“Frente al horror”, por Felipe Benegas Lynch



Claus y Lucas, de Agota Kristof. Traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué. Barcelona, Libros del Asteroide, 2019, 472 págs.


Desaparecidos, aparecidos, exiliados, huérfanos: estas son las figuras que pueblan las páginas de Claus y Lucas, la trilogía de novelas de Agota Kristof publicada por Libros del Asteroide.
Los títulos de las tres novelas incluidas en este volumen son: “El gran cuaderno”, “La prueba” y “La tercera mentira”. Las perspectivas de narración van cambiando: de una primera persona plural que articula la voz de estos dos hermanos a una narración en indirecto libre que toma la perspectiva de uno de ellos y, por último, una primera persona poco confiable que pone en entredicho todo lo leído anteriormente.
Los nombres de los personajes principales, sin ir más lejos, sintetizan ese desdoblamiento enajenante: son anagramas intercambiables –como el Alina Reyes de Cortázar (que, de paso, culmina en la Hungría natal de Kristof)–, pero no solo se invierten, también se fraguan con cambios ortográficos: Claus, Lucas, Klaus. “...hincan en tierra la cruz que lleva mi nombre con una ortografía diferente” (464), dice Klaus al final de “La tercera mentira”. En tiempos de guerra el pasaje de un lado a otro de la frontera provoca deslizamientos de sentido y de identidad que son desequilibrios irreversibles. Ya no hay forma de regresar a la infancia de la tierra natal. Vuelvo a Cortázar: “Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada” (“Las babas del diablo”).
Kristof era húngara pero escribió sus novelas en francés: ¿cómo evocar la propia experiencia en otra lengua? ¿cómo recordar? ¿cómo hablar de los seres amados cuando ya no están? ¿cómo fabular? En un momento alguien le dice a Klaus: “Si sigue contando historias sobre su hermano, la gente pensará que está loco” (385). Estas tres novelas muestran, en su manifiesta tensión de la coherencia, la locura de la guerra.
Los hechos que comenzaron la desgracia no están claros: la sombra de la Segunda Guerra Mundial se cierne sobre todo, pero también hay disputas íntimas cargadas de violencia. Y es que no son compartimentos estancos: la vida familiar replica los conflictos comunitarios y nacionales. “Aquello” que marcó el fin de la paz se va perdiendo en la distancia y emerge la duda acerca de lo que destruimos y de qué pudimos haber salvado. Acá la primera persona plural no es inocente: lo que cuenta Kristof no reconoce fronteras ni tiempos.
Al hermano escritor le dicen: “Lo que yo creo es que confunde la realidad con la literatura. Con su literatura.” (385). Como en “El inmortal”, de Borges, este personaje parece aceptar que “Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras”, y las palabras con el tiempo se confunden, las propias y las ajenas, lo vivido y lo leído.
Me empeño en leer a Kristof desde nuestra literatura: Borges, Cortázar. Es que a partir de este territorio más cercano la escritura de Kristof resuena con mis propios desaparecidos. Apelo a la invocación inicial del Martín Fierro para dar un paso más:

Pido a los Santos del Cielo
que ayuden mi pensamiento;
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia
me refresquen la memoria
y aclaren mi entendimiento.

Fierro hace bien en pedir asistencia para su canto: a veces el entendimiento no se aclara, y esa, paradójicamente, es la condición para acceder a una verdad tan inasible como terrible. Kristof muestra eso: que a veces se enuncia desde el barro. Ahí la prueba, la mentira y el gran cuaderno donde se observa la vida y nunca se termina de entender. 
El gran cuaderno no comienza con una invocación, allí no hay lugar para la metaliteratura (eso vendrá con las otras dos partes): nos sumergimos de lleno en la inmediatez de la enunciación colectiva de estos hermanos. Pero ya en la primera página hay una abuela que reclama a su hija una falta en su memoria y en su afecto: “Durante diez años no te has acordado. No has venido ni has escrito” (9). A lo que la madre de los niños responde: “Sabe muy bien por qué. Yo quería a mi padre” (10). La necesidad hace que recurra a esa abuela olvidada y cruel, es con ella que deja a sus hijos para que no mueran de hambre. La crudeza del diálogo muestra algo que será una constante de esta primera novela: un tono distanciado y cínico que parece a veces alegórico de tan simple e inmediato. Todo ocurre con rápida y brutal sencillez: desde el encuentro sexual de una jovencita con un perro hasta la muerte de la propia madre. La falla en la memoria y el afecto son el punto de partida de la acción. Las certezas se van deshilachando progresivamente
Kristof exhibe en su escritura la herida de una orfandad generalizada que no deja de resonar en otras lenguas y lugares: ella exhibe un entendimiento oscurecido, nublado, oblicuo, como el de sus personajes Claus y Lucas. En esa niebla no hay coherencia posible para los recuerdos, los afectos e inclusos los nombres.
El entendimiento claro no es posible frente al horror.

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