“Los monstruos políticos”, por Nicolás Rivero



Las horas nocturnas. Diez lecturas sobre terror, fantástico y ciencia de Sandra Gasparini. Los Ángeles, Argus-a, 2020, 191 páginas.


En una reciente entrevista, la titular del Plan Nacional de Lectura, Natalia Porta López, se refirió a la literatura como una experiencia más que como un hábito. Este interesante cambio de percepción sobre lo que debiera ser la enseñanza de la palabra podría ser avalado por libros como el de Sandra Gasparini. Es que Las horas nocturnas. Diez lecturas sobre terror, fantástico y ciencia se trata de la experiencia de una ávida lectora que parece hablar hacia su alumnado con rigor teórico, pero impregnando su análisis de pasión y de un ritmo vertiginoso. La vorágine no liquida la estructura, más bien se desarrolla sobre núcleos bien determinados; estos pilares serían los géneros enunciados en el título, aunque, en rigor, solo sería uno: el elemento fantástico como respuesta a la realidad sociopolítica. Véase, en este caso, al fantástico como el “fantasma” que irrumpe dentro de la literatura nacional como una transgresión, un llamado de atención, una alerta, un síntoma de la sociedad. Este fantasma puede considerarse un “monstruo”, en tanto refiera a la anomalía antes que a lo peyorativo del término.
En la primera parte del libro, la autora nos presenta un mismo hecho histórico desde dos miradas, el episodio en cuestión es la Batalla de La Ciudadela. Desde la perspectiva sarmientina, se asiste a las atrocidades de un monstruo político con nombre y apellido: Facundo Quiroga. Las laceraciones al enemigo y su ominoso encanto con las mujeres de las víctimas lo presentan como un engendro astuto quien, a través de su régimen, desata el terror —previamente diferenciado, por la autora, del “horror”— sobre los opositores. La otra mirada, mucho más atrevida vista a través de la mirilla del tiempo, es la que ofrece Manuela Gorriti en “La novia del muerto”. El relato ofrece un monstruo intangible: la locura. Gorriti, quien como Sarmiento hace uso de los antecedentes góticos, apunta contra los excesos del clero y a la inestabilidad social general como una entidad que viola los cuerpos. El fantástico en las dos narraciones se presenta como idea en la cabeza de sus protagonistas: es la alegoría lo que convierte a Facundo en un monstruo mitológico y es la locura lo que hace del fallecido novio de la protagonista un “fantasma”.
Pero lo “oculto” irá contagiando la literatura argentina; en el caso particular de Gorriti, Gasparini la presenta como una precursora del género en nuestras tierras (entiéndase “género” en su doble acepción: por un lado, el fantástico, por el otro, la mujer dotada de una sensibilidad para lo extraordinario, pero también para lo revolucionario): la biografía que brinda nos ayuda a redescubrir a una autora que vale la pena leer con los ojos de los tiempos que corren. Por otra parte, escritores como Eduardo Holmberg también construyeron el camino de la “esencia” de lo femenino, en relación con el fantástico y el terror. Con resoluciones más o menos patriarcales, estos autores presentaron historias donde la feminidad desencadena un quiebre en la sociedad de cambio de Siglo: las magnetizadoras, el travestismo, las nuevas brujas ingresan a la literatura como un elemento que seduce con su halo de prohibición.
Sin embargo, la fantasía no queda en lo irracional. El asociacionismo literario científico, resultante de las diferencias de los estudiantes de la Facultad de Medicina con sus profesores, sumó otra arista a la producción literaria argentina. El arte ofrecía un territorio donde la fantasía científica se podía desarrollar con notable libertad. Las teorías médicas eran ficcionalizadas, las obsesiones con el planeta Marte se publicaban, y se generaron nuevos espacios de encuentro para poner en palabras la sensibilidad de la modernización que atravesaba el mundo. Dentro de estas publicaciones podrían destacarse a García Merou y, también, a Holmberg.
Pero los monstruos, lamentablemente, no quedarán como anécdotas de los tiempos rosistas, con sus magnetizadoras y seres de otros planetas. El terror se cobra víctimas a lo largo de la historia argentina y la literatura responderá en consecuencia. Libros como La casa de los conejos de Laura Alcoba, El pozo y las ruinas de Jimena Néspolo o los cuentos de Mariana Enríquez presentan nuevas —y algunas constantes— calamidades históricas. La dictadura, los desaparecidos en democracia, la violencia contra la mujer. Esta vez el monstruo es la sociedad en sí, pero los lugares, los espíritus de las víctimas, constituyen la esencia de lo anómalo, lo que provoca escalofríos en la espina y que aun habla por los que no pudieron hacerlo en su momento.
La riqueza de la literatura argentina suma también otros seres que responden a una nueva mutación de la abyección global: el neoliberalismo más atroz. Es así como el clásico fantasma se vuelve corpóreo para darle paso al zombi: el muerto vivo irrumpe en las páginas de autores locales como horda política, como imposibilidad. En Sí soy mala poeta, pero de Alberto Laiseca se ve una suerte de antesala de lo que vendría en el subgénero. Sumado al ciclo televisivo y los talleres que el fallecido escritor brindaba, Gasparini señala a la nueva generación de autores que experimentan con la figura del zombi. Un ejemplo de eso es la ficción Berazachussetts de Leandro Ávalos Blacha, casi una parodia de humor corrosivo donde se podría sintetizar el concepto que ha estructurado esta reflexión: los monstruos estuvieron y están. El libro de Gasparini es un mapa con instrucciones para reconocerlos dentro y fuera de las páginas de nuestra Literatura como los tiranos que laceran o bien, otros más bondadosos, nos advierten sobre lo ensangrentado que está el suelo donde nos paramos.




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