“Lejos del revés salvaje”, por Jimena Néspolo

El amor es una catástrofe natural, de Betina González. Buenos Aires, Tusquets, 2018, 216 páginas.



Los trece cuentos que componen el volumen El amor es una catástrofe natural, de Betina González, están hilvanados por una reflexión sobre la infancia, sobre lo que la sociedad de hoy considera “éxito”, y sobre la exhibición de la vida privada, en un mundo que exige la mostración de sí para abrazar cualquier causa. Así, el primer cuento que abre la serie (“Los que persiguen tormentas”) es narrado por una niña que observa extrañada el modo en que sus padres pierden ante ella todo estatuto moral sólo para conseguir cierta fama en los telediarios, mientras que “Lobos y diamantes” se erige en su revés: narra cómo una mujer se construye un lugar en la sociedad a través de un relato apócrifo sobre su infancia (“La historia era increíble pero millones de personas la compraron, la leyeron y quisieron saber más. Entonces contrataron a Avi para que fuera de sala en sala a contarlo todo otra vez” 53).
González escribe como si tradujera un cuento escrito en otra parte, tal si su tarea fuera llevar a una lengua referencial y transparente, que no acusa diferencias entre los personajes y los narradores de cada relato, historias vividas en la sordidez de otros lenguajes. La sensación de extranjería está lograda a través de nombres de origen sajón (Don y Diana, Leila, Mrs. Olivia Annabella Erk, etc.) y con la deixis de lugares cuya referencia se desdibuja: ficciones ambientadas en cualquier pueblito estadounidense que reenvían a su vez a cualquier ciudad periférica. A cambio, se subrayan los referentes de la cultura pop o el uso global de las nuevas tecnologías como zonas francas comúnmente compartidas. Pero, ¿los referentes de la cultura de masas establecen un diálogo de culturas o, más bien, sirven para obturar lo distintivo y singular que escapa al orden de la máquina homogenizadora del Capital?
La respuesta parece  darla el cuento que da nombre al libro. En efecto, “El amor es una catástrofe natural”, narrado por una joven que se recupera de su separación viendo programas de gimnasia aeróbica por televisión y que observa que mantenerse ocupada, bailando al son de la música disco, es la mejor manera de escapar de esa “hora en que las personas de este pueblo enloquecen”, “van a la chimenea y ponen las manos directamente sobre el fuego”, “entran en las escuelas y disparan sobre niños y maestras hasta no dejar un solo corazón con venas” ( 41). Lo distintivo, como el amor –parece decirnos el volumen–, es catastróficamente intolerable. De hecho, esa es la razón por la que es sometido a los protocolos de la psiquiatría el joven que se comunica con los animales (“La sombra de los animales”), o por la que “la salvaje de América”, “la niña gato”, esa niña “que ha logrado la invisibilidad sin siquiera proponérselo” (176) es cooptada por una secta religiosa.

Los médicos que habían examinado a la niña no habían podido determinar si su lenguaje particular se debía a los años de encierro y silencio con los gatos o a una característica genética.
La lectura de estas historias hundió a Sanford en una profunda depresión. En sus notas, Leila Ott fue dejando de ser la líder de un culto religioso para chiflados y se convirtió en un enigma personal. Más atormentado que ocupado en su nuevo bestseller, Sanford se decidió a escribirle a Joel Taylor, quien lo alentó y repelió por igual durante meses hasta que accedió a concederle una entrevista.
Cuando Barry Sanford llegó a Cendrella, Joel y Leila llevaban dos años y medio juntos y dirigían la única sede que quedaba de la Iglesia de la Luz Natural. (…) De todos lados llegaba gente para ver a la perfecta salvaje, que aparecía desnuda bajo una bata casi transparente, hierática y silenciosa, sentada sobre un montículo de tierra entre dos árboles que enmarcaban las ceremonias del culto. (“La preciosa salvaje”, 183)


Con todo, quizá sea este último cuento, “La preciosa salvaje”, el más acabado de la serie. No sólo porque hace sistema con otros –y en especial “La joven sin atributos”– sino porque condensa las líneas temáticas sobre las que trabaja el volumen de una manera más rotunda o más alejada del clisé: la niñez como un periodo trágico y definitivo en la vida de las personas, la naturaleza y la animalidad como el afuera ominoso de la cultura, la incapacidad del mundo adulto regido por la norma de comprender el misterio de lo distinto.  

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