época de la dictadura cívico-militar y al regreso de la democracia se cubrió con culpas propias y acusaciones ajenas, en esta novela están convocados a reunirse, a integrarse, para ser reivindicados, al menos, en una dedicatoria.[1]
Por su parte, la cita de Ricardo Piglia marca la incidencia del contexto en la vida singular, íntima del protagonista y alter ego, y activa otra identificación colectiva, nacional: todos sufrimos de una u otra manera las consecuencias de la violencia política: los que se fueron y tuvieron que alejarse de sus amigos y familiares, dejar sus casas, su país… los que volvieron porque no pudieron adaptarse afuera, los que se quedaron peleándola, reinventándose, rearmando su vida después de los saqueos, del corralito, de los cambios abruptos en las reglas más elementales de la economía mientras el poder ejecutivo jugaba al ensayo y el error con cinco presidentes en pocos días.
En una misma familia, cuenta la novela, cada uno asume la partida forzada, impuesta o resignada, a su manera. Pero el punto de vista que prima es el del protagonista adolescente, quien debe abandonar colegio, banda de rock y una incipiente o tal vez imaginada historia de amor.
Obviamente no es el mismo sufrimiento de quien tuvo que huir saltando por los techos o escondido en el baúl de un auto para preservar su vida. No se trata de una violencia directa y terrorífica, aunque no por ello deja de ser “física”. El dolor de irse cuando uno no quiere o no decide hacerlo pega en el cuerpo tanto como en el alma, aun cuando puede prepararse la partida, despedirse, planificar; aun cuando en el país de llegada hay anclaje en un trabajo, en amigos o gente conocida. Hay un presupuesto, como sostiene el padre de esta familia nómade, de que los chicos se adaptan más fácilmente. Pero nada borra esa marca del desgarro en el pecho que provoca la partida y el alejamiento del país natal.
| evoca la crisis, convoca la precariedad, los fantasmas del miedo, la fúnebre inestabilidad |
Desde el primer capítulo de Parece diciembre las migraciones conforman mapas y recorridos que atraviesan, junto con las distintas lenguas, la genealogía familiar: desde los nonos calabreses del lado paterno, y los abuelos brasileños, del lado materno. Los chicos también están atravesados por esa mezcla de lenguas, que sólo en la adultez capitalizarán con un asset. En la escuela, en cambio, no será fácil. Piero llega a Brasil alrededor de sus cinco años, desde pequeño incorpora el portugués, lengua nativa de su madre, pero debe abandonarlo cuando la familia retorna a Argentina y él tiene que recuperar el castellano. El padre es quien toma las decisiones según sus éxitos o fracasos laborales, pero también por los vaivenes de la política y de la economía. Queda claro en la novela que no son decisiones meramente personales. Así, esperanzado por un nuevo gobierno en los 90 en Argentina, presidido por “El Turco”, el padre mueve a toda la familia de vuelta al país. Piero deberá integrarse a sus nuevos compañeros de la escuela en la zona oeste del conurbano bonaerense mientras retoma el contacto con los abuelos calabreses, tía y primas argentinas. Sus compañeritos se burlan por su castellano contaminado. “Lo mirábamos como un extraterrestre” (102), dice, casi arrepentido uno de ellos con la distancia del tiempo. El primer capítulo recupera este primer retorno en boca del padre en el momento en que debe comunicarle al hijo adolescente que emprenderán una nueva partida. Y se van justo a Barcelona donde se habla otra lengua (el catalán).
El padre, amargado menemista, alude, en ese diálogo a la canción brasileña que inspira el título. Y al karma argentino, al eterno retorno de las crisis, que sin duda traen varios modos de la violencia política: “Te digo que aquellos fueron años dorados, Piero, y fueron reales, muy reales… Fueron años dorados. Lo que pasa es que esos años se terminaron. Ese país se acabó. La Argentina se terminó. Ya no existe más después de lo que pasó este diciembre...” (24) Y luego: “Yo ya desperdicié media carrera en este país. Malgasté lo mejor que tuve, mi juventud, en un lugar que no te devuelve nada, Pierito. Me rompí el culo, pero acá cada diez años, no importa lo que hagas, es así: explota todo por los aires. No hay otra. No hubo década que pasara en este país, desde que tengo uso de razón, sin que estallara una crisis.”(25)
Entre los argumentos para irse, además de la cuestión laboral el padre habla de la inseguridad, del miedo, desnuda su frustración frente al hijo que se desespera ante la noticia. El dinero de la indemnización en el corralito, la falta de libertad: “Nos tenemos que ir porque ya no soporto más que el gobierno me esté diciendo qué puedo hacer y qué no, que controle cuánta plata saco del banco por semana…” (32)
Además de escritor y profesor universitario -ahora en Australia- Fabricio Tocco es músico. El título homenaje a Tom Jobim y Chico Buarque, las múltiples citas a letras de tango y rock argentino, que atraviesan todo el texto, atestiguan su bagaje musical, que también está tematizado en la novela. Especialmente, su oído se agudiza para trabajar las distintas voces que se alternan en cada capítulo para narrar una misma, y a la vez, una diferente historia: la suya. En otro claro homenaje, esta vez literario, a Manuel Puig, Tocco incluye entre los estratos sonoros, también los de las clases sociales. Una preocupación no menor del joven, que ya ha adquirido más conciencia que su padre, es la del destino de la empleada y niñera. Aurora, cuya voz cierra el texto, da cuenta de otra migración, no menos violenta, no menos dolorosa. Un doble desplazamiento provocado por el cierre del ingenio donde ella y el padre de su hijo trabajaban, desde Monteros, interior de la provincia de Tucumán, a su ciudad capital primero, y de allí a Buenos Aires: Con su tonada, Aurora también se refiere al calamitoso mes de diciembre: “Diciembre es el peor mes para quedarse sin trabajo. Hasta marzo no se mueve nada. Esta vuelta, menos todavía. Pero yo los entiendo, de verdad, cada vez está más difícil la cosa acá. Ustedes que pueden, se vayan. Yo me voy a arreglar. No pensés en eso vos ahora, ¿querés? Yo también, m’hijito, yo también. Si prácticamente los crié yo a ustedes, ¿cómo no los voy a extrañar ahora que se me van? Mirá, yo sé que a vos y a la Clarita les está costando tanto cambio… por más lejos que te vayas, por mucho que quieras dejarlo atrás, el lugar de donde venís siempre te persigue. Lo malo y lo bueno, ¿me entendés? Todo junto. Si no lo recordás vos, los demás van a hacer que te acuerdes, ya vas a ver. Así que no te olvides nunca de dónde sos” (191).
En este casi inverosímil diálogo en la parada del 621 se sella un acuerdo, no hay resentimientos ni lucha de clases. Casi en el punto opuesto al título de la novela de Sylvia Molloy, no hay “común olvido”, sino la promesa de un “alma aferrada a un simple recuerdo”. La promesa adolescente -e ingenua- de Volver.
[1] En otra referencia musical, Norberto Cambiasso aporta: “Los que se fueron”, de Lito Nebbia. Del disco Muerte en la catedral, 1973. “Si algo ha cambiado eso es nosotros. El otro cambio, los que se fueron”. Compuesto cuando aún no sabía que él también habría de irse, a México, en 1977.

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