“Esa carrera loca”, por Jimena Néspolo
Piglia, Ricardo. Blanco nocturno. Barcelona, Anagrama, 2010, 299 págs.
El problema –para Max Gurian (1975)– es el espacio. El espacio es limitado y hay que hacer cabriolas para poder acomodar todos los autos en una minúscula superficie a fin de que a ninguno lo encuentre la noche sin resguardo –esa es la única certeza de los hermanos Teo y Matías, en el relato “Los autos locos”, publicado en el presente volumen–. Un motor cruje con la inesperada inyección de combustible, las bujías corcovean y en dos maniobras limpias el auto se acomoda sin rasguño ni malestar alguno en un espacio ultrarreducido: Hace falta mucha pericia para ejercitar el arte bobo de estos mellizos que, desde el vientre materno, se saben condenados a su mutua compañía en una misma zona que los asfixia. Duermen en los autos, descansan en sillones destartalados en la vereda, comen lo que hay mientras respiran las excrecencias de las máquinas o las despiden con “el fervor y la elegancia de un guardia suizo a punto de renunciar”. Lejos del pintoresquismo barrial o de un naturalismo de porro y barricada, los textos de Condominio hacen gala de una arquitectura ajustada, de un lenguaje distanciado, frío y conciso que, la más de las veces, crispa de anormalidad el relato. En el cuento anteriormente citado, por ejemplo, las secuencias de la vida de los hermanos en el garage se intercalan con otras que abundan en las peripecias de una carrera de velocistas. Veamos el siguiente fragmento: “En el inaudito bullicio de los corredores, todo es posible y todos se aprestan a desbordarse mutuamente. (…) La inexperiencia general los mancomuna y los confirma en su error: creen, espontáneos, que ganará el mejor. No censuremos semejante concepción del mundo; han subsistido hacinados en un medio inhóspito al desarrollo intelectual, con temperaturas tropicales que atontan y adormecen, librados a su suerte, sin cábala alguna. Carecen de tiempo, y sin tiempo la abstracción es un abuso de confianza, un suplemento vitamínico penado con rigor. Apenas unos rudimentos de darwinismo y los pobres, con ese bagaje, hacen lo que pueden. Su idea de individualidad es precaria; nace con el primer reflujo desconocido y la oleada siguiente les impone una tosca metodología de supervivencia: correr por la vida.” Así escribe Gurian, quien –por edad– es parte de una generación prolífica en publicaciones y antologías y, –por escritura– debería disputarle el podio de “representatividad” a –por ejemplo– 76, de Félix Bruzzone, aunque, en rigor, Condominio sea el primer libro que publique. Hay morosidad y asfixia helada en su prosa, cierto aire borgeano que le canta al rezago y a la desidia pero que, antes de convertirse en parodia laberíntica, avanza –como el protagonista del relato que da nombre al volumen– entre el coleccionismo de la materia inerte y el dibujo en delicadas filminas expuestas en el lugar más abyecto de la casa.
Pero hablábamos de carrera, y si bien la de Gurian no sabemos cómo termina, porque “siempre hay algún tapado que reserva sus energías para la recta final”, su reflexión nos confirma que si hay carrera, hay disputa y por tanto: motor narrativo. Observo, en este sentido, que Blanco nocturno, la novela de Ricardo Piglia (1940) recientemente publicada, dispara con reaseguro la acción a partir de la misma estrategia formal. A pocas páginas de comenzado el texto y presentadas las simpáticas [otra vez] mellizas Ada y Sofía, y su mulato compañero, es la promesa de una carrera de caballos la que posibilita que el extranjero comience a interactuar con la gente del pueblo y con esto surja el susurro de un relato que finalizará en una muerte anunciada, y en una imposibilidad. Una carrera de caballos que no es sino de dos jinetes que representan dos modos de montar (la palabra): una a la inglesa (con silla, fusta, preámbulo y consorte) y otra a lo indio, en patas y a la brava. El que llega primero –como era de esperarse– es el gaucho, que alcanza mayor velocidad gracias a una técnica elemental y efectiva; sin embargo es el otro, el rezagado, el que anuda y posibilita con su sofisticación el desarrollo de la trama policial. Si con el correr de las páginas, las mellizas ganan más frivolidad que frescura en escenas que las vuelven planas junto a un Emilio Renzi joven y locuaz, la figura del “Chino”, el jinete perdedor, progresivamente adquiere el pathos necesario para que la novela policial se suceda plena y llegue a buen puerto: mata por amor (a su animal) y poco importa que luego se suicide sin que sepamos quién lo ha contratado porque a esas alturas el lector ya se ha enterado de la empresa imposible de los hermanos Belladona, de su ingenuidad y de su pasión, de la locura lúcida del comisario Crocce, de la inmutabilidad de una sociedad corrupta, de la absurdidad –en fin– de toda carrera… La narración ha sucedido y el Chino, siendo el real asesino, es el gran inocente puesto que no es más que un engranaje menor en esa cadena de corrupciones que acusan y definen la “chinidad” no [solo] por sus rasgos orientales, sino por su talla menor y su condición servil, subalterna y, principalmente, femenina. La “chinidad” en la novela de Piglia, en tanto certera carta robada, se asume –adviértase– como mera nota al pie que, a fuerza de constancia y obcecación proliferante, termina desbaratando la ilusión monológica y patriarcal del relato. Había una carrera y también –claro está– sus resultados pero, sucedidas las muertes y también su relato intenso a lo largo de más de doscientas y pico de páginas, ya la hemos –casualmente– olvidado.
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