“Afueramente adentro”, por Walter Romero

Cantar la nada, de María Negroni. Buenos Aires, Bajo la Luna, 2011, 75 págs.

Entre el comienzo del comienzo que es de fábula (“érase una vez un jardín”) y los finales que liquidan el suspenso a fuerza de refusilo; entre lo féerico de los inicios –Valery decía que “el primer verso es dictado por Dios”– y las últimas rimas, entre Dios y los finales, prefiero ese espacio un poco solidificado y simuladamente recóndito, suerte de pie del poema, donde los buenos poetas eligen “medir la furia en la textura del acero”; es, en esas emanaciones poéticas –siempre un poco huérfanas de las exégesis, que prefieren las albas del canto– donde se vuelve definitivo –en este último libro de María Negroni– este arte tremendamente furtivo donde, como señalaba Beckett, nunca se sabe si “la puerta está exiguamente abierta o imperceptiblemente entornada”.
Su tema es el canto y la nada, pero más bien se trata del nada, ese espacio entre “cantar para nadie y nada que cantar” que se acerca sin más a una lírica de amor: no amar, no tener a quién cantarle es del orden del nada. Una nada que no es metafísica sino amorosa y que en su estallido atraviesa lo cotidiano (“anoche tomé pastillas, nadie lavó los platos”) y el desgarro que puede volverse el ni ente: el lugar donde “la poesía es el museo para esconder lo que no ha sido” o encarnar, de un modo más criollo, el niente menos que la batalla del lenguaje entabla para extraer alguna gema de las miserias del día. Es en ese tránsito entre las grandes preguntas y la cama vacía del amor que se fue, que la lengua de María Negroni se vuelve, a la primera de cambio, la voz que chapotea en el lunfardo, en la tanguedad, en lo argentino: lujo procaz de una lengua bacana que se deja interferir por el arrabal, mezcla rara de Chrétien de Troyes  y el malevaje.
Leo alguno de sus finales: “yo avanzo en el libro/ que no escribo// soy yo la fundo un cielo/ de fase en fase// alguna vez tal vez/ seré la que habré sido”. No suenan a las moralejas que suelen traer las fábulas, pero por ahí anda la cosa; se trata más bien de una tradición que impacta en este poemario, donde los finales y el niente, se vuelven l’envoi –los envíos de Maria; ¿envíos a quién?– y que detienen el tiempo en esa espera que es “lo pleno de la ausencia”, en ese último aliento de voz que cada poema propone: esa corta stanza o estrofa final, pegada a los otros versos o sueltita como una isla perdida.
Puesto a pensar, me dejo ir, y Cantar la nada me invita, en su viaje y en su obsesión por el canto – esa “astucia de sirenas”–: a la tornada trovadoresca; a la finida o al fin y cabo de la lírica de Castilla; a los “cierres” de las cantigas de amor o al congedo o al commiato italiano: esos tres versos nomás (o a estos pareados de cimbronazo de María), que, estratégicamente dispuestos,  suelen o bien: 1) dirigirse desembozadamente a un destinatario real o imaginario y que, en muchos casos, es un indirizzo –un agenciamiento– all'amante del poeta o al suo mecenate o ad un amico; o 2) suelen volver especular ese instante en que el autor saluda con una mano grande a la poesía misma volviéndola destinataria de todo el poema; o, en cambio, 3) – y ésta es la versión más recurrente en el canto de María– suelen desatar, a modo de relámpago, las ganas de entregarle al lector, a modo de enigma, un sentido inesperado, que nos obligará a leer de nuevo el poema, una y otra vez interpretado, y vuelto a empezar, en una circularidad maquínica sin fallas pero con desgarraduras: Centrifugo del tiempo y del discurso, centrífugo del yo y del nosotros que lee, centrífugo de lo real y de la materia poética vuelta canto, que se anuda a la nada y la abraza, desesperada y mortalmente, como amante perdida y reencontrada: “empieza como espiral de nada/ con esa precisión (...) pero algo se va/ sin hacer ruido/ y vuelve a empezar/ por otro lado”.
Es en el Canzoniere del Petrarca, en la canzone 126 (Chiare, fresche, dolci acque) donde, hacia el final, el poeta reasume su voz para dirigirse a la canción misma, diciéndole en el último invio: “Se tu avessi ornamenti, quant’hai voglia,/ poresti arditamente/  uscir del bosco, e gir in fra la gente” (“Canción, si tu fueses tan bella y ornada como quisieras,/ podrías, y más que osadamente,/ salir del bosque e irte entre la gente.”)
De ese uscir del bosque bucólico y retórico del Petrarca, María Negroni nos convoca desde el borde del poema a la permanencia en el Jardín de las Delicias: el tiempo será ese intervalo circular que se extiende entre el primer y el último poema, que no gratuitamente nos propone, no ya salir del bosque (e irse con la gente), sino permanecer. No sin sorpresa, en un poema cuyo título es Domingo, leemos, como si María rescribiese a Petrarca: “entrar en la geometría del bosque/ como a un desorden sabio/ y allí elegir/ una y otra vez/ cuando el sendero se bifurca/ ser aquello/ que fuimos al comienzo.”
Si la condición de posibilidad de toda poesía es escamotear –como sólo el lenguaje sabe hacerlo– la verdad de sus propios dispositivos –y esos mecanismos en este poema pueden adoptar ya desde los títulos la “matemática nocturna” de lo infinitesimal, lo irrisorio, lo no cuantificable o lo exactamente medido (ahí están los Diecisiete cilindros, las 37 muchachas, los 0,0016 kilómetros de palabras, las anécdotas en 7 letras): Cantar la nada debería leerse más que nada en el zigzag que se tiende entre la poética “atómica” de los títulos, el diseño al sesgo del poema y sus finales.
Sólo yendo y viniendo en ese trazado único, “como quien delimita un teatro de operaciones”, podremos leer las líneas tendidas por el serpenteo de la forma y del sentido en la alternancia de sus vórtices, los puntos donde concurren los planos del discurso, las mudas donde la lengua derrapa. Este libro –puesto a cantar; entre un gentil retaceo y la iluminación de “la casa de lo escrito”– se lee no sólo en un ir y venir constante, sino también a la caza de lo alterno y lo angular: sus escondidas entrantes y salientes; no solo bajo la tensión del movimiento de un péndulo que va y viene, sino también en esa febril quietud del durante del poema y sus disparados enlaces.
De sus últimos versos a modo de isla,  en los “suburbios” del poema, reconocemos el tembladeral; ahí donde, como en una última batalla, el título –que habíamos leído al comenzar en oblicua tensión, y recuperamos ahora al terminar cada poesía– le vuelve a ofrendar, a las palabras y a nosotros, una última treta: ellas, preparando con arrojo de acróbatas su canto del cisne, y nosotros, “prendidos” y anonadados por el zigzag y por la espera, devenidos –afueramente adentro– la materia misma del poema: lo extimio.
María es la artesana impar de poéticos códices miniados, de épicas de la maravilla y del debate: ahí están Islandia, los viajes de Úrsula y la noche, la anunciación de una voz aterrada en los “convulsionados ‘70”, los mobiliaros, los museos y los gabinetes –todos esos boudoirs que ella atesora, donde la palabra se emperifolla con el tuteo sagaz que lo monstruoso le tiende a la realidad.
Los dones de la antilectura han comenzado a derramarse; el vaivén es la fórmula para intentar vencer las celebratorias resistencias hermenéuticas que, a modo de plástica y literaria instalación, han comenzado a poblar esta obra madura. Y sólo en la madurez, o en la precocidad “rimbauldiana”, la nada misma se deja, o se hace ver. En María, la poesía se ha vuelto la elegíaca interrupción donde lo poético se abraza al desliz: en el madrimiento, el apenasmente, algún cuándo, amanza, cósa quiso decir, la doleinza, las nominanzas, las niñezas, el mío punto oscuro, la bailación: Toda esa otra, y acaso más verdadera realidad textual, del querer decir o el tartajeo de la lengua que puntualmente llega: las afasias que suelen ocurrirles a los poetas para mostrarnos en qué consiste “volver a aprender a hablar”, en qué consiste darle voz a ese confuso y voraz “animal que hiberna en el poema”.

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