“ANATOMOPOLITICA DEL CORONAVIRUS (8)”, por Jimena Néspolo
Educar…
¿para qué?
Que la escuela, los modos y las prioridades
bajo las cuales cada sociedad educa y prepara para la vida adulta a sus niñxs y
jóvenes se han ido transformando a lo largo del tiempo no es novedad, pero
conviene recordarlo. Más en momentos en que se potencia el conflicto, entre
padres que ofuscan petitorios y calles con el pedido de que se vuelva a las
aulas y docentes que elevan argumentos para continuar con las medidas de
aislamiento hasta tanto estén dadas las mínimas condiciones que garanticen la
salud de toda la comunidad educativa.
Como en otros órdenes, pero acicateada por la
prolongada cuarentena, se da aquí una puja de derechos que el Estado de
excepción pandémico de pronto subraya: las prioridades oscilan al ritmo de los
días y el gobierno intenta negociar las cuotas de resignación y de promesa
necesarias para mantener un sutil equilibrio siempre a punto de desmoronarse.
Pero ni caso, hábil propagandista del pánico, Tilingx sale a la calle a
protestar y –por las dudas– se prende en todas: un día quema barbijos con los
anticuarentena, otro día reclama por la República, otro por la Justicia o
cualquier entelequia que le canten por cucaracha. Se cree autor de sus días,
pero apenas es un personaje tipo sostenido a base de ideologemas. ¡A río
revuelto, cosecha de pescadores! Los negocios multimillonarios crecen en el
caos, las fake news, los bolazos de clarinetes y cornetas: Tilingx no es el
pescador, es el pescado ciego que se agita en las redes. En las marchas
colisionan las consignas, quizá haya trabajadores de la salud precarizados que
demanden más presencia del Estado, quizá haya padres o alumnos que militen por
la conectividad y la liberación de datos que permitan que la educación virtual
deje de ser un privilegio de algunxs y se transforme en derecho de todxs. Pero
no: Tilingx vocifera su bajeza y, micrófono mediante, el poder del dinero reúne
a los cultores de la educación privada en un slogan transparente: “¡Pago y
exijo!”.
El 2020 es, también, un año de cisma escolar.
La escuela carcelaria y panóptica, bastardeada y vapuleada por años, entregada en
las últimas décadas al acecho de las políticas neoliberales, de pronto ofrece
una paleta de virtudes olvidada: a pesar de todos sus defectos, la escuela es
el principal espacio de socialización de los sujetos en sus primeros de años de
vida. Se puede transmitir conocimientos por la tele, pero no reemplazar con
virtualidad ese espacio de juego, de urdimbre de lazo social, de encuentro con
los pares y con la diversidad, ese espacio de construcción de comunidad que la escuela
ofrece.
Si este es el fin de un modelo educativo
pensado con el mismo patrón disciplinar de
reclusión de los cuerpos que tantas otras instituciones del siglo XVIII
y XIX (la psiquiatría, la fábrica, la cárcel), quizá sea el momento de reponer
al centro del debate no tanto el cómo debemos educar (¿con modelos
presenciales, mixtos o directamente virtuales? ¿en qué ambientes? ¿con qué tipo
de herramientas pedagógicas?) sino, más bien, para qué: ¿Se educa en pos de un
sujeto que se quiere libre y emancipado, capaz de accionar sobre su realidad
con una conciencia soberana? ¿O se educa en pos de un sujeto depotenciado,
altamente manipulable, esclavo de las estructuras fósiles del poder y del
saber?
En efecto, fue Michel Foucault quien observó que la matriz escolar del siglo XX respondía al panoptismo, un modelo arquitectónico inventado a finales del siglo XVIII que expresaba una forma de gobierno y, principalmente, una manera de ejercer el poder sobre los cuerpos. En Le Panoptique (1780), Jeremy Bentham plasma el sueño de un ejercicio concentrado de poder, un lugar privilegiado de punto de vista a partir del cual el guardián carcelario podía ejercer la vigilancia, sin que los prisioneros supieran si eran observados o no. “Se podría por ejemplo presentar un reglamento de una institución cualquiera del siglo XIX y preguntar qué es. ¿Es un reglamento de una prisión en 1840, de un colegio en la misma época, de una fábrica, de un orfelinato o de un asilo?” –dice Foucault en una entrevista brindada a la revista Pro-Justitia en 1973–. ¿Y en qué consiste esa proximidad de rasgos? “Creo que es en el fondo la estructura de poder propia de esas instituciones la que es exactamente la misma. Y verdaderamente, no se puede decir que haya analogía, hay identidad. Es el mismo tipo de poder que se ejerce”. Habría por tanto una identidad morfológica que, si bien “no sirve a las mismas finalidades económicas cuando se trata de fabricar escolares que cuando se trata de ʻhacerʼ un delincuente”[1], comparte una misma estructura de poder. Observar este modelo panóptico que señala Foucault es atender a ese coeficiente de vigilancia generalizada que desde entonces se impone sobre los cuerpos: maestros, médicos, guardianes de prisiones y de hospicios psiquiátricos, jefes de talleres y de fábricas serían los agentes vigilantes de instituciones pensadas eminentemente como espacios carcelarios. Los procesos de virtualización impuestos por las nuevas tecnologías de la comunicación nos han demostrado en los últimos años que, si bien es posible observar un relajamiento de la política carcelaria, el uso generalizado de las cámaras de seguridad (instaladas en los espacios abiertos y en los cerrados, en la pc o en el teléfono celular geolocalizado) es la materialización extrema y delirante del sueño de Bentham: el ojo omnipresente del Gran Hermano y del control, capaz de convertir cada casa, en una fábrica, una escuela y una cárcel.
Así y todo pueden también rastrearse distintas improntas del higienismo en la arquitectura escolar de fines del siglo XIX y principios del XX, atravesadas por la urgencia de buscar soluciones contra una enfermedad: la tuberculosis. El concepto mismo de “escuela” se transforma en el lapso de cincuenta años a fin de generar condiciones sanitarias adecuadas capaces de atacar, acaso, al principal responsable de la mortalidad infantil y juvenil a lo largo del siglo XIX. Antes del descubrimiento del bacilo de la tuberculosis por Robert Koch (1882), lo único que se sabía era que la bacteria era infecciosa, que sobrevivía en los lugares más oscuros y polvorientos, y que el sol, el aire limpio y el reposo mejoraban a los pacientes. En ese sentido, una de las experiencias pedagógicas más interesantes que se desarrollaron fueron las “escuelas al aire libre” (“Open Air Schools”), también llamadas “cometa médico-pedagógico”, que terminaron casi desapareciendo en las décadas de 1950-1960 cuando el modelo fabril educativo terminó de imponerse, con la implementación de horarios fijos y la acumulación del alumnado en espacios físicos acotados, a fin de optimizar recursos y minimizar gastos. Las primeras escuelas al aire libre nacieron en Alemania y Bélgica en 1904, como alternativa a los sanatorios infantiles y las colonias de vacaciones; en pocos años llegaron a instalarse en Brasil y Uruguay[2], y obtuvieron gran difusión e impulso en los Congresos Internacionales de Tuberculosis y de Higiene Escolar sucedidos entre 1904 y 1913 –que decantaron en la realización del primer Congreso Internacional de Escuelas al Aire Libre realizado en París en 1922.
Este cuerpo de saberes encontró su reformulación en la década de 1930, de la mano de la arquitectura modernista y de las nuevas ideas pedagógicas. Los grandes arquitectos y diseñadores de la época se lanzaron entonces a pergeñar hospitales y escuelas con grandes ventanales, viviendas elevadas para huir de los gérmenes y muebles aerodinámicos donde el polvo no se pudiera esconder: Gropius, Subirana, Le Corbusier, Van der Rohe le cambiaron de rostro a las ciudades atendiendo a un imperativo sanitario. Se imponen las salas abiertas y extendidas en reemplazo de los claustros, el énfasis en la ventilación, el asoleamiento de los espacios y la generación de estrechos vínculos con el exterior en tanto parte esencial del proyecto pedagógico; se piensa en una escala humana −casi doméstica− en detrimento de la escala monumental de la arquitectura precedente; los diseños se vuelven simples y de líneas puras, minimalistas, los materiales ligeros y lavables, y los muebles abandonan todo diseño decorativo proclive a la acumulación de bacterias. Las teorías higienistas y pedagógicas se fusionaron en el blanco clínico de la arquitectura modernista, anclada en una austeridad que encontró su justificación más contundente en un imperativo sanitario: la necesidad de erradicar la enfermedad de la tuberculosis.
¿Cómo construir “soberanía” capaz de
enfrentar hoy al Capitalismo de la catástrofe?: esta pregunta fue el puntapié de
arranque en el acto de apertura de los Cabildos
por la Soberanía Educativa[3]
realizado, también, hace pocos días. Con un fuerte sentido federal y plural,
estos cabildos se proponen avanzar sobre cuatro objetivos: 1) una nueva Ley de
Educación Superior; 2) la transformación de la Escuela Secundaria del siglo 21
post pandemia; 3) la Formación docente; 4) la relación entre Soberanía
Educativa y Soberanía Científico-tecnológica. “Pensar la educación en términos
de Soberanía Educativa tiene que ver con la construcción de una sociedad más
incluyente, solidaria, justa e igualitaria. Hablar de Educación en términos de
Soberanía Educativa tiene que ver con la construcción de una sociedad más
participativa, crítica y democrática. La Soberanía Educativa debe ser uno de
los grandes temas a abordar, en la medida en que la construcción de un proyecto
educativo emancipador debe ser un pilar de la Nación” –leemos en la
convocatoria a participar de estos cabildos.
Si la escuela carcelaria está hoy en jaque,
hay al menos dos modelos de escuela que emergen en su reemplazo: una escuela
que alimenta esas “sociedades de control” pensadas por Deleuze, al observar el
carácter represivo que asume la virtualización del mundo contemporáneo; y
una escuela pensada como espacio subjetivante y de construcción de lazo social,
que eduque en pos de una política soberana emancipatoria. Va de suyo agregar
que sólo esta última requiere de épicas e idearios capaces de motorizarla.
[1] La entrevista, “A propósito del encierro penitenciario” –realizada por A. Krywin y F. Ringelheim–, está recuperada en el
volumen Michel Foucault, Un diálogo sobre el poder, Madrid, Alianza, 1988, pp. 59- 72.[2] Cfr. Châtelet, A., D. Lerch y J. Luc
(ed.), L’école de plein air: une
expérience pédagogique et architecturale dans l’Europe du XXe siècle.
Paris, Éditions Recherches, 2003. André Dalben, Mais do que energia, uma aventura do corpo: as colônias de férias
escolares na América do Sul (1882-1950). Universidade Estadual de Campinas,
2014.
[3] Ver
la nota de la revista La Barraca,
“Cabildos por la Soberanía Educativa de la provincia de Buenos Aires”,
publicada el 25/09/2010 [https://www.revistalabarraca.com.ar/construyendo-la-nueva-ley-de-educacion-superior/].
Aquí el acto de apertura del Cabildo del día 19/9/2020: https://www.youtube.com/watch?v=AvF501ogsjY&feature=emb_title.
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