“El Imperio se roba hasta el amor”, por María Casiraghi


Simone, de Eduardo Lalo. Caracas, Monte Ávila Editores, 2013, 190 págs.


“Escribir. ¿Me queda otra opción en este mundo en que tanto estará siempre lejos de mí?” (6) se pregunta el protagonista de esta novela, merecedora del último Premio Rómulo Gallegos. El personaje central, que nunca revela su nombre, es un profesor universitario y escritor del margen que vive contra, fuera, y a pesar de su tiempo. Sus refugios: la literatura y su ciudad natal, San Juan, que es al mismo tiempo su celda y su única salida.
Así, en este vagar por sus calles, se entrelazan reflexiones acerca de aquello que lo rodea, escenas urbanas que oye y critica, a veces partícipe, otras simplemente como testigo. Sentado en los cafés, corrige exámenes o lee textos universales y comparte con el lector citas de pensadores como Jean Baudrillard, Gabriel Said, Albert Camus, entre otros. En las primeras páginas de la novela, deambula sin que nada lo movilice verdaderamente. Dice:

La mayor parte de las depresiones están formadas por sentimientos de mercado (...) pero hay  depresiones que no despiertan emociones y que ni siquiera, por eso, merecen ese nombre. Son lo que queda después del tiempo y tantas cosas que se han perdido o no se tendrán, sabiendo que al final no hay nada que esperar salvo esto: esta mañana de domingo. (6)

Pero ese estado se interrumpe con la repentina aparición de misteriosos mensajes que le son dejados  en diferentes sitios de la ciudad, como si estuviese siendo perseguido. Alguien lo interpela con fragmentos de textos que sintentizan todo aquello que el protagonista cree en relación a la sociedad en la que vive. No sabe que se dirigen a él hasta el segundo mensaje donde lee: “Soy Lina, la muchacha rubita, blanquita, de pelo corto y ojos azules que escribió en la calle...” (21) pero  extrañamente  el mensaje lo firma Simone, ¿es Lina o es Simone? Primera de una serie de contradicciones: “vine a buscarlo pero no quiero encontrarlo. Espero poder verlo sin que tengamos que conversar. Prefiero que me lea y leerlo a usted”.
El protagonista se obsesiona con esta mensajera quien finalmente se revelará como Li Chao, una joven china estudiante de Letras que trabaja de camarera en un restaurante de su comunidad. No es casual que Li firme sus mensajes con el seudónimo de Simone, inspirada en la activista y filósofa francesa Simone Weil, quien se convirtió en obrera y lideró manifestaciones por los derechos de los trabajadores. Así tiene lugar una accidentada historia de amor, cuya sensualidad nace de las palabras y va pasando a sus cuerpos lentamente, casi de manera prohibida porque una nueva contradicción los separa: ella se presenta como lesbiana.
A pesar de que toda la novela transcurre en la ciudad de San Juan y este escenario parecería ser la negación misma del viaje, este se manifiesta como tema en diversos momentos. Entre otras historias, aparece la de un hombre sin techo que vive en el aeropuerto, a la que el protagonista se refiere así: “me ha parecido formidable la aventura de este hombre que habita indefinidamente la frontera del viaje, como si ésta agotara el deseo de partir” (11). O la huida de su único amigo, quien ha logrado cumplir su sueño de irse del país, dejando al protagonista sólo en su trinchera.
Otro es el viaje que provocará la separación de los amantes, la mudanza a EEUU que Li hará con la socióloga académica Carmen Lindo, personaje polémico que inaugura en la novela una serie de debates e intrigas del mundillo literario que versan sobre uno de los temas centrales del texto: la invisibilidad del escritor en Puerto Rico y en pequeños países de America Latina y el vaciamiento  e impostura de la literatura de mercado. Se pregunta el anónimo protagonista: “¿...existimos para alguien los que vivimos en esta isla (…)? ¿En algún lugar existe algo que no sea nuestro cliché o nuestra explicación vaga y elemental, sin compromiso con nuestra humandidad? (17).
Pero quizás el viaje más importante sea el recorrido por el mundo de la China inmigrante al que  pocos conocen a fondo. “Debe de haber miles de chinos en el país (nada más hay que sumar los que trabajan en restaurantes) pero son invisibles” (16), declara el escritor mucho antes de conocer a Li. Así, viajamos a ver con ojos propios lo que hay detrás de los mostradores en los supermercados y restaurantes chinos, la forma de vida semi esclava a la que se someten sus empleados, subyugados en condiciones miserables.
De esta manera, la denuncia de Lalo traspasa las fronteras de lo literario extendiéndose a la política. Habría aquí varios imperios denunciados, EEUU, colonizador; China, explotador, y España, imperio editorial, cuestionados a lo largo del texto sin pelos en la lengua y con una lucidez que caracteriza la prosa de este escritor portorriqueño que ha vivido en carne propia la condición de invisible. Así, algunas de estas discusiones parecerían ser el preámbulo de lo que luego desarrollará en  Los Países Invisibles. Imposible no vincular ambos libros. Acudo aquí a las palabras de Leticia Moneta quien sostiene que en sus páginas Lalo ensaya “una reflexión sobre los modos de visibilidad e invisibilidad que generan los centros de visibilidad, entiéndase: Occidente, quien impone el modo de ver y de definir la totalidad de lo existente con su discurso y sus imágenes. Así se aplana el mundo y la diversidad desaparece al punto de que muchas culturas son invisibles incluso para sí mismas”. 
En Simone, también el amor es vulnerable a estos avatares político-literarios. Porque al imperio estadounidense no le alcanza con robarse el país del protagonista, sino que se llevará también su breve historia de amor, una historia de seres invisibles, como la isla, que no basta para contenerlos. Porque finalmente, el anónimo escritor deduce que lo que se disputa con la académica Carmen Lindo, no es el amor de Li, si no cuál es su mejor salida. Comprende entonces que el fin de su relación, tras la abrupta despedida, “no había sido fruto de un abandono sino de una guerra perdida” (151).

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