“Una voz transbordada”, por Analía de la Fuente

 


Voy a ir a venir, de Yanina Azucena. Asunción, Arandurã, 2024, págs. 60. 


El poemario Voy a ir a venir es un cofre sagrado, guarda en su interior los sonidos de otra lengua: el guaraní con el que las y los lectores vamos a cruzarnos en cada ocasión propicia toda vez que el poema lo disponga en su pesquisa de decir del mejor modo entre los modos posibles. El título en castellano es la traducción (siempre incompleta, deseante) de Aháta aju, donde la sucesión de sonidos, el acento y la pausa configuran una promesa. Irse no es sinónimo de dejar atrás a secas, ni el olvido tiene lugar cuando, pese a cualquier lejanía y extrañeza, la lengua madre vuelve, se reaparece en las pulsaciones del cuerpo migrante y pregunta quiénes somos o por qué estamos donde estamos. En el pasaje del guaraní al español, el presente atesora la promesa de una ida que asegura el retorno. Hay conciencia de un regreso impreciso pero venidero. Transbordar de una lengua a otra no es tarea sencilla, menos traducirse una misma, como hace Yanina Azucena en su primer libro. Su escritura se detiene en los tintes de su propia voz, desde su historia personal enmarcada en esa otra Historia escrita con mayúscula. Porque el poema, cuando nace de una interioridad indefectiblemente oscura y misteriosa, pero además sincera en su empresa de abordarse a sí misma, es también, de un modo único y prístino, la expresión del surco que vamos dejando para los demás a nuestro alrededor y, a su vez, el recupero trabajoso, arqueológico de lo que, en otro tiempo, antes de la escritura, configuraba lo indecible. En su libro Yanina viaja, pivotea, va y viene y va: Paraguay y Argentina son sus querencias sin amarras. Hay en los territorios de su poesía espacio para aposentarnos en la soledad, en las cicatrices, en la mirada ajena que encarcela con rótulos, y también en lo que no hay, en ese vacío paradójico desde donde brota el poema. Y es así que el viaje es de la herida al poema y del poema a la herida que canta. O grita. Refunfuña a veces en él la niña acobijada desde el presente: como cuando cuenta: “en segundo grado / me resigné a estar rota”. Canta para nombrar el abandono, la violencia, los atropellos en la experiencia de su filiación: el padre ausente, la madre por momentos tirana y los castigos físicos habitan el discurso. La voz niña susurra y les habla, balbucea como puede el sinsabor. Se dirige a la indiferencia paterna de la que brota la propia vergüenza; o a “las familias de papel en brillo satinado” que cada día de la madre, gracias a la publicidad desbordante e invasiva, evitan y anulan a las “madres imperfectas”. No es otra la operación repetitiva que la cultura global ejerce a partir de imágenes, idealizando nocivamente la protección y el amor incondicional. El poema “Ao ky´a”, en castellano “Ropa sucia”, es una pieza de artillería, conciencia plena de la marginalidad que se habita o que nos endilgan: “Desde niña ya se entiende/ lo que construyen las palabras. / Paraguaya era una mancha / ropa sucia tatuada / en la cadencia de la voz. // No hay literatura que narre el dolor / de la respuesta / cuando se pregunta por qué-ko / ¿por qué-kó nadie quiere/ jugar/ conmigo?”. Pero no es lamento lo que escanden los versos, es profundidad que se busca y perfecciona en el observar y el decir, que escarba en lo que es, para arrimarse a lo que quiere, muy a pesar de lo que falta. Entonces el afianzamiento de la identidad ocurre gracias al lazo con lxs amigxs, al hallazgo de “madres prestadas”, o a los tíos de los que se apropia. Y se fortalece, además, en deuda con las costumbres-herencia que se asientan en el orden material de la vida, acomodándose en sus expresiones sensoriales. En recetas y aromas, en los sabores del mbejú y el borí, en la puja entre las técnicas que las mujeres enseñan para pelar mejor una mandioca, o en el cuidado compartido del brasero que se lega de adultxs a niñxs y es el rito ancestral de mantener encendida la llama del hogar.  Incluso en el paisaje que las pupilas atesoran cuando la tierra va pasando de negra a roja o viceversa.


| Canta para nombrar el abandono, la violencia, los atropellos en la experiencia de su filiación... |


La voz de Voy a ir a venir habita una frontera: no es fácil la historia en primera persona cuando se nace en el kilómetro 5 de Asunción para escapar del origen, para dejar atrás la potestad paterna y alejarse de una sociedad en la que las criaturas nacidas éramos, hasta hace unos pocos años, pertenencia exclusiva de la voluntad masculina que nos había engendrado. De esa realidad en la que la poeta nace, huye en los brazos de su madre para arribar a tierra negra, y crecer en ella. Es recibida por suelo argentino en la ilustre, compleja y tantas veces también hostil Buenos Aires. La ciudad la vio volverse niña y joven y mujer, y es su suelo el que la despide cada vez que su tierra roja la llama y ella acude. 

Este poemario nómade articula los sonidos (las fricciones) de una lengua bifronte, es una naturaleza de amalgamas y de bordes, mestiza, donde testimonio y ritmo se unen a imagen y concreción. El decir es rotundo. Sus frentes se acompañan en la calma de la diversidad gozosa o se repelen en sus distancias. Hay en el bilingüismo comunión y choque según los matices del contexto. Y ante las faltas de una de las lenguas, siempre habrá la posibilidad de acudir a la otra, a su opuesta complementaria. 

La falsa kurepí busca estrategias, urde el modo de escaparle a los estigmas de aquí y de allá. Trabaja en el lenguaje para saberse y reconocerse, escucha el latido de la lengua originaria en su corazón, suelta todo aquello que quieren imponerle y no le pertenece. Y canta, y escucha y escribe cuando su amiga Tami “le pide que cruja, que se permita ser otoño”. El yo se desdobla cuando es necesario, cuando urge alejarse de una misma para comprender. Le habla a la herida primigenia y a las que le siguen que no son pocas, pero tampoco más fuertes que el poder de la lírica bilingüe que las enfrenta. Y si en los versos la voz se parte y se desdobla por lo que no hubo, cobra fuerzas y renace victoriosa abocándose al trabajo artesanal desde sus lenguas, desde su oído atento, a través de los ojos que miran ávidos para entender el mundo en derredor y sus lógicas macabras pero también sus gestos de ternura que son todo lo que importa en este poemario: prepararle un café a un amigo, compartiendo listas de libros y nombres de poetas, charlar hondo, atravesar las 18 horas que separan Buenos Aires de Clorinda para descubrir el pasaje en la coloratura de la tierra y sentir de pronto la transpiración sin negar el sudor, el aire cálido que es señal de estar llegando otra vez. 

El acto de nombrar es visceral, cuerpo adentro estalla y avanza el guaraní cada vez que el castellano no sacia. Inconsciente en ocasiones, alumbra aquello que hay que decir mejor. Incluso el nombre propio se vuelve materia prima para la artesanía verbal en su traducción y devenir desde el castellano heredado al idioma de la poesía. Mientras en el documento la tinta roja fuerte acusa “extranjera” y agrega a la identidad el apellido paterno, en su quehacer emancipador la poeta poda y aprende, crece y ejecuta, elige, recorta su nombre, lo refunda al suspenderlo en los detalles de doble ciudadanía, suelta, desatada, como en el aroma del jazmín paraguayo: azucena robusta, guaranisa.     

En este primer libro la herida brota y canta. Y en su canto la niña apátrida deja de “pedir permiso para sentir cobardía”, recibe el abrazo de quien ha decidido ser dueña y guardiana de su destino después de descubrir las fortalezas secretas en los recovecos de su extranjería.  


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