“La tentación artefactual”, por Walter Romero

El pozo y las ruinas, de Jimena Néspolo. Barcelona, Los libros del lince, 2011, 262 págs.

Jimena Néspolo intenta aprehender en su novela-collage El pozo y las ruinas esa zona de magmática  y ominosa atracción que llamamos punto ciego. Sus “modos de narrar” parecen multiplicarse en una quête que –siempre, en principio, ilusoria–, en este caso, da frutos de gran espectacularidad, colocando al texto en una actualidad no ya del orden caduco del (pos)modernismo, sino en la brecha de las artes del presente: a la manera en que los regímenes (post)modernos de la literatura revisan sus estatutos de representación frente a la forma en que hoy pensamos o ¿seguimos leyendo? eso que, desde 1800 aproximadamente, llamamos literatura: “Hay una sola historia que cada uno de nosotros puede contar, y si la cuenta bien, o cree que la contó bien, o que no podrá contarla mejor, ¿para qué insistir en la literatura?
Esta novela rastrea, casi agonísticamente, modos de doblegar la nostalgia aún vigente sobre las últimas formas de narrar: en una transición epocal, de la cual el texto da cuenta, acerca de cómo representar –assemblage narrativo mediante este drama que, desde el hoy, se impone. Este gesto y esta interpelación de Néspolo, multiplicada acaso en muchas voces –impostadas o atomizadas, omnipresentes o retaceadas, asordinadas o brutales como un grito– y dispositivos varios, se hacen cargo tanto de la angustia, como de la tenacidad, con que se emprende la narración de una historia que se intuye inenarrable, o acaso titánica.
Ni falsamente experimental ni instalada en una vanguardia snob, este texto “de quiebre” postula lo que de modo augural el siempre moderno Robbe-Grillet planteaba en la bisagra milenarista de 2000, bajo la forma aggiornada del self-voiding fiction y su entramado de equívocos y tergiversaciones en sus pliegues, despliegues y autodespliegues para e hipertextuales, que hacen del malentendido la única razón de ser narrativa: “En ciertos momentos la narración tomaba fuerza, vigor, pero luego, con la progresión del hambre, la escritura se iba también debilitando hasta automatizarse en señas elementales, otorgando a la aventura su revés de absurdidad.”
Cada ardid (narratológico) de esta novela parece gritar esas inadecuaciones (o su “condición de incertidumbre”), para no dejar de ser nunca otra cosa sino la mostración de ese escollo, de esa (auto)disconformidad: diarios dentro de diarios, las fotografías y sus negativos, mensajes móviles de celular, narraciones en una primera persona fulminante,  adustos informes periodísticos, diagramas, notas a pie de página, entrevistas como piezas teatrales o filosóficas y sus consecuentes didascalias, fechas de distintas y alternas temporalidades del presente, relatos de viajes, el uso anodino o fetichista de las imágenes, la sátira menopea sobre el campo literario argentino, fotos con firma de autor, los anexos y sus addendas, los epígrafes poéticos, las notaciones y anotaciones difusas o recidivas, alteraciones tipográficas y otras (muchas) incrustaciones varias: “el odio, el orden que antes era exacto, ahora no encuentra sitio, lo que antes era uno, dos o cero, la que era mi mujer o mi familia, ahora es silencio, ropaje, máscara, locura, botella vacía
La novela ya no es más el género omnívoro, sino la gran charada de compleja dilucidación, que ofrece, a modo de fragante mostración, sus propios fracasos, al querer discernir las huellas de una realidad que –escrita con paisajes de Nazca, Oruro o de la cada vez más peripatética Mendoza (de Di Benedetto)– nos habla, sin más y, con gran rigor, de la gran “muesca humeante” de la “historia reciente” argentina, ésa que no acabará nunca de cerrar, y hay que narrar una y otra vez, en una reprise infinita: en un “recuerdo que se empecina en volver hacia delante”.
Su protagonista, el apocopado Seg (ismundo), no es otro que un viajero (descentrado) en el hoy del Bicentenario, cuya profesión de fotógrafo, intenta absorber, desde su humilde trinchera “de revelado”, aquello que, en el encierro calderoniano en que muchos argentinos vivieron o fueron confinados, no se pudo o no se quiso saber, y recién ahora aflora. Eso que Néspolo da en llamar vida o las realidades reversibles de la literatura (o acaso, sencillamente y una vez más, vida y literatura) es “el gran teatro del mundo”, bien de este lado del mapa sudamericano: orográfico y confuso, multitasking y engañoso o pleno de los relieves (“estratigrafías del pasado”) que, en su novelesca traslación, la autora ausculta con vigor, pero con asumida decepción final: la “realidad” no es tanto un único pozo sino muchos sumi o chupaderos y, más que ruinas, su historia es el relato de una vasta despacialización que vuelve módulo todo territorio textual, haciendo de esta novela un objeto casi artefactual: el qué es el pozo, el cómo es la diversificada, sagaz y heteróclita ruina que Néspolo construyó, acaso con el mismo poder con que algunos pueblos alemanes, en el período diegético del romanticismo, no sólo le brindaban pleitesía a sus verdaderas ruinas, sino también se abocaban, con denuedo, a fabricar –y luego a venerar– ruinas que inventaban ex profeso allí donde no las había, volviendo verdadero, lo falso y lo ficticio.

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