“Avatares de la interpretación”, por Ignacio Polla



Sobre la interpretación de Alberto Giordano. CABA, Qeja ediciones, 2023, 96 págs.


Sobre la interpretación es el último libro de Alberto Giordano, cuya materia prima está constituida por una clase que impartió como invitado en una cátedra de psicoanálisis del profesorado de Psicología. Esta circunstancia por la cual un crítico literario discurre frente a estudiantes y docentes de psicoanálisis deja inscriptas en el texto algunas huellas que se relacionan conceptualmente con el problema de la interpretación. Me refiero, en primer lugar, a dos actitudes posibles que esta clase “furtiva” (15), fuera del ámbito disciplinar estrictamente propio, podría suscitar. La primera estaría signada por la búsqueda de reducir el nivel de exposición: la conciencia de que se está en territorio ajeno llevaría a un evitamiento artificioso de aquellos significantes que uno sabe sensibles para la ciencia del otro, como en esos juegos infantiles (u obsesivos) que consisten en caminar la vereda sin pisar los bordes de las baldosas. La otra, la que Giordano encarna de forma decidida, consiste precisamente en lo contrario. Continuando con la imagen anterior, los bordes se pisan adrede. Bajo esta actitud se pone de manifiesto una perspectiva no patrimonial de los conceptos: están allí para ser usados, es decir, para pensar; y la posibilidad de acometer un descentramiento respecto de su zona originaria es ponderada más por su potencia que por el riesgo que un movimiento tal pueda entrañar. No obstante, en esta especie de incursión teórica se vislumbran determinadas estrategias que podríamos denominar de mímesis disciplinar: un reajuste conceptual y terminológico orientado a adecuar el discurso al saber del que se supone su destinatario. 

Entre las más explícitas de estas operaciones se halla el dar comienzo a la clase a partir de una cita de Lacan o el gesto de servirse de Freud en Más allá del principio del placer para ilustrar los aspectos propios de una exposición ensayística como la que él pretenderá llevar adelante. Pero hay muchas otras como la insistencia en lo humano y su animalidad, tan propia de los discursos psicoanalíticos (“el humano es un animal que...”), o la constante remisión a la propia experiencia analizante. 

De modo que, al mismo tiempo que el autor se reconoce lego en psicoanálisis (46), no deja de hacer un uso deliberado de ese corpus a los fines de enriquecer el abordaje del problema que lo ocupa: “La lectura como interpretación activa y desprendimiento del autor” (25). El resultado es una lectura que cautiva por el diálogo fluido que establece con los ámbitos de la literatura, la crítica y la filosofía, de la mano de autores como Barthes, Nietzsche y Foucault entre otros. En este sentido, la tarea inicial que le fue encomendada era la de relacionar “La muerte del autor” de Barthes con “¿Qué es un autor?” de Foucault. Para ello, la clase se estructura a través de cuatro afirmaciones:

1. “El humano es un animal que vive interpretando.” (27)

2. “La interpretación, antes que desciframiento o explicación, es creación-imposición de sentido.” (31)

3. “La interpretación no actúa directamente sobre el enunciado, la cosa o el fenómeno interpretado, sino sobre otras interpretaciones.” (38)

4. “La emergencia de una nueva interpretación modifica el pasado de lo interpretado.” (59)

A través de la primera se hace hincapié en lo fundamental de la interpretación para la constitución del ser humano y cómo sus avatares (el equívoco, el malentendido, etc.) son correlativos a la concepción psicoanalítica del sujeto (escindido, inconsistente). A su vez, se pone de relieve la presencia ubicua de la interpretación en lo cotidiano: “Ese juego descentrado y heterogéneo de interpretaciones múltiples (inferencias, suposiciones, conjeturas, desciframiento, contextualizaciones) es la vida misma de cualquiera, en cualquier circunstancia” (30).

Con la segunda y tercera afirmación el libro se adentra en su zona más álgida e interesante. En primer lugar, porque se introduce la noción de autor que discuten tanto Barthes como Foucault. A la idea de autor, que funciona como “causa y garante del sentido” (33), le corresponde una interpretación que queda reducida al mero desciframiento. Mientras que, por el otro lado, a la muerte del autor y el concepto de texto barthesiano le corresponde la lectura como interpretación activa.

Sin embargo, el punto más problemático es el que hace a la relación entre la interpretación y lo interpretado, y específicamente a la entidad de este último término. De acuerdo con la segunda afirmación se trata de una relación “violenta” en tanto el sentido se “impone”. Mientras que en la tercera esa relación se diluye para ponderar ya no el vínculo entre interpretación-hecho interpretado sino el de las interpretaciones entre sí. Lo que la idea de violencia escenifica respecto al grado de arbitrariedad propio de toda interpretación es clarificado a continuación precisando que si existe conflicto éste se desarrolla en el campo de las interpretaciones, relegando al hecho a una “supuesta realidad pre-discursiva” (34). La sentencia nietzscheana, según la cual “No hay hechos, sólo interpretaciones” implica que “la apariencia, el sentido y el valor de los hechos (…) no preexisten al acto de interpretación” (39). Esto introduce el carácter dialógico: ninguna interpretación es originaria, sino que viene indefectiblemente precedida por otra que si aparece como natural lo hace en virtud de su consolidación en la doxa. Así, en el caso de la lectura, la relación con un determinado corpus estará siempre mediada por las interpretaciones precedentes en su distinto grado de dominancia. A propósito de esta tensión, Giordano pondera la existencia de “interpretaciones activas, que abren y exploran posibilidades inéditas, incluso inauditas, de las que depende la vida de las obras” (55) frente a las cuales, inevitablemente, se opone cierto tipo de resistencia. 

A continuación, con la intención de echar luz sobre la figura del retorno, en este caso con la mira puesta en la lectura lacaniana de Freud, se pasa a la cuarta afirmación. De inmediato notamos que lo que también retorna es la entidad problemática de lo interpretado, que la afirmación anterior había logrado soliviantar enfocando en la relación entre interpretaciones. Por ejemplo, a propósito de la experiencia analítica: “la emergencia de lo nuevo (…) reescribe el pasado, reconfigura la comprensión que teníamos de él (…) hace que cobre una apariencia distinta (…) que no hubiera podido tener antes de la ocurrencia del acto interpretativo” (60). 

El malestar persiste pues qué es el pasado, en los términos que venimos desarrollando, sino la interpretación que de él se tiene. La figura de la reescritura afectaría su núcleo, pero la del cambio de “apariencia” sugiere que su “esencia” subsistiría. En efecto, al acometer el problema de la interpretación, el libro de Giordano gira en torno del debate fundante de la filosofía entre idealismo y materialismo. Lo interpretado ocuparía el lugar de la sustancia, etimológicamente lo que está debajo, accesible al sujeto sólo a través de la interpretación (apariencia, accidentes). Desde el “punto de vista ‘deconstructor’” (61) que se adopta, no se llega a negar la existencia de lo interpretado, pero sí su autonomía, deviniendo consustancial a la interpretación. 

Las implicancias de esta perspectiva sobre la concepción del pasado encuentran una bella condensación en un proverbio armenio: “La infancia es impredecible” (65). A su vez, recuerda a la refutación del tiempo borgeana. No sólo porque allí, por motivos no enteramente distintos, la causalidad temporal también es impugnada, sino porque su advertencia acerca de la doctrina idealista vale de igual modo para el meollo del libro de Giordano Sobre la interpretación: “Comprenderla es fácil; lo difícil es pensar dentro de su límite”.

Quisiera terminar retomando lo planteado al comienzo acerca de las circunstancias que dan origen al libro y cómo éstas quedan inscriptas en el texto. Ya dijimos que surge a partir de una clase que el autor imparte en un ámbito que le es ajeno (una cátedra relacionada al psicoanálisis). Se nos informa incluso, como una especie de garantía, fecha y hora en que esa clase tuvo lugar (“lo que sigue es la clase dictada entre las 8:30 y las 10:00 del…”) (14). Ahora bien, esa ajenidad que el texto comienza resaltando enseguida es relativizada por dos vías: primero por esa singular adecuación del discurso que llamamos mímesis disciplinar que acaba demostrando, cuanto menos, una familiaridad considerable respecto al psicoanálisis; segundo por la presencia de un factor afectivo: entre los alumnos de la cátedra se cuenta su propia hija, Emilia. A estas particularidades podemos sumar una: el texto exhibe las marcas de su propia reescritura, que es una reescritura parcial, a mitad de camino, en la que se añaden algunos elementos (notas al pie, citas que no tuvieron su lugar, sensaciones al dictar la clase), a la vez que se conservan otros como el estilo oral, las preguntas de los alumnos o la propia incompletud de la exposición que no alcanza a abordar todo lo que se propuso. ¿No remiten estos diacríticos y aclaraciones a una misma instancia originaria que le confiere su sentido? Y, sin embargo ¿qué otra evidencia tiene el lector de su existencia que no sean estos mismos elementos dispuestos en el propio texto? La clase, como instancia originaria de enunciación, se halla también a mitad de camino entre el texto y el Autor, estableciendo de igual modo, en tanto emanación suya, una clave uniforme de lectura. Si nos atenemos a la práctica interpretativa que propone Giordano, impugnando “las certidumbres metafísicas sobre las que se sostiene nuestro sentido común hermenéutico” (33), más valdría dudar de su existencia.


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