“Anatomopolítica del coronavirus (1)”, por Florencia Eva González



Peste, viruela, lepra: un poco de historia y formación de Estados


Entre los siglos XVIII y XIX, la salud de los individuos se transformó en uno de los objetivos de las administraciones públicas de países como Francia, Alemania e Inglaterra. Las nuevas dinámicas demográficas tendieron a disolver los límites de la antigua ciudad medieval avanzando a un sistema de producción capitalista que obligó a diseñar dispositivos de regulación social como tasas de natalidad, morbilidad y mortalidad, campañas de vacunación, estimaciones demográficas. Técnicas que entre otras, permitieron la formación de una tecnología para disciplinar lapoblación en la que el cuerpo del trabajador –el de las trabajadoras y los niños, es otro tema– quedó en el centro de la escena moderna dejando en evidencia su importancia en términos de utilidad, rentabilidad y maleabilidad. En esta dirección, el rol protagónico que tuvo la ciencia médica orientó los flujos poblacionales que comenzaban a habitar las ciudades industriales europeas. Se trata del proceso de absorción de la esfera de lo social por parte de la jurisdicción del tratamiento médico. Cuidar al cuerpo del trabajador se tornó un asunto de Estado en tanto que de su salubridad dependía el funcionamiento de la máquina capitalista de producción.
Si se mueren todos juntos, como en una pandemia: ¿quién trabaja? El cuerpo enfermo no puede trabajar, hay que curarlo pero debe saberse cómo explotarlo hasta llevarlo al límite de lo que permite la vida.  El hecho de que la ciudad sea un lugar de producción y de mercado, es potencialmente un espacio de enfermedad, de contagio. Michel Foucault desarrolla dos modelos paradigmáticos para disponer de una tecnología de la población para enfrentar una epidemia: el modelo securitario, derivado del tratamiento de la viruela, y el modelo disciplinario, subsidiario del tratamiento de la peste y la lepra. Para el modelo securitario, el control de la viruela no limitaba la libertad ni la movilidad de los individuos, sino que se ejercía mediante inoculación química en los cuerpos, vacunas que asegurasen que un número suficiente de individuos tuvieran los anticuerpos. La muerte de una minoría era aceptada como algo completamente normal. 
Desde finales de la Edad Media, los países de Europa asumen un plan de urgencia: el modelo disciplinario que adopta la cuarentena. Un sistema que permitía la localización de los individuos, la división del espacio urbano, la centralización de información, la revisión exhaustiva de vivos y muertos, la desinfección de calles y casas. Para lograrlo, la gestión de la peste debía establecer un control estricto de la movilidad y los hábitos de todos los ciudadanos, incluso las prácticas más íntimas y personales, como qué comer o cómo asearse. En palabras de Foucault, el modelo disciplinario “fija los procedimientos de adiestramiento progresivo y control permanente” sobre cada individuo. El tratamiento de la lepra debió ser más estricto y expulsar a los infectados, retomado más tarde para aislar a los considerados enfermos mentales, los locos. Los leprosarios se convirtieron en manicomios y fueron la prueba de ensayo para las demás instituciones de encierro. Ese modelo disciplinario desarrolla dispositivos de vigilancia y gestión del espacio con el objetivo de organizar las prácticas no solo la de los enfermos sino, principalmente, para encuadrar la conducta de los considerados sanos. En cualquiera de los dos modelos, el miedo al contagio resulta ser un gran organizador de las sociedades modernas. El disciplinamiento de los cuerpos ocupa un lugar determinado en la estructura social y productiva, y también tiene otra función: al Estado le corresponde ejercer una fuerza de intervención represiva para la coordinación de las relaciones de clase en las sociedades capitalistas. 
En el caso del coronavirus, la enfermedad adquiere las mismas formas que las estructuras sociales y de poder que deben combatirla. Como buena hija de su época, despliega un contagio global, invisible, casi abstracto y avanza con el mismo ritmo que los medios de información y las redes difunden sus gracias y desgracias. Pero hace despertar al gigante dormido que las otras pestes también alimentaron: el Estado asume el liderazgo en la crisis, como hace siempre: no sin contradicciones. Por ejemplo, cierra las fronteras haciendo valer su poder soberano sobre el territorio cuando el poder imperial económico y financiero, igual que el virus, no conoce el valor de esos límites, ni los reconocerá luego de esta pandemia. Foucault sostiene que el poder viene de todas partes y que se sobrevalora el poder del Estado ya que el poder focaliza en el control de los cuerpos en cuya superficie se inscribe un tipo de subjetividad cada vez más individualista. Igual que esta peste contemporánea, viene de todas partes y proviene de un “otro” cualquiera, el mismo “otro” que se cuida por desplazamiento del cuidado propio, en un discurso bifronte que teme y ama al mismo ritmo. Cuando este desastre pase, el Estado será desplazado nuevamente ya que su lógica de poder queda atrasado de acuerdo al despliegue global de los grandes intereses y del virus mismo. 
El poder opera aquí, en el cuerpo, no sólo para crear, vigilar, y normalizar una masa de trabajadores, sino para introducir y disciplinar consumidores, una anatomía política que es una mecánica del poder que se inserta en gestos, actitudes, discursos, su aprendizaje, la vida cotidiana y la sexualidad, y aún más, en el autosometimiento del cuerpo enclaustrado en las determinaciones del cuidado de sí. El propio disciplinamiento del cuerpo lo convierte en un consumidor y a la vez, en un objeto de consumo autotransformado en mercancía visual que recorre pantallas en búsqueda de un nuevo orden de las emociones.  La pandemia del coronavirus se inocula con la misma velocidad que el miedo. Foucault debe revolcarse al ver cómo la crítica de la modernidad se va al cuerno y nos entregamos al poder-saber médico-mediático rogándole al Estado que nos imponga el confinamiento total. Es preocupante cómo se otorgan potestades soberanas al poder cada vez que se produce una alarma social. Más allá de las particularidades del caso actual, el procedimiento no es nuevo. Naomi Klein mostró en 2007 en La doctrina del shock, la relación entre regímenes políticos y programas económicos que desfavorecen a las mayorías precedidas de agresivas campañas propagandísticas orientadas a provocar el miedo. Así la doctrina del shock explica que las elites políticas y económicas entienden –y provocan– que los momentos de crisis son una oportunidad para impulsar una lista de políticas impopulares que polarizan aún más la riqueza en todo el mundo. La punta de lanza de esta doctrina fue el Golpe de Estado a Allende en Chile en 1973, primer experimento del mundo que trazó el triunfo de las políticas económicas neoliberales. La crisis que desata el coronavirus abre una brecha. ¿Será que por ella podrán entrar las lógicas que perdieron terreno desde la misma década en que proliferaron las dictaduras militares?


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