«Las Universidades no son un gasto», por Carolina Bartalini


Yo no nací en la pobreza. Sí, me hice de abajo, trabajando desde que terminé el secundario. En enero y febrero de 2001, salir a buscar trabajo implicaba entre 6 y 8 horas de cola en la calle. Luego, también. Hacía las actividades del CBC en esas filas, leía y estudiaba parada con un sistema de carpetas para apoyar los papeles. Necesitaba conseguir un trabajo, cualquier cosa, para estudiar, para comprar los apuntes, para viajar, y para otras cosas personales que implicaban la necesidad de dejar de vivir con mi familia. A veces paso por esos lugares, tiendas de ropa en general, y no me da nada de nostalgia. Realmente, en aquellos tiempos nos trataban muy mal. Fue una época nefasta. Recuerdo que pensaba, mientras hacía la fila, que muchas otras mujeres que esperaban por el trabajo se lo merecían más que yo; muchas de ellas con niños, muchas sostenes de familia. Casi que me daban ganas de irme. En realidad tenía muchas ganas de irme, pero ¿qué hacer? Cuando la economía explota –a fuerza de políticas neoliberales del ajuste y la miseria planificada–, como pasó en el 2001, todos quedamos tapados, de una forma u otra, hasta la nariz.
No conseguí nada “formal”. Comencé a vender alhajas con mi abuela, de modo particular. Buenas cosas, plata y oro. Era rarísimo que nos las compraran, pensaba yo. Pero las dábamos a crédito. Íbamos a las escuelas, al hospital, por los negocios de su barrio, Adrogué, con nuestra valijita. Una vez por semana, íbamos a la calle Libertad a comprar. Y así.
Mi abuela Cata me enseñó el oficio, las fórmulas de venta, a sonreír y mirar bien para que no faltara nada. Ella, y mi abuelo, tenían la jubilación mínima, y con 80 años la vieja se había inventado esta forma para sobrevivir. Mi abuelo, vendía rollos de papel para calculadoras en el tren. Los dos se hicieron más que de abajo. Mi abuela trabajó desde los 8 años, limpiando casas, en una tabacalera, cosiendo, vendiendo, etc. Mi abuelo era pintor de oficio. De joven había tenido su época de esplendor jugando al futbol, casi llega a primera en Rosario, pero se lesionó. Luego, pintando también se cayó dos veces del andamio y quedó mal. Mi abuela se las ingenió para salir adelante. Mi madre y mi tío trabajaron desde el mismo secundario. Ambos pudieron estudiar en la Universidad. Mi tío es abogado, mi madre es analista de sistemas. En su época, esta profesión no solo no era “para mujeres” sino que tampoco se daba en la universidad pública, por tanto ella trabajó no sólo para sostener a la familia sino también para poder pagarse los estudios de forma privada. Y así.
Por mi parte, al tiempo de empezar el CBC, conseguí también hacer guardias los fines de semana en una agencia de turismo y con ingenio me las arreglé para organizar excursiones para escuelas. Esas guardias me permitían, entre llamado y llamado, estudiar. Luego, conseguí un trabajo como recepcionista y multitareas en una pequeña empresa de traslados de pacientes por ART, en el 2004, cuando la economía se empezó a estabilizar. Era en negro, por supuesto. Cobraba, me acuerdo, 400 pesos por entre 10 y 12 horas de trabajo. Tuve que dejar muchas materias, pero de a poco, y con las mejoras de la economía nacional, la empresa mejoró y contrató más empleados. Con el tiempo, creció tanto que logré conseguir 7 horas de jornada (ya éramos 4 haciendo el trabajo que antes hacía yo sola), y pude comenzar a dar clases de español para extranjeros los días que no cursaba, por la tarde-noche.
Me interesa reflexionar sobre las implicancias de las palabras que la gobernadora María Eugenia Vidal pronunció en un almuerzo organizado por el Rotary Club en el hotel Sheraton el día de ayer: “nadie que nace en la pobreza llega a la universidad”. Esto significa, en su línea argumental, que la provincia de Buenos Aires tiene “demasiadas” universidades para su población. Acepta, y asume, que la mayor parte de la población de la provincia de Buenos Aires es “pobre”. Pero, en lugar de hacer algo al respecto (lo que sería esencialmente su función como gobernadora elegida por el pueblo que la votó) sostiene que es un “gasto” ofrecer, y ofrecernos, las posibilidades materiales y simbólicas para estudiar y así, entonces, abrirnos camino para una forma de vida mejor, más íntegra, digna y sostenible. Pero también está negando nuestro derecho a estudiar, nuestro derecho a poder estudiar, nuestro derecho a ejercer un deseo de vida. ¿Por qué los “pobres” no deben estudiar?
Que sea una lamentable situación la que la gobernadora sostiene, no significa que no se pueda cambiar. ¿Cuál es el cambio, entonces? ¿Quitar los derechos que hemos conseguido a fuerza de esfuerzo y lucha?
Por eso, la sustancial importancia de las universidades en el conurbano bonaerense. ¿Será que en lugar de que los “pobres” no puedan llegar está hablando de que es mejor que no lo hagan?
Vuelvo a mi caso particular: a mí estudiar me ofreció el mundo. No solo modificó mis potencialidades de vida –económicas, éticas, intelectuales, políticas, afectivas–, sino que me dio la voluntad, la obstinación de seguir haciéndolo, seguir estudiando en posgrado, y seguir insistiendo en la monumental y vital tarea del docente y del estudiante. No debería ser “contra todas las adversidades”, sino “porque es un derecho”, “porque nos lo merecemos”, “porque el futuro es incierto sin educación”, “porque la educación superior es, evidentemente por los dichos de la gobernadora Vidal, peligrosa”. Por lo tanto, si es peligrosa es porque no les conviene. Y si no les conviene es porque tenemos razón.

Carolina Bartalini, docente en la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Becaria doctoral de CONICET. Estudiante e investigadora en la Universidad Nacional de Tres de Febrero.

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