“Reflexiones en torno a la educación sentimental de las groupies o cómo devenir sirena”, por Jimena Néspolo
Éste es el mar,
de Mariana Enríquez. Buenos Aires, Literatura Random House, 2017, 128 págs.
Crítica - Publicista: tan
insignificante y pegada a intereses que ni vale detenerse.
Crítica -
Asistente Social: es la que se asume
como servicio a la comunidad, con el objeto de visibilizar o rescatar una obra
de valor y hacerla dialogar con el presente.
Crítica - Muleta:
es la que se planta como sostén y expresa eso que el autor dice mal o balbucea
a través de su texto. Suele ser la crítica que demandan los escritores
principiantes o con un ego muy insuflado, siempre al borde del pataleo y con el
insulto a flor de piel.
Crítica
- Sparring: es la que salta al
cuadrilátero del ego del autor y le mete dos, tres, o cuatro sopapos, los que
sean necesarios, a fin de que éste se ponga en guardia y lance su mejor golpe.
Suele ser el ejercicio crítico más arriesgado porque pone en peligro tanto al autor como
al crítico si no están a la altura del juego.
Ahora,
gracias a la lectura de esta ficción, se me ocurre que
existe otra crítica, la Groupie. Desde luego, no es que la
aventura de esta hada que se desvela por congraciarse con la “gran madre” y dar
a luz a “un dios” –esto es: matar al artista elegido en el cenit de su carrera para
que se convierta en “Estrella” (“No hacemos Leyendas. Hacemos dioses” advierte “madre
Hécate” cuando Helena le pide permiso para cantarle a James Evans una de sus
canciones de manera que el artista corone con un hit su muerte, pág. 77)– reflexione
sobre los sabores y sin sabores de la crítica literaria. Nada de eso. Es lo que
reverbera en mí, humilde servidora, luego de la lectura de Éste es el mar, de Mariana Enríquez; y como la autora sí ejerce la crítica (musical): me permito la reverberación.
Podría
pensarse al personaje de Helena, como cifra exacta de la Crítica - Groupie: agitadora y cachondera del “objeto”, se presenta ante
todo como primera fan y en su carrera loca hacia la posesión de un “dios” es
capaz de todo tipo de manipulaciones y de intrigas. Esto es: Helena se destaca
del enjambre de hadas gracias a un “sacrificio” (haber logrado que se suicide
una piba por este ídolo); este sacrificio le permite
entrar al grupo selecto de las “Luminosas” para hacer lo suyo (Violeta, por ejemplo, es la
responsable de haber convertido en leyenda-fiambre a Kurt Cobain haciéndolo
sufrir con una úlcera fantasma que lo empuja a las drogas para soportar el
dolor; Ala es “la que ha hecho brillar a Jimi Hendrix” y Naim a John Lennon, también
con una muerte joven, etc.); “angelinos” se hacen llamar los fans de la banda Fallen
(¿falo?) que aparecen disfrazados con alas negras en todos los show; contra
las “Luminosas” están las “Imago” (vendrían a ser las hadas malas que en vez de construir estrellas, se las devoran), y así: el mundo feérico y el angélico pensado como
eterna confabulación femenina en torno a la construcción de “dioses”.
Que
la chica se enamore de su víctima no es un accidente, es parte de la educación
sentimental que articula el fantasy gótico: jardines derruidos, grandes casas frente
al mar, bosques y cielos cambiantes, el paisaje de ciudades en ruinas… Todo es “hermoso”,
hasta el acecho de la muerte. En la cultura de masas, nada es más natural que el género y nada es más esperado que el aplauso.
Sí,
es posible que Rastros de carmín. Una
historia secreta del siglo XX (1989), de Greil Marcus, haya sido una
lectura juvenil de Enríquez. También es probable que conozca la exitosa saga de
la norteamericana Lauren Kate iniciada precisamente con Fallen (2009) y, más cerca nuestro, la novela La pasión de los nómades (1994), de María Rosa Lojo, que cometió la
osadía de hacer que en la pampa de Lucio V. Mansilla florecieran las hadas.
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