“Una de trenes”, por Felipe Benegas Lynch
Biografía, de César Aira. Buenos
Aires, Mansalva, 2014, 91 págs.
La poesía está hecha de
palabras, y cada palabra es
un ejemplar de esa misma palabra en su función
utilitaria.
Para dar un ejemplo cabal, cada palabra debería estar acompañada
de
la enumeración caótica que abarcara, o al menos sugiriera, el universo.
"A brick wall",
César Aira
Una vez más, al terminar una novelita de Aira la
recompensa es el vacío: “Volvería a su casa con las manos vacías, limpio, absuelto”
(91). No es el vacío superficial de quien no tiene nada relevante que decir
acerca de una tragedia ferroviaria, de las jubilaciones o de la incesante
devaluación de la moneda, sino el vacío de quien se ha depurado de la
sobrecarga de imágenes y relatos que la cultura vuelca en las mentes.
Aira juega con la definición de los términos, consciente
de “la triste obviedad en la que se desvanecían los hechos, dejando a la
consciencia sin nada más que ella misma a la que recuperar” (45). Es frente a
la realidad del lenguaje y su opacidad ambivalente que el vaciamiento es
posible:
Decir algo y que no lo
entendieran, que tomaran literalmente una metáfora, que le dijeran algo que él
no pudiera entender, o, lo peor, que no supiera de qué le estaban hablando,
podía provocarle un vacío succionante en el lenguaje, y sabía, por experiencia,
que no tendría fuerzas para extraerse de él. (75)
Aira encuentra en su caótico repertorio de imágenes el
camino para acceder a ese vacío depurador. Como un alienígena va probando los
caminos de la lengua para poder abducirse a sí mismo de su propia subjetividad
hecha de palabras hacia la intemperie no lingüística del mundo.
Biografía es el título de esta novela, además del
apodo del personaje principal, a quien “los muchos años de su vida se le
presentaban todos pegados y compactados a su espalda como trenes que hubieran
chocado con violencia uno tras otro en la misma vía hasta cubrirla por
completo” (11). La imagen es perturbadora, especialmente para cualquier
argentino que haya viajado en tren o que tenga algún contacto con los medios de
comunicación y con la historia reciente. Pero Aira no va a ahondar en las
tramas de corrupción, la negligencia o incluso el crimen. Aun reconociendo que
“El formato de catástrofe ferroviaria era demasiado púbico para que se ajustara
a una subjetividad en busca de sí misma” (45), la desproporción de la analogía
lo que muestra es que el planteo es de otro orden.
Los trenes estrellados de la novelita de Aira son
metafóricos y literales al mismo tiempo. Lo que está en juego es la
ambivalencia de los términos (“estaba la posibilidad de que no se tratara de
trenes propiamente dichos sino de alguna otra cosa que se llamara ‘tren’”, 52):
la tensión entre la claridad de las definiciones y la conciencia del ulterior
misterio que hace de la humanidad un “acertijo indescifrable” (68). Son los
trenes que vimos una y mil veces por televisión, pero también son los trenes de
juguete de la infancia de Aira (“Otra posibilidad, que la distancia desde la que
miraba Biografía hacía verosímil, era que no fuera gente de verdad sino figuras
pintadas en las ventanillas, como en los trencitos de lata con los que él
jugaba de chico”, 13), los trenes de las partidas cinematográficas (“Ingrid no
estaba retrasada sino que no vendría”, 72), de la historia colonial (“El
parlamento del Reino Unido había autorizado la transferencia de los fondos,
como se dijo, en razón de su larga tradición ferroviaria y colonial”, 49), etc.
El escenario mutante del texto airiano va arrojando toda esta diversa materia
discursiva a modo de enumeraciones caóticas, tensando el lenguaje entre la
opacidad y la transparencia para lograr ulteriormente el vacío: la descarga de
las imágenes, como sostuviera Foucault en "El pensamiento del
afuera": "[el lenguaje de la ficción]
ya no debe ser aquel poder que incansablemente produce y hace brillar las
imágenes, sino la potencia que al contrario las deshace, las alivia de todas
sus sobrecargas, las habita con una transparencia interior que poco a poco las
ilumina hasta hacerlas explotar y dispersarse en la ligereza de lo
inimaginable".
El vacío, en ese sentido, es de connotación positiva,
como el vacío de las cosmogonías orientales tantas veces visitadas por Aira en
sus textos. Allí la nada primigenia equivale a plenitud y es a lo que aspiran
los esfuerzos alquímicos: desandar la diversidad del mundo visible para
fundirse en esa totalidad sin centro. Claro que si partimos de un “universo
lingüístico” (40) radicado en una mente, la materia de la alquimia no es otra
que las palabras y el pensamiento. Así lo expresa Aira en “A brick wall”, un
relato de 2011: “el pensamiento, cuando se esfuerza por investigar sus raíces,
puede estar tratando, aun sin saberlo, de volver a su inexistencia, o al menos
tratando de desarmar las piezas que lo componen para ver qué riquezas hay
detrás”.
En este sentido, es la infancia –lo que carece de
lenguaje– lo que late detrás del empeño artístico. No la infancia como tema o
añoranza de una inocente naturalidad, sino, por el contrario, la posibilidad de
“una vida intelectual incomparablemente más rica, más sutil, más evolucionada”.
En ese relato, Aira plantea que el legado de imágenes que le dejaron las miles
de películas que vio en su infancia pringlense son la materia a través de la
cual puede acceder a esas riquezas. Desde esa perspectiva, la Ingrid de Biografía,
que no se presenta al encuentro con su amante, podría ser un eco de Ingrid
Bergman en Casablanca. Todo vale para poner en marcha el mecanismo que
lleve al pensamiento a su límite. Como un bricoloeur o un artesano Aira
arma y desarma tratando de entender.
Es conocido su afán por "lo nuevo", que puede ser también "lo inimaginable" de Foucault, o "lo incomprensible", como lo llama el mismo
Aira en un ensayo homónimo. Allí invoca una vez más al pensamiento chino y
plantea:
El niño habla la lengua
universal, y despliega en sus juegos la dialéctica de lo comprensible y lo
incomprensible, cuya síntesis es la literatura. El problema es que no se puede
vivir siempre en la infancia. Es lo que pasó en la China (para volver una vez
más a la China, si es que acaso salimos de ella) en el siglo v antes de Cristo.
El taoísmo es muy gratificante, con sus absurdos iluminadores, sus alquimias de
cuentos de hadas y sus felices anarquías; pero tarde o temprano hay que
recurrir a Confucio, si queremos que la sociedad siga funcionando. Y el sistema
de Confucio se basa en lo que los traductores (del chino) llaman "la rectificación
de los vocablos", principio y fin de una política que sea de veras
política. El éxito del sabio confuciano, y del político en general, se mide por
el quantum de claridad que puede infundir a la comunicación que cohesiona a la
sociedad. Rectificar los vocablos significa, en lenguaje más actual, ponernos
de acuerdo en las definiciones. Es una vieja utopía, y sigue siendo de las más
visitadas, por portátil y autocontenida. Por algún motivo, sin embargo, es tan
irrealizable como todas las otras. Taoísmo y confucianismo, por otros nombres
literatura y política, siguen enfrentados e inconciliables, y ni siquiera en
las definiciones de sus nombres hemos podido ponernos de acuerdo.
No está claro que queramos que “la sociedad siga
funcionando” como lo hizo hasta ahora. Por lo pronto, Aira parece bastante
encaminado en la vertiente taoísta/literaria y transforma al confucianismo en
el arte de la confusión. Si caer en las redes de los relatos inocentemente
parece ser una utopía de la infancia, el peligro de los relatos que surcan
nuestra vida cotidiana de adultos es que a veces se construyen sobre víctimas
de carne y hueso. Claro que a causa de la banalidad morbosa de la cultura
imperante uno puede acostumbrarse a ver “el revoltijo de hierros retorcidos,
las bocas abiertas de las víctimas prorrumpiendo en ayes por sus heridas o por
sus seres queridos que se desangraban junto a ellos” (12) y no inmutarse,
porque en el fondo sabemos que “los prodigios tecnológicos adaptados al negocio
del espectáculo hacían posible que uno viera cosas que no existían. Con dinero
y hábiles especialistas se lograba cualquier cosa, hasta un trompe l’oeil
generalizado en el que sucediera sobre un plano móvil la mitad fantástica del
universo” (31). No es que los hechos no existan, sino que se pierden en la
maraña de relatos.
Biografía es el apodo de alguien que se resiste a la
autobiografía, “como si los hechos de la vida les pasaran a otros, a seres
imaginarios que acudían puntualmente a hacerse cargo” (32). Es alguien
desocupado y paranoico, o paranoico por desocupado; alguien experto en
enumeraciones caóticas que ama al mundo “por su exquisita complicación” (68).
La alquimia literaria transmuta toda autobiografía en biografía, al ‘yo’ en un
‘él’. Así se pasa del espacio autoindulgente y paranoico de las justificaciones
del yo, al espacio incierto donde el otro tiene lugar.
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