“Textículos”, de Ana Ojeda

Rejas

Antes, cuando la ciudad todavía era parte del pasado, las rejas eran a cuadros y su objetivo era sofrenar el suicidio infantil por exceso de imaginación. Ahora que el capitalismo nos ama violentamente y sin forro –galán de novela rosa, es potente y chabacano–, las rejas son paralelas y totales: se detienen sólo al chocar con el balcón del piso de arriba. Algunos sostienen que su objetivo sigue siendo el mismo, pero los más perspicaces intuyen que su uso es muy otro. Ante la multiplicación de vidas vacías, las únicas indicadas para alimentar la insaciable maquinaria que transforma tiempo gris en productos coloridos, las rejas operan una transformación en la psiquis de los reclusos, que mágicamente pasan a sentirse poseedores de algo que es necesario custodiar, proteger con rejas, llaves y trabitas, con la paranoia de pensarse perseguidos, en la mira de malvivientes que crecen y se multiplican sin lógica ni razón.
El costo de esta maravilla es mínimo. La vista, en adelante parcelada en prolijos rectángulos, de todas formas era incapaz de competir con la realidad, que se ve por televisión.

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Tracción a pedo

No es una bici, tampoco una moto. Es un híbrido simpático y algo grotesco –como la ciudad, como nosotros– que circula a pedito limpio por calles del barrio y microcentro. Es esperanza de llegar antes, de no enganchar embotellamiento, de zigzaguear de lo lindo y hacer caso omiso de semáforos y barreras. Es pedalear dos veces y abandonar nalgas y sexo a un vibráfono placentero, picantito, que te pasea por la ciudad, mirando a peatones y encochetados desde la altura de una velocidad módica, pero continua. Es cambiar el pedalear por el pedorrear y ser feliz.

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Ciencia botona

Hay ciencias duras y blandas, y también ciencias botonas. La gramática, por ejemplo: No hay política en mi visión del mundo, soy descripción pura, estoy al margen, pongo en circulación sujetos y predicados, complementos y objetos investidos con los beneficios de quienes observan sin ser vistos, ventana indiscreta de una lengua acostumbrada al exhibicionismo.
Jakob y Wilhelm Grimm, en su clásico universal Blancanieves, crearon un espejo capaz de responder a la indagatoria de la banal madrastra con la siguiente formulación: “Pero Blancanieves, que vive con los enanos del bosque, es más bella aún.” ¡Oh, aposición! ¡Oh, vanidosa superflua! Y sin embargo responsable, causa directa, motor de la desgracia que vendrá, enmanzanada.

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Círculos concéntricos

Son círculos pulidos. Color piel, su brillo encandila. Por lo que cuesta el papel, usted podrá pasearse con un sexo en el sobaco, en el bolsillo, el portafolio o la mochila. ¡Y qué sexo! No uno cualquiera: uno que de tan calvo parece plástico, un sexo gordo, turgente, un sexo prosaico.
Usted lo bebe con los ojos un poco tristes: el que ve en su casa no es así, imporoso, tersamente impío, descoyuntado. Usted es varón o mujer: para el sexo es lo mismo. Desde el brillo de las portadas que se multiplican gracias al oficio de canillitas hacendosos, los círculos impresos con calidad siglo XXI se pavonean sin vergüenza ni medias tintas. Los hay contorneados de finísimos hilos triangulares o voladoramente sueltos.
El sexo no tiene pudor. Se exhibe, se compra, se vende. Usted debe pagar para llevar el sexo bajo el brazo, pero puede comérselo con los ojos gratuitamente. El sexo puede esperar, pero no acepta la indiferencia: todos tenemos que reaccionar frente a él. Podemos escandalizarnos o adorarlo, pero en ningún caso se permite una mirada hueca. Ojos vacíos, ¡no! ¡Basta de pálida! ¡A reír! ¡A divertirse! El sexo es bueno, es simpático, es alegre. No hay días grises para el sexo, ni complicaciones. Él siempre será circular, gordo, turgente y lo estará esperando junto al canillita de la esquina.
Sólo la mujer tiene sexo; al varón se le permite la vergüenza.

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