“Bajo el ámbar de las hormonas”, por Jimena Néspolo
Pendiente, de Mariana Dimópulos. Buenos Aires,
Adriana Hidalgo, 2013, 145 págs.
Hay tres cadencias que la tercera
novela de Mariana Dimópulos trabaja desde su mismo título, a través de una
narración instalada sobre una persistente primera persona que se obstina
psicológica y gramaticalmente en desquiciar. En lo formal, está construida con fragmentos
que intercalan temporalidades distintas pero que giran en torno a esa inaugural jornada a solas de una madre con su hijo recién nacido, luego de un largo período
de internación.
“Quiero que nos digamos cosas
inútiles sobre el principio de nuestra relación, porque somos algo bueno y
porque algún día nos vamos a acabar. Me pican las orejas y las muñecas, deben
estar creciéndome aros y pulseras.” (61)
El esfuerzo inicial de “Pendiente”, en
tanto adorno femenino, es el de intentar desarticular los discursos sociales
que se asimilan a la feminidad a través de un personaje narrador que siendo
mujer no se reconoce como tal (cfr. págs. 13; 75; 120). Ese esfuerzo,
que en las primeras páginas parece afincarse en una distinción intelectual con sesgo
aristocratizante, que deja colar palabras en ruso, espeta un “tengo la sospecha
de que no somos iguales a todos los amantes que comparten mesas en el planeta”
(15) o anuncia complejas elucubraciones matemáticas que luego, al finalizar el
texto, resultarán meros códigos cifrados del juego de la lotería, avanza a lo
largo de la trama en el intento de desnaturalizar los clichés que el sentido
común suele relacionar a la mujer. Así, mientras que los personajes masculinos
desaparecen en las coartadas del silencio (Iván porque habla otra lengua, Pedro
porque posa de “pensante” y se “maquilla con sentencias ajenas” [132] y
el primo, quizá porque siendo parte de la intimidad de la sangre, se desdibuja
en círculos económicos y familiares), la narración deja expandir en diálogos de
locuaz excentricidad a las amigas de la protagonista para abordar aquellas
preocupaciones que supuestamente deberían importarles (seducción, hombres,
hijos –aunque no crisis postparto).
“Se quedó sentada y me habló de lo
que hablan las mujeres bajo el ámbar de las hormonas, que es amarillo; pero
apenas si hacía romanticismo, lidiaba con todo aquello como en esgrimas,
sospechando, tambaleándose entre la felicidad y lo otro” (41): Es frente a ese mar de hormonas donde
la protagonista se planta como
extranjera. “Pendiente” despliega, entonces, toda una sentimentalidad
que el personaje identifica como ausente en sí misma y que a lo largo de la
historia acecha hasta su aparición. Una sentimentalidad asociada culturalmente al
mundo de la mujer y que el personaje afirma en su negación. La novela se
asienta sobre un sujeto que crece en la apatía, desprovisto de toda pasión y de
la capacidad de amar, que se extraña en la percepción abúlica del mundo y que
logra –a veces muy felizmente– astillar con su extrañamiento la gramaticalidad
de la frase. La presencia del hijo y la ausencia de sentimientos que este le provoca fricciona, por tanto, con el esfuerzo final dispuesto
en y para aniquilarlo y con la sencilla explicación expuesta. Algo de sadismo
irresuelto que el texto insinúa sin llegar a definir.
Porque “Pendiente” es, además, el
crimen en cuya inminencia el texto delicadamente avanza y que acaso no debiera o
pudiera concretar, puesto que el filicidio perfecto –como en el sacrificio de
Abraham– acontece con la demostración de un poder y con su suspensión, con esa
“pendiente” que se desbarranca apenas el hijo se sabe ya muerto cuándo y cómo
lo disponga el gran Yahveh del Antiguo Testamento que martirizaba a los mortales
sólo para ponerlos a prueba. Por eso Kierkegaard, que al final del absurdo
abrazó la fe, prefería la muerte a los cíclicos juegos del “temor y del temblor”.
La novela, que alude al episodio bíblico
desde su mismo epígrafe a través de las palabras del filósofo y del nombre dado
al hijo –“Yo hubiera echado a perder toda la historia. Si Dios me hubiese
devuelto a Isaac, esto me habría confundido. Para Abraham fue lo más fácil,
para mí sería lo más difícil: alegrarse por tener de vuelta a Isaac”, dice
Kierkegaard–, opta en cambio por evadir cualquier reflexión religiosa y termina devolviéndole
el poder a los hombres y al crimen, una explicación banal o mundana: “Y hablaban
del miembro, del falo, del pito, y decían que la desgracia de las mujeres era
que fuese objeto tan sensible, tan sincero, que sólo atendiese al deseo y no la
voluntad de su dueño. Y decían falo como otros dicen fiesta o dicen fábula. ¡Es
un falo! ¡Es por el falo! ¡Si no fuera por el falo!” (49).
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