“El surrealismo del último Aickman”, por Eva Lencina
El modelo, de Robert Aickman. Traducción de Marcelo Cohen. Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2023, 125 páginas.
Por su compromiso inquebrantable con el aristrocratismo de una estética epigonal, Robert Aickman debería ocupar un puesto privilegiado al lado del Príncipe de Lampedusa. También invita a un paragón con la ilustración borgeana, el enciclopedismo de un private gentleman ajeno a toda academia, y acaso otro con Mujica Lainez, último hidalgo en medio del crepúsculo de los dioses.
De pretender definir a Aickman, más significativos que sus contemporáneos resultarían acaso sus precursores, a quienes se encargó de antologar prolijamente: M.R. James, Algernon Blackwood, Oliver Onions, Robert Hitchens, Sheridan Le Fanu, Walter de la Mare, William Hope Hodgson, Arthur Machen… un canon de la ghost story y lo siniestro que curó para sus colecciones de Fontana, un pequeño ejército de referentes detrás del cual se abrió paso el proyecto de su escritura.
Robert Aickman (1914-1981) fue el hijo único de un matrimonio malavenido y destinado al fracaso, en el centro del cual creció desgarrado entre ambos bandos. Su padre le infundió la pertenencia a una aristocracia ya en retirada y el resentimiento por los privilegios perdidos después de la Gran Guerra —su hijo llegó a decir que el hombre había muerto a causa de “una pérdida de lujos”. Aickman tuvo durante toda su vida la sensación de haber nacido en la época equivocada y persistió en la terquedad de un elitismo sólo en apariencia obsoleto.
Como niño, fue mucho más cercano a su madre, quien le inculcó la astucia de frecuentar la literatura como refugio. Mabel Marsh moriría bajo una bomba alemana que destruyó su hogar y que el hijo esquivó por poco. Por vía materna, Aickman fue nieto del folletinista victoriano Richard Marsh, autor de The Beetle (1897), macabra sensation novel que, hoy mayormente olvidada, le hizo en su momento sombra al propio Dracula de Stoker, publicado el mismo año. Aickman tendría, sin embargo, una crítica y reclamo fundamental a la obra de su abuelo y en lo que basaría toda su filosofía literaria: no foolish explanations. Defendía además el imperativo de la belleza por sobre cualquier pragmatismo, siempre.
Aickman es un maestro oculto de la weird fiction, un gran singular (como Heinich llamaría a van Gogh) cuya obra es de difícil definición, siempre en el filo entre las eficacias del terror y las incertidumbres de lo extraño. El nombre que prefería para sus propios relatos era el de strange tales y fue reconocido como el responsable de haber restaurado y ajustado el género de la ghost story victoriana al mundo de posguerra, permutando los viejos caserones góticos por los escenarios de una Inglaterra ya plenamente tomada por la industrialización. En la línea de M.R. James y Walter de la Mare —con los que comparte su dedicación a cultivar un horror psicológico y realista, abandonando los clichés del gótico—, ejerció un arte consagrado a sembrar sugerencias espectrales y climas mentales.
Entre 1964 y 1972, trabajó como editor para Fontana, para la cual produjo ocho volúmenes cuidados de la serie Fontana Books of Great Ghost Stories basados en sus propios hallazgos, cuyos prólogos, escritos por él mismo, terminarían constituyendo una suerte de manifiesto de su visión estética en entregas (en cada una de las cuales no dudó de incluir un relato propio). Lo que Lin Carter hizo en esa misma época por la fantasía, Aickman lo hizo por el terror y la weird fiction, que presentó a una nueva generación de lectores. Consideraba que el género de la ghost story era un delicado mecanismo de relojería que contaba, en su tradición, tan sólo con treinta o cuarenta obras maestras.
Como miembro de The Ghost Club y de la Society for Psychical Research, Aickman fue un fiel creyente en la posibilidad de lo sobrenatural y renegaba de todo conato de explicación científica, sosteniendo que era preferible permanecer en la incertidumbre y cultivar el estímulo de la duda. Solía decir “truth is for the relief of the timid”. A su vez, parece haber llegado por sí mismo a las máximas lovecraftianas: ante todo, sus relatos priorizan la demorada construcción de atmósfera y la total ambigüedad cognitiva, las cuales consigue por medio una atípica imaginación onírica: una suerte de surrealismo personal.
Comentario aparte merece la labor de Aickman como defensor de los ríos y canales que, de no ser en parte por su romanticismo, estaban a punto de quedar ocultos por la industrialización inglesa. Junto con L.T.C. Rolt (biógrafo de los grandes ingenieros del siglo XIX) como fundadores de la Inland Waterways Association, Aickman dedicó veinte años a recuperar estos canales e incentivar su reactivación. Lo logró, lo cual, más allá del literario, sería ya mérito suficiente para formar parte del mapa esotérico de Inglaterra. Pero para Aickman los canales debían ser provistos también de una dimensión artística, estética, acorde a su visión del mundo (y de aquí partían la mayoría de sus discusiones con Rolt, que defendía la dimensión puramente pragmática de la empresa), que devinieran lienzo para el aristócrata caído. En esta visión estética de la geografía inglesa, Aickman se anticipa felizmente a Iain Sinclair.
| un Bildungsroman surrealista, donde el sueño es la materia prima narrativa |
Con esta obra, Adriana Hidalgo continúa con la reciente circulación de Aickman en español (Atalanta y Edhasa la iniciaron en la década pasada). El modelo es, sin lugar a dudas, una elección particular como punto de ingreso. Es, por un lado, la obra menos característica de lo aickmaniano (y su autor era consciente de esto), pero por el otro, aquella que consideraba lo mejor que había escrito, inaugurando acaso una nueva etapa que no llegaría a desarrollar. En El modelo, el lector de Aickman hallará excepcionalmente esta especie de anomalía kafkiana. Acaso sea esta obra un punto de llegada –un último Aickman– antes que de partida (quizás una más adecuada introducción sería, no ya El modelo, sino Sub Rosa, una colección de 1968 donde alcanza la culminación formal de la ghost story moderna).
En El modelo, Aickman cifra su fascinación por los artificios de la ópera y el ballet. Con completa indiferencia y libertad respecto de las formas narrativas cultivadas anteriormente, terminó esta obra alrededor de 1980 y fue publicada de manera póstuma en 1987. Llevó por título original The Model, a novel of the fantastic, declarando abiertamente un desvío del género de lo extraño, del miedo a la ensoñación.
En una vaga Rusia zarista, Elena es una niña que sueña con ser bailarina (a veces también desearía ser un niño). Extraña en su propia familia, sospecha que quizá fue cambiada al nacer. Le es obsequiado un libro, Les Coryphées de la petite cave, acerca de las penas y trabajos de un grupo de muchachas que viven en el ballet de la Ópera con la esperanza lejana de llegar a ser primeras bailarinas, lo cual deviene ambición para la pequeña Elena. Bajo esta inspiración, se dedica a confeccionar un “modelo” con herramientas regaladas: un teatro de ópera en miniatura, tan sólo la primera pieza de su periplo. Unos días después, un extraño visitante llega con otro regalo para Elena: marionetas para representar a las corifeas. De forma absurda, el visitante la designa también como la primera bailarina del teatrito y le da la tarea de llegar hasta la ciudad de Smorevsk, a partir de lo cual la sucesión de peripecias, una más extraña y onírica que la otra, se multiplicarán. El mundo parece salir de un juguete.
Elena escapa de una madre inválida que fagocita su energía vital y de un matrimonio arreglado para la conveniencia económica de su padre. Un aristócrata quimérico y hermafrodita la lleva en su carruaje y le insinúa que la niña se encuentra “bajo un hechizo”. Muchas más pistas de que todo es un sueño se suceden.
Si con el grueso de su obra Aickman apuntaba a una modernización de la ghost story victoriana, es significativo encontrar en El modelo un retorno más pleno a paradigmas ficcionales como el de Alicia en el país de las maravillas. Gary Crawford, biógrafo y estudioso de su obra, considera esta ficción como “una fantasía acerca de la creatividad y el arte mismo”, en la que acaso Aickman comenzaba a pensar retrospectivamente sobre su propio proceso creativo.
En una reseña de la época de su publicación original, Rob Latham lo expresó de la siguiente manera: “La historia tiene una suerte de lógica onírica que es completamente convincente: este es el mundo de Gogol retratado por Lewis Carroll (o quizá viceversa)”. Y quien dice Gogol, dice Hoffmann. Y quien dice Carroll, prefigura el surrealismo.
De por sí, toda la obra de Aickman, a pesar de su orientación genérica, no está exenta de un cierto sentido del absurdo que acaso provenga de su particular inclinación a un moderado nonsense. Si después de Monty Python el surrealismo se inyectó subrepticiamente en la comedia inglesa —o en lo que Mark Fisher llama la “vanguardia popular”— hasta constituir su idiosincrasia de base, Aickman entonces se proyecta como precursor de esa gótica bizarreada culterana que es The League of Gentlemen.
El modelo puede ser leída como un Bildungsroman surrealista, donde el sueño es la materia prima narrativa que, atravesada de cierta veleidad freudiana, despliega un lamento operístico por una infancia y una época perdidas.
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