“La razón de la ficción”, por Adriana Mancini
Nuestro mundo muerto, de Liliana Colanzi. Buenos Aires, Eterna
Cadencia, 2017, 123 págs.
Escasamente
conocida en Argentina, es un acierto de Eterna Cadencia Editora acercar a los lectores
vernáculos la narrativa de Liliana Colanzi. Nacida en la ciudad de Santa Cruz (Bolivia,
1981), Colanzi alterna la escritura de ficción –su primer libro de
cuentos, Variaciones permanentes, es
de 2010– con la enseñanza en la Universidad de Cornell. Actualmente reside en
Ithaca (Nueva York) y es colaboradora de distintas revistas especializadas. En
2015 recibió el premio Astra Estrada por “Caníbal” y “Chaco” que integran el
volumen Nuestro mundo muerto, título
homónimo a otro de los cuentos. En la nota de la autora que cierra el libro se
subrayan los relatos premiados y en particular se aclara que el uso de la
cursiva insertada en “Cuento con pájaro” –título que se asocia al arte
pictórico– remite a testimonios de los ayoreos
tomados textualmente de trabajos del antropólogo Lucas Bessire; además, se
explicita que las líneas finales del texto que da su título al libro fueron
tomadas de Vidas y muertes de Jaime
Saenz. Un gesto de rigor intelectual que no hubiera sido posible descubrir en
la lectura de los relatos, dada la precisión con la que son insertadas las
citas textuales y los testimonios de la comunidad indígena.
Los cuentos mantienen un nivel de expectativa y ansias de lectura creciente: ninguno
defrauda. La escritura fluye en ellos con precisión y maestría, tarea no simple
si se atiende al uso de regionalismos en la representación de dos lenguas, dos
culturas, dos mundos, aunque uno de ellos se anticipe muerto. De ese mundo
muerto salen líneas de escape que conducen con variada intensidad a otros
espacios –exteriores e interiores– diseñados con las barreras de la
desesperación, el hambre, la astucia, la contaminación, el poder, el control
arbitrario. Sin límites, la imaginación desplegada en los relatos no se
amedrenta, acompaña hasta el final a los personajes, que no retroceden ni se
arrepienten. Tal vez la culpabilidad o justificación se esboce en la lectura,
la figure el lector; pero no es nítida en los relatos y el lenguaje, los
lenguajes y la sintaxis acompañan los avatares. Un ejemplo: el niño bastardo de
“Chaco” –cuyo abuelo alcohólico le reitera el valor y la fuerza de la palabra y
el riesgo de la mentira– se siente poseído por la mente de un “mataco” dejado a
su suerte en la calle. Desde ese momento la narración pasa de primera persona en
singular a la primera del plural. Juntos, entonces, asesinan al abuelo. Y cuando por
temor al hijo, la madre lo abandona, el niño pasa de llamarla “mamá” a llamarla
“la Tartamuda”.
El dominio en los
recursos que logra la escalada imaginativa de los relatos de Colanzi desafían,
o mejor, indagan acerca de aquello que otros escritores han manifestado temer; sea
en cuentos como “Falta de vocación” de Antonio Di Benedetto; sea en algún
reportaje realizado a Silvina Ocampo o en uno de los artículos ensayísticos de
Marcelo Cohen. ¿Hasta dónde puede llegar la imaginación? ¿Hasta dónde es
posible controlarla? Sin acudir al fantástico, Colanzi desestabiliza la razón
con la razón de la ficción logrando, para decirlo con una justa expresión tomada
de la jerga actual de los jóvenes, altos
cuentos. Cabe destacar por último un detalle léxico en “Chaco” que desmerece
la edición –la confusión entre el nombre de los habitantes de Mongolia y el de
quienes sufren el Síndrome de Down–, porque más allá de la norma y de la RAE la
lengua hablada suele desambiguar confusiones y conviene escucharla.
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