“La emergencia del puercoespín (Espectros V)”, por Jimena Néspolo

La película trata sobre un duelo entre candidatos. Uno habla en alemán, es carismático y seductor: irradia el encanto de lo desconocido. El otro es campechano y familiero, tan próximo que se torna invisible: tiene la impasibilidad del antihéroe. Rafael Sujarchuk (Leonardo Sbaraglia) y Marcelo Pena (Marcelo Subiotto) concursan por la titularidad de una cátedra vacante en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos, mientras el país ingresa en un caos del que los personajes se anotician cuando ya es demasiado tarde. Que la cátedra en cuestión sea la de Filosofía Política hace que Puán (Alché y Naishtat, 2023) establezca un diálogo tragicómico con el presente sobre el que es preciso detenerse. La ficción acompaña el día a día del docente que juega de local: su vida familiar, sus problemas para llegar a fin de mes y cumplir con obligaciones y expectativas, su inminente mudanza. La desconexión profunda en la que vive sólo es proporcional a su timidez o falta de pasión; los modos en que la cotidianidad aplana toda experiencia hasta volverla insípida. El laissez faire se vuelve un estado de ánimo generalizado en el entorno de Marcelo, quien al fin –cuando las papas quemen– demostrará un compromiso notable con la comunidad. Pero para que eso ocurra, primero tendrá que perder el concurso de marras y descubrir que, aunque “Puán sea el único lugar donde él es alguien” –como dice en un momento el personaje–, Puán: no lo es todo.  Porque es en ese “afuera de Puán” donde habrá de emerger una propuesta más acompasada a los nuevos tiempos, especie de puercoespín americano que recien al final del film pareciera asomar. 

En efecto, es en Parerga y Paralipómena (1851), donde Arthur Schopenhauer presenta el conocido “dilema del erizo” al que alude el protagonista en una de sus clases con el objeto de reflexionar sobre las dificultades que encuentran los seres humanos en sociedad. Sucede en una fría jornada de invierno, varios erizos se apiñan muy cerca el uno del otro, a fin de darse calor y no morir congelados. Pero cuanto más se acercan más se hieren con sus púas; el dolor es tan intenso que los obliga a separarse. Cuando el frío los impulsa de nuevo a la proximidad, otra vez el dolor que produce el contacto físico los vuelve a alejar; hasta que al fin logran encontrar una “moderada distancia recíproca”, como término medio fundamental para su subsistencia. Schopenhauer cavila que, en la sociedad humana, por lo general, cada persona siente la necesidad de estar cerca de los demás para paliar la sensación de vacío y monotonía que produce la propia existencia. No obstante, más temprano que tarde, las personas manifiestan la necesidad de distanciarse, a causa de esos “defectos insoportables” que cada cual arrastra. Por eso, apunta, es indispensable encontrar un punto intermedio que garantice una coexistencia que, aunque no sea perfectamente satisfactoria, al menos resulte no demasiado dolorosa. “La distancia intermedia que al final encuentran y en la cual es posible que se mantengan juntos es la cortesía y las buenas costumbres. En Inglaterra –observa– a quien no respeta esa distancia se le grita: keep your distance!”.[1] 

Este dilema, que el pensador alemán urde como advertencia hacia aquellos que poseen “mucho calor interior propio” (los cuales “harán mejor en mantenerse lejos de la sociedad para no causar ni sufrir ninguna molestia”), se volvió patrón de conducta durante la pandemia de Covid-19 con su exigencia a mantener un aislamiento social, preventivo y obligatorio; incluso llegó a desencadenar una campaña que alentaba el uso de los social media para grabar y difundir “el saludo del puercoespín” [2]. El 2020 fue, en varios órdenes de cosas, un año de crisis y clivaje, que dejó en su reguero un nuevo léxico y una cantidad de conductas que cambiaron radicalmente nuestras formas de relacionarnos y de actuar. El comienzo del siglo 21 se abrió paso definiendo modos inéditos de relación entre cuerpo, virus, lenguaje, política y espectralidad sobre los que aún resta reflexionar.[3]  

| Toda nuestra vida cotidiana se desarrolla en un mundo que es simultáneamente analógico y digital |

Durante el 2020, cada sesenta segundos, se compartieron en Facebook unas ciento ciencuenta mil fotos, alrededor de trescientas cincuenta mil historias en Instagram, se registraron una quinientas horas de video en YouTube, se enviaron unos cuarenta y dos millones de mensajes en WhatsApp y, aproximadamente, unas doscientas mil personas participaron de sesiones por Zoom. El apabullante crecimiento de datos que, minuto a minuto, creamos, ya sea de manera intencional (transfiriendo mensajes en redes, blogs, emails, etc.) o dejando huellas de nuestras acciones de manera involuntaria, ha transformado los modos en que el mundo contemporáneo nos convoca a estar juntos y a la vez separados. Como bien apunta Davide Sisto, en Puercoespines digitales (2023), el mundo de hoy es rotundamente distinto a la sociedad en la que el filósofo alemán pensaba cuando planteó el problema de la “moderada distancia recíproca”. Toda nuestra vida cotidiana se desarrolla en un mundo que es simultáneamente analógico y digital, en el que la compulsiva costumbre de grabar o tomar registro de nuestra existencia, para compartirla en las redes, resignifica, condiciona y reestructura nuestro modo de vivir. Por tanto, “son también inéditas las púas que surgen en este nuevo contexto y que se agregan a las habituales en el espacio offline: el contacto mutuo entre los seres humanos en estos tiempos no puede desconocer las consecuencias positivas y negativas del compartir los datos y la información en varios sitios online, consecuencias vinculadas, sobre todo, con la particular dialéctica entre presencia y ausencia y, por lo tanto, con la relación entre el vivir y el morir”.[4] 

De hecho, una de las grandes falencias del protagonista de Puán es su desacople con esta dimensión espectral de la existencia que impone el uso de las nuevas tecnologías. Así, mientras la vida íntima de su contrincante se expande en las redes, a través de su romance con la influencer Vera Motta (Lali Espósito), Marcelo Pena busca en viejas cajas de archivo la documentación que acredite su trayectoria para presentarse al concurso, papeles mustios y añejos de un tiempo ido que sólo alcanzan para labrarle un simpático disfraz de filósofo platónico con el que amenizar el cumpleaños de una dama de alcurnia. Aunque recorra la ciudad de punta a punta, en medios de transporte o a pie, aunque imparta clases en las periferias barriales frente a un estudiantado variopinto y logre bajar al llano la teoría del Estado de Hobbes, hay una porción de la realidad que Marcelo no logra comprender y que los medios de comunicación tradicionales tampoco le muestran: libros, diarios o programas de televisión que sólo hablan de lo que ya fue. Es esa digital liveness que el personaje desconoce, hábitat del puercoespín digital que Schopenhauer hoy –de existir– pensaría, donde se caldea el conflicto que al fin le estalla en la cara.  


“Lo importante sobre la figura del espectro –escribe Mark Fisher, siguiendo los pasos de Derrida– es que no puede estar completamente presente: no es un ser en sí mismo, pero señala una relación con lo que ya no es o con lo que todavía no es[5]. La espectralidad del puercoespín, ese modo de estar juntos que la sociedad contemporánea genera, metaverso y capitalismo financiero mediante, con sus modos híbridos de habitar los espacios, conjugando la presencia/ausencia de los sujetos a partir de la proliferación de registros, proyecta la existencia en un tríptico movimiento que desajusta el presente y, a la vez que lo retrae hacia el pasado, lo proyecta hacia el futuro: en el momento en que es tomada una fotografía o grabada una voz, cada experiencia atrapa el carácter espectral del ya no más pero, al habitar el eter de la web, logra perdurar en una forma otra que, desde luego, no coincide exactamente con su aspecto original. Por otra parte, ese todavía no de cada registro se refiere a la eficacia que habrá de lograr en el momento de su recepción, esa expectativa de futuro que determina su posterioridad. Una forma del espectro que, como entidad, al volverse independiente desencadena una actualidad que desconoce, del mismo modo que sucede con la muerte de las personas. 

La necesidad de mantener el registro activo, tanto sea analógico como digital, un archivo siempre reverberante, de las víctimas de violencia tiene que ver con la creencia en este poder de los espectros que se retrotrae a los comienzos totémicos de la cultura. La web, en tanto caja mortuoria de resonancia espectral de la humanidad, extrañamente desacomoda ese carácter único e irrepetible de lo vivo. Eso quizá sea lo más perturbador del live streaming, esa ambivalencia entre lo familiar y lo ominoso que el registro audiovisual genera desde sus comienzos pero que ahora se instala en el centro de la cotidianidad: ese sentirse presentes y estar ausentes, que las tecnologías digitales volcadas a la vida diaria de los sujetos generan, obliga a pensar “el dilema del erizo”, en versión 2.0, otra vez.

Pero si la película exuda humor, a pesar de transitar los temas de la muerte, el fracaso y la búsqueda de identidad, es por esta impronta anacrónica del protagonista que crece a espaldas de la pantalla, y porque los personajes funcionan, mayormente, en espejo como opuestos, sin caer en el cliché. En Puán no hay buenos y malos, solo una advertencia que sirve para encender las alarmas de que algo no está funcionando del todo bien –esto “no es un feudo, y vos no sos el cacique”, exclama Sujarchuk en el patio de la facultad–. Porque si bien Marcelo Pena no cita a Kant en alemán, ni viene de impartir clases en Europa como su contrincante, es quien tiene un traspié eminentemente racista que no pasa a mayores, cuando confunde a una profesora boliviana con una mujer de servicio doméstico. Hay otro momento clave donde se evidencia esa matriz eurocéntrica de la academia argentina que desencadenará el viaje latinoamericano que cierra el film, anunciando –paradójicamente– otro comienzo. En una visita de Marcelo Pena a la viuda del profesor Caselli, ésta le comenta que nunca entendió por qué se dice “filosofía occidental” pero en cambio se habla de “pensamiento latinoamericano”, como si fueran categorías de grado diferente. El discípulo responde que eso alude a un viejo debate, el cual refiere a una supuesta falta de tradición filosófica en América Latina, dejando así en evidencia cómo el dispositivo de discriminación racial opera a su vez como desligitimación simbólica.   

Con todo, prevalece una visión de la educación pública como construcción plural donde la comunidad se piensa a sí misma; un espacio que necesariamente debe dialogar con otros espacios, como el sindicato, la web o la calle, donde se fragua lo colectivo. En Puán hay un resto anacrónico que se impone como canto, junto a la certeza de que, al fin de cuentas, lo que prima es la capacidad de poner el cuerpo y las espinas al servicio de la barricada.  







*Ilustraciones de Matías Tejeda
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[1]  Schopenhauer, Arthur. Parerga y Paralipómena. Vol. II. Madrid, Trota, 2013, cap. XXX, p. 665.
[2] Cfr. “Coronavirus: arriva il saluto inspirato al porcospino” en: Ansa.it. Roma, 19 de maryo de 2020 [Consulta en línea:  https://www.ansa.it/canale_saluteebenessere/notizie/sanita/2020/05/19/coronavirus-arriva-il-saluto-ispirato-al-porcospino_d5d970a6-55c1-4672-884c-ccfbbca1b16f.html]
[3] Ver: González, F.E. y Néspolo, J. Encovichadxs. Reflexiones sobre la crisis viral. Buenos Aires, CFP24 Ediciones, 2021. 
[4] Sisto, Davide. Puercoespines digitales: vivir y nunca morir online. Buenos Aires, FCE, 2023, p. 43.
[5] Fisher, Mark. Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Buenos Aires, Caja Negra, 2018, p. 44. 


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