“Quemar las naves”, por Jimena Néspolo



 Quemar el cielo, de Mariana Dimópulos. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2019, 216 páginas.


No es una novela breve y sin embargo respeta a rajatabla el principio dramático de Anton Chéjov que postula que cada elemento puesto en la trama debe ser necesario a la narración: es decir, si aparece una pistola en la segunda página, en algún momento habrá que ejecutar el disparo. Quemar el cielo, la cuarta novela de Mariana Dimópulos, afina a lo largo de doscientas páginas las razones y la puntería, dispara y acierta. La ficción se articula como una coreografía delicada, tramada en dos tiempos y en dos voces: un presente próximo al de la publicación del texto que es propio de la narración en primera persona por parte de una mujer madura; y un presente histórico, juvenilista y revolucionario, anclado en la década de 1970, narrado en tercera y protagonizado por una combatiente guerrillera. Dos mujeres unidas por un lazo de sangre –Monique y Lila: sobrina y tía respectivamente– resumen en su drama la historia de horror de una década marcada por el terrorismo de Estado.
Dimópulos realiza un denodado esfuerzo de documentación a fin de dotar de espesor histórico e ideológico ambos momentos de enunciación: si al principio estos universos se presentan como opuestos, el avance de la trama y el ofrecimiento de  información sobre los hechos –a través de diálogos y escenas de lectura de diversas fuentes documentales– irán perfilando la adquisición de conocimiento por parte de Monique y el abrazo de un ideario donde la “revolución” es, más que una palabra, un horizonte de acción posible. El listado de las fuentes se encuentra en la página final del volumen, entre los agradecimientos, y abarca a textos tan dispares como La voluntad de Eduardo Anguita y Martín Caparrós o Política y/o violencia de Pilar Calveiro, La guerra moderna de Roger Trinquier o La condición obrera, de Simone Weil. De ese corpus, destaca el libro de Pola Augier Los jardines del cielo. Experiencias de una guerrillera y el solapado testimonio de Diana Cruces a quien está dedicado el libro (esposa de Fernando Gertel, militante del ERP-PRT detenido por los militares en 1976 y asesinado poco tiempo después en el centro clandestino de detención de Campo de Mayo) como hitos que subrayan la novedad que trae esta ficción a ese corpus de novelas que aborda la experiencia de la última dictadura y la figura de familiares de las víctimas de la violencia de Estado: Quemar el cielo enfoca ese periodo desde una perspectiva netamente femenina, priorizando en el arco temático las problemáticas inherentes al género (la militancia y la acción política de Lila como sujeto protagónico, la maternidad y el cuidado del hijo, etc.).
Hay, por tanto, nudos históricos que la novela revisita, como estaciones obligadas en las que la ficción debe detenerse con arbitrio de materiales documentales finamente presentados: el Cordobazo, el asalto a Monte Chingolo, la guerra de Argelia de 1955… Como si en pos de la necesidad de aleccionar todo exceso estuviera permitido, hasta la inclusión un tanto forzada de un fragmento de La patria fusilada, el reportaje de Paco Urondo a los sobrevivientes de la masacre de Trelew. Los materiales y  documentos convocados obligan al lector a rearmar una trama que encuentra en la épica de los desclasados esa moral adusta capaz de sobreponerse a todas las derrotas y continuar en la lucha fusionándose con la imagen de la tapa del volumen: una reproducción de un detalle de la obra “Cuerpo a cuerpo” (1996) de la artista rosarina Graciela Sacco, que en su astillamiento y fragmentación muestra el inminente avance de una multitud enfebrecida dispuesta a intervenir.  
La novela se abre con un epígrafe de Walter Benjamin: “Sólo tendrá el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador que esté atravesado por la siguiente certeza: si el enemigo vence, ni siquiera los muertos estarán a salvo. Y ese enemigo no ha dejado de vencer.” Palabras que quedan boyando y que hacia las páginas finales precipitan en una certeza que tiñe de un mismo color toda la inteligencia narrativa del texto: “Tenían prohibido olvidar el futuro. El triunfo sobre el presente no equivalía a sobrevivir” (183). La transparencia del mensaje fuerza a quemar las naves en pos de un único objetivo: ganar el futuro del presente sea como sea.
   

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