“Cómo me hice varón”, por Miryam Pirsch



Las niñas del naranjel, de Gabriela Cabezón Cámara. Buenos Aires, Random House, 2023, 254 páginas.


Cuando conocimos la voz de Gabriela Cabezón Cámara en sus primeras novelas, nos encontramos con una voz áspera y poderosa, la voz de los márgenes, del lumpenaje barrial, una voz que narraba con acento urbano historias de personajes que se encuentran, se reúnen para formar comunidad (¿en comunión?) en las circunstancias más adversas. A medida que su narrativa se desplazó por otros espacios, la voz también buscó nuevas derivas: los modos de la literatura gauchesca (esbozados en Beya) se instalan como decires explícitos en boca de la China Iron y las variadas discursividades que van sumándose en su recorrido, en carreta por el mal llamado desierto, por una travesía donde se redefinen, además, cuerpos e identidades. 

En Las niñas del naranjel, el desplazamiento del/la protagonista se extiende en el espacio y en la temporalidad; un viaje que comienza en Donostia y llega hasta la selva guaraní en algún momento del siglo XVII. Conocemos la voz de Antonio (nacido Catalina) a través de las cartas que quizás nunca lleguen a su amada y recordada tía abadesa, pero también por el relato de aventuras de este arriero, soldado, aventurero, digno de una comedia del Siglo de Oro… o de la historia de la conquista de este loco continente. Así como la lengua se estiliza y toma el acento que el verosímil implica, la voz que Cabezón Cámara le construye a Antonio es un castellano capaz de establecer diálogo con el guaraní que hablan Michi y Mitãkuña (las niñas nativas que salva de la crueldad española) así como también con el silencio de esos nativos que, entre la vegetación de la selva, cuidan de esta familia, de esta nueva forma de comunidad o manada humana, animal y vegetal que se ha conformado. Sí, vegetal también, porque la selva es uno de los coprotagonistas de la novela, con todo lo que la selva involucra en la literatura argentina desde Horacio Quiroga hasta la literatura contemporánea y la que vendrá.

En Las niñas del naranjel ni las especies ni la geografía respetan fronteras. Así como las lenguas han borrado sus bordes, los cuerpos también serán desobedientes a todo intento de domesticación y es allí donde la novela se comporta como una corporalidad “queer”, una producción para la cual las clasificaciones, el binarismo o cualquier tipo de definición o normalización definitiva resulta insuficiente; porque las lenguas y los cuerpos se comportan performativamente como lugares de producción para nuevas subjetividades: volverse varón, volverse soldado, volverse madre. 

Antonio es un varón que Catalina construye, una acción performativa que se logra con las herramientas de las que la feminidad de su educación de niña destinada al convento le había provisto: la costura. La aguja y las tijeras serán sus herramientas liberadoras y a fuerza de puntadas construirá lo que necesita para salirse de sí misma y convertirse en el varón que pueda andar libremente por fuera de los muros que le estaban destinados en tanto mujer: “hice de la enagua camisa, del hábito calza y chaqueta. El cuello de lechuguilla, tía, había pedídoselo a mi padre, en una de sus escasas visitas al convento, como un juego, tiempo antes y él no había sabido rehusarse. Entonces no lo supimos ni él ni yo, pero esa lechuguilla hubo de ser toda mi herencia. Tres días me tardé en terminar las ropas que pedían mis piernas, que mis brazos exigían. Sentí una fuerza nueva apenas púseme el nuevo traje. Se me estiró el cuerpo entero, tía, forjáronseme los músculos: era libre” (63). Catalina podría ser una participante de los talleres de drag king donde Paul Preciado pone en práctica el carácter de ortopedia cultural de la feminidad y el proceso de desidentificación y reidentificación que va mucho más allá de las ropas que se porten. No se trata de fabricar un personaje teatral sino de hacer visible a la mirada externa la identidad que permanecía guardada y esto lo hace el cuerpo desde su nueva (al fin) posibilidad corporal. Y esta es la primera de las causas que Antonio, soldado, gana; porque su cuerpo pasará por duelos y peleas, atravesará el mar y la selva, será curado de heridas, deseado y amado por mujeres pero en ninguna de estas circunstancias reconocerán el cuerpo de la mujer que fue, aun cuando, como si se tratara de una amazona, conserva una teta que Mitãkuña sí ve.

Las voces, los cuerpos, las historias, las narrativas exhiben en la escritura de Cabezón Cámara, un deseo de mutación que siempre tiene alguna nueva rama por extender, más músculos por estirar, más nuevos brazos dispuestos a escribir novelas o, mejor dicho, nuevas identidades. 

 

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