“Entre viajes”, por Rosana Koch
Justo entonces, de Cristina Iglesia. Rosario, Beatriz Viterbo, 2014, 90 págs.
“Es cuestión de sentarse en la galería, elegir un punto de mira diferente cada tarde o elegir el de siempre: el resultado es el mismo y a la vez es otro”. Así comienza “Mirar el campo”, relato que inauguraba el primer libro de ficción de Cristina Iglesia, Corrientes (2010). Y es justamente ese mismo modo de mirar lo que da inicio a Justo entonces, su segundo volumen de cuentos. Si bien los relatos no exigen una lectura lineal, su organización interna no resulta azarosa. Desde el primer texto, “Arabescos”, la autora nos provee el “encuadre” o cosmovisión desde el cual se enhebra, en adelante, ese modo de mirar que sólo el campo puede enseñar, máquina traductora de la experiencia, la vivencia y lo subjetivo en sus variadas tonalidades.
“Arabescos” se abre al unísono con la ventana por la cual se deslizan tres ramas en el piso de una habitación en Roma. La experiencia que se relata, sentimiento “tan nimio, tan efímero”, es la primera escena que recorre varios de los textos y que, con tono moderado, se afirma casi como una sentencia determinista: “haber vivido durante meses cada año en el medio del campo” (8) otorga una mirada particular para entender las ciudades en las que la narradora vive de un modo transitorio. El campo, desde el comienzo, se configura como la matriz y el espacio emotivo de la pertenencia geográfica que le permite interpretar esa red infinita de signos cosmopolitas y aprehender, con entonación contemplativa, casi como una epifanía, las distintas inflexiones de la percepción de la realidad: “El que mira el mar busca algo especial en lo que mira y ella tuvo, noche tras noche su dádiva de mar, su recompensa: pudo saber que muchos de los colores y sabores más intensos de su infancia en las casas con huertos, aljibes y jardines en los patios traseros de Corrientes eran los mismos que la rodeaban en la noche perfumada de Bahía” (53).
Los veintiún textos que componen Justo entonces son relatos breves, fragmentados, retazos nostálgicos que describen revelaciones mínimas que vacilan entre la evocación lírica y el registro de los hechos. Si el espacio de la infancia y la juventud en su lugar natal se apoderan de la atmósfera de Corrientes, algunos de los relatos de esta colección también se inscriben con el mismo tono autobiográfico en ese tiempo pasado. “En cuclillas” rememora las huellas de las primeras lecturas iniciáticas; los territorios de la memoria se iluminan en “Luces de tormenta” cuando una escena de lectura recrea la atmósfera de otras lecturas pretéritas “en el pasado sin luz artificial” (79). Entre la experiencia histórica colectiva y el registro de la subjetividad se inscribe “Andando”, relato que recuerda el regreso de Perón después de su exilio, en 1973.
Los escenarios se multiplican y encuentran en el viaje un modo de articular los fragmentos que se van sucediendo. Los textos trazan una cartografía nómade en el que un yo errante se desplaza al ritmo de un entorno globalizado donde la experiencia del desplazamiento geográfico y el cruce de fronteras comienzan a desdibujar el territorio nacional inscripto en lo local y lo global. Aunque las ficciones breves recorren miles de kilómetros, están sostenidas por una quieta introspección y una retórica de la intimidad. En “Aldeas”, un viaje en auto es al mismo tiempo un viaje hacia el pasado cuando, a diez kilómetros de Nueva Orleáns, emerge como una aparición anacrónica una comunidad vietnamita al estilo Saigón que elige vivir en Estados Unidos. El recorrido por la calle principal de ese túnel del tiempo recrea “una aldea con arrozales que también parpadean de luces por la noche, cuando se mecen bajo el viento suave y cálido que viene del Missisipi”. En “Arcoiris”, el trayecto mañanero, circular y rutinario en el tren París-Lille-París, además de transportar al recuerdo de viaje en el tren de la infancia, es la inspiración nocturna para escribir sobre Lucien- Luciano, el estudiante y alumno que nació en Barracas y cursa sus estudios en Francia, con quien comparte la mirada melancólica y el sentimiento de desarraigo y extranjería en una ciudad donde nadie los espera. Las diferentes nacionalidades circulan en la travesía de las tramas. En “Barco naranjero” aparece Mr. Holt, un comerciante inglés que se instala en Corrientes y crea un equipo de fútbol que llevaba el nombre de su ciudad natal sudafricana, Kimberley; en “Café Rybka” aparece Marek, un polaco a quien la protagonista conoce en un vuelo de París a Praga y que “hablaba un español con acento francés y giros arcaicos” (47). Los bares, lugares de tránsito y fluidez, son un espacio de encuentro recurrente en donde se construye una “poética de la distancia” (Baffa’s, Bar Español, Billy Wilder, Mid-City) y la mirada (ojo del viajero) constituye un dispositivo visual a partir del cual se desprende el relato.
Como en la obra errante de Lucio Mansilla, tan bien estudiada por la crítica Cristina Iglesia, los lugares cambian constantemente: Berlín, Nueva Orleáns, París, Corrientes, Balvanera, Brasil, más que escenarios de sorpresas, descubrimientos o curiosidades, son espacios que se transitan entre experiencias de encuentros y desencuentros, amores perdidos y soledades compartidas que en estas ficciones, prosas de la interioridad, se convierten en “abrigo seguro frente al mundo y en promesa fluida de escritura”.
Gracias Rosana por "abrirme la puerta" de una manera tan bella y atractiva al mundo de Cristina Iglesia, cuyo libro pronto voy a leer.
ResponderEliminar