"Narratividad y empatía", por J. S. de Montfort
Culturas de la empatía, de Fritz Breithaupt. Traducción de Alejandra Obermeier. Katz Editores, Madrid/Buenos Aires, 2011, 287 páginas.
Fritz Breithaupt (1967, Meersburg, Alemania), fiel a la mixtura de sus actividades profesionales como profesor adjunto de Ciencias Cognitivas y de Literatura Comparada en la Universidad de Indiana (USA), nos ofrece en su libro Culturas de la Empatía una suerte de teoría híbrida entre la narratología y la neurociencia para explicar el modo en el que el ser humano es capaz de hacer uso de la capacidad empática, como “instrumento central para generar la moral” (p. 267). El libro está dividido en cuatro partes, siendo las tres primeras una suerte de recopilatorio de lo investigado por las ciencias cognitivas hasta el momento, punteado por las acotaciones de Breithaupt.
Así, se nos habla en primer lugar de la producción de la no similitud, pues es gracias a ésta que la similitud “puede ser canalizada y regulada” (p. 32). Aplicado a la literatura, y tomando como ejemplo el Iluminismo del siglo XVIII, propone Breithaupt que la empatía se bloquea a través del Yo, puesto que el Yo, surgido gracias a la construcción de la individualidad, “privatiza al individuo, lo priva de la capacidad de comprender al otro” (p. 81). Esto provocaría que la narrativa hubiese desarrollado dos estrategias: la producción activa de similitud (“privilegiar aquellos plots que provocan situaciones extremas en las que todos sentirían o actuarían igual” p. 82) y la instrumentalización de un Yo singular para conseguir la atención del lector, y así el interés por la no-similitud del personaje.
Para que se dé la empatía –según la Theory of Mind– son necesarios unos presupuestos, nos dice Breithaupt en la segunda parte del libro: que lo observado constituya un hecho único, que ocurra en una situación claramente determinada y que exista la presión sobre el individuo para que éste tome una decisión. La reacción del observado, además, debe ser predecible imaginariamente. Lo importante del caso, nos dice Breithaupt, es que el observador sea capaz de narrativizar la escena mediante un proceso sencillo, gracias al cual será capaz de comprender las emociones, el pensamiento y los planes del otro.
El tercer bloque del libro se centra en el poder y en cómo este influye en la empatía. Breithaupt lo analiza al respecto del síndrome de Estocolmo y encuentra que en tal caso la empatía no sería un fin en sí mismo, sino un “instrumento concreto para mantener en pie la comunicación” (p. 124), y salvar la vida, claro. A través de la teoría del chisme de Dunbar, Breithaupt indaga en los usos sociales de la empatía, viendo que hay una “necesidad social para mantener el propio status” (p. 134). Así, según Anna Freud, se reprimiría la propia perspectiva, se reconocería la del otro como única y uno acabaría viéndose a sí mismo con los ojos del otro. Con ello, se consigue invisibilizar el interés propio –en un modo mimético–, y el Sí-mismo “se transporta a una identidad social” (p. 138). La empatía cumpliría funciones estratégicas en espera de un beneficio que, comúnmente, se suele aplazar en el tiempo.
En la última sección nos habla Breithaupt de la empatía narrativa propiamente dicha, asumiendo que “la capacidad de filtrar, limitar y bloquear la empatía es un mérito de la cultura” (p. 151). Para ello, el ser humano haría uso de dos mecanismos simbióticos: la toma de partido, que está unida a una situación de conflicto en particular y se opone a la identificación que es total e independiente de la situación, y la narración, pues según el autor tomamos las decisiones que pueden relatarse mejor. Este pensamiento narrativo diferenciaría a los seres humanos del resto de primates, constituyendo una “forma (involuntaria) de la conciencia humana” (p. 184) y sería, además, su modo de auto-legitimarse. Al permitirnos pensar que las cosas podrían o podrán ser de un modo diferente, el pensamiento narrativo nos prepara para el futuro y tal alteridad sustenta la empatía.
Breithaupt basa su acercamiento en ciertas tesis clásicas de Aristóteles y referidas a la tragedia griega, pero que, aplicadas a la narrativa actual, resultan problemáticas. Es el mismo inconveniente que tiene su –no por ello menos interesante– análisis del funcionamiento de la empatía en la narrativa realista del siglo XIX, comentando las novelas La Regenta (Clarín), y Effi Briest (Theodor Fontane). Según el esquema de la toma de partido de Breithaupt, el lector –cuando no se le permite la identificación ni tampoco la empatía (por tratarse de un personaje esquivo o con una identidad difusa)– o bien inventa para el personaje alternativas que no existen o bien procede a través de lo que Wolfgang Iser llama “espacio vacío” y posibilita que “el desconocimiento [del personaje] oper[e] como identidad” (p. 251).
En resumen, Culturas de la empatía es un libro que se sustenta en una idea feliz y original, la de la empatía narrativa como sistema de toma de partido, para la cual busca Breithaupt unas mínimas bases científicas y una prehistoria y la cual demuestra a través de dos ejemplos fructíferos, pero de hace más de un siglo. Siendo que se presupone un conocimiento científico, proveniente –en parte– de las ciencias cognitivas, no es difícil argumentar decenas de ejemplos empíricos de la narrativa del siglo XX (sobre todo la postmoderna) que pondrían en serios apuros la validez universal de la hipótesis de Breithaupt.
Para que se dé la empatía –según la Theory of Mind– son necesarios unos presupuestos, nos dice Breithaupt en la segunda parte del libro: que lo observado constituya un hecho único, que ocurra en una situación claramente determinada y que exista la presión sobre el individuo para que éste tome una decisión. La reacción del observado, además, debe ser predecible imaginariamente. Lo importante del caso, nos dice Breithaupt, es que el observador sea capaz de narrativizar la escena mediante un proceso sencillo, gracias al cual será capaz de comprender las emociones, el pensamiento y los planes del otro.
El tercer bloque del libro se centra en el poder y en cómo este influye en la empatía. Breithaupt lo analiza al respecto del síndrome de Estocolmo y encuentra que en tal caso la empatía no sería un fin en sí mismo, sino un “instrumento concreto para mantener en pie la comunicación” (p. 124), y salvar la vida, claro. A través de la teoría del chisme de Dunbar, Breithaupt indaga en los usos sociales de la empatía, viendo que hay una “necesidad social para mantener el propio status” (p. 134). Así, según Anna Freud, se reprimiría la propia perspectiva, se reconocería la del otro como única y uno acabaría viéndose a sí mismo con los ojos del otro. Con ello, se consigue invisibilizar el interés propio –en un modo mimético–, y el Sí-mismo “se transporta a una identidad social” (p. 138). La empatía cumpliría funciones estratégicas en espera de un beneficio que, comúnmente, se suele aplazar en el tiempo.
En la última sección nos habla Breithaupt de la empatía narrativa propiamente dicha, asumiendo que “la capacidad de filtrar, limitar y bloquear la empatía es un mérito de la cultura” (p. 151). Para ello, el ser humano haría uso de dos mecanismos simbióticos: la toma de partido, que está unida a una situación de conflicto en particular y se opone a la identificación que es total e independiente de la situación, y la narración, pues según el autor tomamos las decisiones que pueden relatarse mejor. Este pensamiento narrativo diferenciaría a los seres humanos del resto de primates, constituyendo una “forma (involuntaria) de la conciencia humana” (p. 184) y sería, además, su modo de auto-legitimarse. Al permitirnos pensar que las cosas podrían o podrán ser de un modo diferente, el pensamiento narrativo nos prepara para el futuro y tal alteridad sustenta la empatía.
Breithaupt basa su acercamiento en ciertas tesis clásicas de Aristóteles y referidas a la tragedia griega, pero que, aplicadas a la narrativa actual, resultan problemáticas. Es el mismo inconveniente que tiene su –no por ello menos interesante– análisis del funcionamiento de la empatía en la narrativa realista del siglo XIX, comentando las novelas La Regenta (Clarín), y Effi Briest (Theodor Fontane). Según el esquema de la toma de partido de Breithaupt, el lector –cuando no se le permite la identificación ni tampoco la empatía (por tratarse de un personaje esquivo o con una identidad difusa)– o bien inventa para el personaje alternativas que no existen o bien procede a través de lo que Wolfgang Iser llama “espacio vacío” y posibilita que “el desconocimiento [del personaje] oper[e] como identidad” (p. 251).
En resumen, Culturas de la empatía es un libro que se sustenta en una idea feliz y original, la de la empatía narrativa como sistema de toma de partido, para la cual busca Breithaupt unas mínimas bases científicas y una prehistoria y la cual demuestra a través de dos ejemplos fructíferos, pero de hace más de un siglo. Siendo que se presupone un conocimiento científico, proveniente –en parte– de las ciencias cognitivas, no es difícil argumentar decenas de ejemplos empíricos de la narrativa del siglo XX (sobre todo la postmoderna) que pondrían en serios apuros la validez universal de la hipótesis de Breithaupt.
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