“Hadas y umbrales juveniles”, por María Laura Pérez Gras


Solo queda saltar, de María Rosa Lojo. Buenos Aires, Loqueleo, Santillana, 2018, 152 pp.


El nuevo libro de María Rosa Lojo Solo queda saltar recibió una mención entre Los Destacados 2018 del Premio ALIJA-IBBY en la categoría de novela juvenil (en este caso, indicada para mayores de 14 años).
Para quienes conocemos la obra y la trayectoria de Lojo, esta es mucho más que una primera novela juvenil. Se trata de una narración que podría leerse como las memorias literarias de la autora en clave didáctica. Hablamos de memorias literarias, porque el texto recoge lo sembrado a lo largo de toda su obra escrita y lo esparce sobre las páginas con levedad y sutileza sorprendentes, como si en lugar de ser frutos de cosechas pasadas fueran un finísimo polvillo de hadas que puede hacer reflotar cada personaje, cada paisaje, cada gesto literario, ya existentes en un libro anterior, en una creación nueva, y puede trasladarlos a todos juntos a una isla-novela virgen donde el tiempo y la magia de la ficción tienen sus propias reglas. Por otra parte, decimos que esta narración está en clave didáctica, no porque el texto ofrezca moraleja ni recetas pedagógicas; por el contrario, da cuenta de los avatares, las contradicciones, los dilemas y sus paradojas en la vida de los personajes. Y, a un tiempo, estas mismas cuestiones son planteadas en el plano de la historia nacional, en cada uno de los períodos en que se recala a lo largo de la novela (secuelas de la guerra contra el indio, franquismo, peronismo, dictaduras militares argentinas, el duelo por los desaparecidos). Por lo tanto, nos mueve hacia la superación de mandatos y prejuicios individuales y sociales, hacia el derrumbe de estructuras del pensamiento ya obsoletas, que aún nos siguen dividiendo. Se revisan flagelos de la convivencia humana que hoy tienen etiquetas globales, pero que en esos tiempos eran tabú: patriarcado, violencia de género, bullying, racismo, discriminación, censura ideológica.
Otro de los logros de la novela radica en su composición especular: se trata de dos diarios/memorias, escritos por dos hermanas, en dos lugares de pertenencia que hacen de contrapunto espacial, con dos perspectivas de época y subjetividades diferentes. Desde el comienzo hasta la página cien, leemos el Cuaderno de Celia de 1948, en el que se relata la llegada a Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, de la protagonista y su hermana menor, Isolina, tras quedar huérfanas en Finisterre, su Galicia natal. Allí tienen que adaptarse a vivir con su tío Juan, dueño de un almacén de ramos generales, en una de las mayores zonas de contacto entre las comunidades aborígenes supervivientes de la conquista del desierto, los habitantes criollos y los inmigrantes europeos que venían a buscar mejor fortuna que una guerra. Un lugar propicio para que pronto se sume una niña más y abra el juego: se trata de Ignacia, descendiente del clan del histórico cacique mapuche Ignacio Coliqueo, que huye de Los Toldos con su madre y se refugia también en la casa de Juan. Este espacio de intercambio multiétnico y cultural hará de pivote entre el pasado de las tres niñas, signado por los horrores del abuso infantil, y el porvenir diverso de cada una de ellas, ya dispersas por el mundo. Hay un constante sopesar de las semblanzas y los contrastes entre las distintas culturas, tradiciones, lenguas y lugares, leitmotiv de la vida de todo inmigrante, que se profundiza en este pueblo del interior, compuesto de desertores heridos o disidentes de bandadas humanas venidas de los cuatro vientos, y que se aliviana con la posibilidad de salir al mundo y de desplegar las alas. Esa bocanada de frescura, de modernidad, de oportunidades y libertad la trae el segundo diario, el Cuaderno de Isolina, de 2018. Y en su relato, la historia recogida se abre de lo local a lo global: los líderes pacifistas asesinados, Vietnam, los hippies, los Beatles, la moda.
Un antecedente de estos cuadernos, mencionado en las primeras páginas de la novela, son las cartas que el padre de las protagonistas, Manuel, preso después de la Guerra Civil Española, escribía en clave para que su madre las interpretara, y así evadir la censura franquista. De esta manera, por medio de consejos y acciones concretas, les transmitió a sus hijas el valor de la palabra escrita: “Escríbelo. Regístralo. Apúntalo. Nadie sabe que dentro de un bloque de mármol hay escondido un cuerpo, una cara, unos ojos que miran los tuyos, hasta que los descubre un escultor. Así es con lo que sientes, con lo que piensas, cuando lo ves escrito” (2018, p. 11). Y esto es justamente lo que descubrimos al leer los dos diarios que componen la novela: los cuerpos, las caras, los ojos de quienes atravesaron vidas enteras a lo largo de sus páginas.
Y también encontramos allí los cuerpos, las caras y los ojos de los personajes y los seres mágicos creados por María Rosa Lojo a lo largo de su vida en las páginas de sus libros. El recorrido es sorprendentemente revelador, repleto de imágenes evocadas, y se desarrolla en paralelo al devenir de la historia argentina, que también se traza en la novela como señalamos antes.
La red familiar y la migración de Galicia a Buenos Aires después de la Guerra Civil Española remiten a Árbol de familia (2010), pero el cruce simbólico entre la Finisterre de Galicia y el fin de la tierra que representa nuestra Tierra Adentro nos llevan a las historias entrelazadas de Rosalin y Elizabeth en Finisterre (2005). Además, el paralelismo entre una meiga y una machi, brujas y médicas a un tiempo en las tradiciones mágicas de cada uno de estos lugares, nos transporta a La pasión de los nómades (1994) y a una de sus protagonistas: la feérica sobrina del Mago Merlín. A su vez, Doña Manuelita Rosas, protagonista de La princesa federal (1998) y personaje secundario en Finisterre (2005) es mentada brevemente, durante un paseo por el Museo Nacional que realizan las niñas en Buenos Aires. Ya algo avanzada la novela que nos ocupa, pero con gran relevancia para el argumento, aparece la gallega Carmen Brey, personaje central de Las libres del Sur (2004), donde oficia de secretaria de Victoria Ocampo. En Solo queda saltar, Carmen Brey es la maestra ejemplar de Celia, quien la guiará en su amor por las letras y la docencia. Ella marcará también dos momentos históricos de gran relevancia: se verá en la necesidad de recurrir a sus contactos en Buenos Aires (nada menos que Eva Perón, a quien conoció cuando esta era una niña) para que militantes enfervorizados no cierren su instituto de idiomas en Chivilcoy por no comulgar con sus imposiciones, y su hijo Manuel será un desaparecido durante la última dictadura militar. De este período nefasto se ocupa también Lojo en una de sus más recientes novelas, Todos éramos hijos, de 2014. Por último, recogemos un guiño más de la autora, el que nos señala a las “siniguales” que imagina Isolina de niña en Galicia, le describe a su tío en Argentina, y que luego rememora e invoca, ya anciana y de regreso a esa cuna tradicional de hadas que es Finisterre; son seres creados en El libro de las Siniguales y del único Sinigual (2016) por la pluma de María Rosa Lojo y el arte visual de su hija Leonor Beuter, e inspirados en la tradición feérica celta de la tierra de sus ancestros.
Los ecos son muchos, más de los que podemos mencionar en estas líneas. Por eso esta novela aparece ante los ojos de los lectores que venimos leyendo la obra de Lojo como un álbum familiar hecho de palabras, personajes, paisajes, magia y tiempo, pleno de evocaciones que ya hemos hecho propias. Asimismo, para los lectores jóvenes este libro puede ser el inicio, el umbral, el primer paso a una literatura nueva, alejada ya de los tópicos infantiles, que los acerque a su historia, su lengua, su identidad y sus propios dilemas.

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