"Desmantelar la espera", por Nicolás Jozami
La
raíz de los helechos, de Mario Rufer. Río Cuarto, Cartografías, 2016, 93 págs.
Existen,
ya que algo de eso alimenta el acervo misterioso de la literatura, textos que
se precian de estar escondidos, permanecer inhallados, aguardar su
alumbramiento, para mover el dominó de lo conocido, aceptado, canonizado. Y no
precisamente por vanguardistas o iconoclastas. La obra entera de Pessoa (donde
el arcón que guardaba sus obras forma parte de los libros que escribió), es
muestra de lo que digo. El primer ejemplar de la potente novela de Caicedo, ¡Que viva la música!, fue recibida por
el autor el mismo día en que decidía acabar con su vida, o la propia La conjura de los necios, del suicida
Kennedy Toole, con una madre cuya tozudez permitió dar a conocer a un verdadero
Swift mezclado con Wilde en pleno siglo XX, son otra muestra de que cada texto,
bueno, tiene su tiempo. En poesía, con Emily Dickinson alcanza y sobra. Esas
habitaciones en las que encuadraba sus arcanas ensoñaciones, se iban abultando
para construir una de las más sólidas arquitecturas poéticas modernas. Tal vez,
por una extraña ley de compensación, los autores que publican, reniegan de sus
primeros libros, los sacan de circulación, para ayudar a que aparezcan y estén
en las bibliotecas mentales, estos otros volúmenes renuentes o perezosos a la
luz pública.
Me
atrevo a decir que La raíz de los
helechos es un libro que se inscribe en esa tradición. Mario Rufer (Gral.
Cabrera, Cba., 1976), su autor, es Doctor en Estudios de África y profesor en
El Colegio de México; sabe según reza la solapa de ésta su primera incursión en
la ficción, que todo lo que escribe es literatura. Ahí vemos a Vila-Matas, con
una dosis fugitiva del mejor Piglia. ¿Cómo escribir algo que, moviendo bordes,
se torne ficción, pero cuya cesura se descorra en el intento de captarla como
tal? Eso hace Rufer. Este libro, son Cartas
persas que bucean en la teoría del colonialismo, en la recuperación del
reino de la mirada, en la espera como nostalgia que puede florecer en cualquier
lugar del arbusto vital. Como dice en el último de los brevísimos relatos,
“Alambrados”: “peregrinar al corazón del orden y desmantelarlo”.
Quince
breves textos, donde el ensayo, a su modo, arrastra con su forma -como un
guadal- al componente relatado. Rufer parece haber comprendido la lección de
Hawthorne sobre la adopción de tramas entre divulgativas y periodísticas, para
con ello afianzar un potente objeto de reflexión y de asombro. En un cuento, se
nos describe el sedimento histórico sobre la imitación de la vestimenta como
forma de hospitalidad; en otro, hablará del dedal, sí –citando al verídico
Mungo Park, aunque como autor de un texto apócrifo–: “Como primer
utensilio con cierto grado de sofisticación creado por los homínidos, los
dedales ya no resuelven simplemente el control sobre el indómito paisaje.
Marcan la incidencia de una mirada introspectiva, la alusión a un cuerpo y el
esfuerzo por comprender la totalidad en el acto de sutura”, donde el autor
juega con un aleph etnográfico, pero con la voz de una Scherezade
deconstructiva. El segundo relato, “Postales”, es una teoría mínima del
colonialismo. Un Joseph Conrad que se niega a mandar sus imágenes africanas
para la impresión en el correo europeo, porque, parece intuirse, lo que el
autor de El corazón de las tinieblas
supo con antelación: “…no hay paisaje sin teoría de la mirada; que no hay
fotografía sin texto ni posición de autor. Y que para denunciar la destrucción
de un mundo no es posible congelarlo en un ícono. Congo debía existir como una
glosa de la barbarie del Támesis…”.
En
“Karting”, un abuelo coleccionista, se lleva los galardones. El narrador, que
llevará su íntimo secreto, reconoce que
la hazaña anciana, fue “sustraer los objetos de la corrupción, del asco que a
Mateo le provocaba la duración como límite de todo”. Un karting que está
perdido para siempre, que no se sabe si existió, pero que –al igual que con ese
Rosebud, del memorable Citizen Kane
de Orwell–, logra darse cuenta dónde reside lo importante y, para ello, jamás
es tarde.
Los
relatos campero-religiosos (me gusta denominarlos así), llevan citas al pie con
testimonios de personas que han vivido o agregan dato a lo narrado; (otra
lección de Hawthorne visto por Poe). Eso sucede en “Ceferino”, que es un
intento de historia total, con el añadido de un elemento verdaderamente
milagroso, donde “El asunto era serio porque involucra una sociología
inconfesable: todos los pueblos de la pampa están separados por esas vías”.
“Altar”, es parte de nuestra historia y, pese a saber de qué va la cosa antes
de llegar al final, hay frases que son un emblema de la constitución social:
“Los ojos de ambas trazan el ángulo que forma la vergüenza”, se lee.
Luego aparece la
Conquista como mirada, y la victoria epistemológica (tomando a un Galileo
pintado en un museo mexicano), que significa luchar por obtener un método de indagación.
En el relato sobre muñecas, precisamente una, Juana, es excusa para filosofar
sobre la espera y la duración, y la identidad igual o no a sí misma. “Los
vínculos tienen caras que se asemejan a lo perecedero de todo el repertorio: el
gesto, el semblante y la voz son evanescentes. Extraños a la cosa. Crean
experiencia sólo en la memoria. Poe eso, el problema del juguete es que todo
depende del Otro”. En Rufer, en este libro, las palabras que hacen o hicieron
la Historia, son más un disfraz que una vestimenta, parafraseando aquello que
decía Saussure, y al propio primer cuento del autor.
En
“Exhorto”, un reencuentro imposible es la definición de la infancia. Un pedido
desgarrador, “Por favor, Luciano, devolveme el paisaje”. Más adelante, otro
abuelo, Anselmo, como aquél coleccionista, se resignifica, en una fotofobia que
busca anular el origen. Se pregunta el narrador: “¿Qué significa hablar? Optar
por permanecer fuera de la foto. Desmontar el goce de la mentira instituida”.
Las
raíces de los helechos están. El
telescopio galileano, la mirada de muñeca, el dedal que esconde una evolución
salvaje, las inundaciones que abarcan pueblos enteros no exentos de milagros,
Conrad dándose cuenta de que su mejor libro es una duda sobre cómo narrar la
colonización, la historia que hacen los archiveros. Porque hay quienes saben
que la Historia está hecha de espera y tempestad, saben que hay que “peregrinar
al corazón del orden y desmantelarlo. Para eso, no basta leer: hay que partir.
Hay que poder ser hablado por un paisaje
distinto. Hay que ser habitado por la distancia”. Leer es partir con raíces
diaspóricas.
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