“Preferir no pensar (Espiral III)”, por Florencia Eva González

 



Cuando en 1960 la Mossad encuentra a Adolf Eichmann en el conurbano bonaerense,  viviendo con su familia como un hombre “común”, con el nombre falso de Ricardo Klement, es llevado a Jerusalén para someterlo a juicio.[1] Eichmann no era un simple criminal: se trataba de un teniente coronel de las SS de segundo orden, cuyo rol estratégico fue organizar la logística del operativo conocido como “Solución final”, encargado del desplazamiento de millones de judíos hacinados en trenes, desde distintos campos de concentración de Europa rumbo a Auschwitz, donde serían exterminados. Afrontar un juicio de estas características no entraba en ninguna de las categorías jurídicas conocidas hasta ese momento. El juicio de Núremberg, además, ya había acontecido. A todas luces, este hecho se presentaba como una situación inédita con diferentes derivaciones, no sólo de orden judicial sino en términos referentes a lo ético, político y filosófico. Este juicio habría de realizarse en Jerusalén, bajo jurisdicción del Estado de Israel, que no existía cuando se cometieron los delitos. 

Hanna Arendt, alemana de origen judío y pensadora –quizá una de las más influyentes del siglo XX–, para ese entonces vivía en New York. Había llegado a EE.UU. en 1941, luego de pasar por un campo de concentración, del cual pudo escapar, y de haber emigrado a París poco después de que Hitler llegara al poder. Con el objetivo de repensar ciertas categorías éticas decide cubrir ella misma el proceso y se ofrece como reportera al The New Yorker.[2] Produce así, en 1961, una serie de textos que causaron un enorme revuelo en la comunidad judía e intelectual y que luego convergirían en ese famoso libro publicado en 1963. Convertida en una pensadora operando como periodista, Arendt hizo un esfuerzo importante para escribir por fuera de los trazos habituales de la intelectualidad: el caso ameritaba salirse de las categorías clásicas y, entonces, no prejuzgar, no dejarse llevar por el horror ni por las definiciones categóricas. Tampoco pretende explicar lo sucedido. Entender sería una manera de justificar o matizar un razonamiento que vuelva soportable al exterminio masivo. Hanna Arendt no va tras el análisis de monstruos o anomalías de la sociedad, sino de todo lo contrario: de criminales que fueron y son humanos. Demasiado humanos. 

En el devenir de la lectura surgen, entonces, los primeros interrogantes: ¿qué entiende Arendt por “lo político”? ¿Ser judía, predispone su análisis o lo condiciona? ¿Cómo pensar hoy estos conceptos filosóficos? Una bisagra en su pensamiento fue observar cuán fácil le resultó a Hitler cerrar el Parlamento de una sociedad altamente politizada, que en un tris quedó subsumida al nacionalsocialismo. Paradójicamente, aquellas personas consideradas con “menos formación”, acostumbradas a pensar sin dogmas, habituadas a un diálogo silencioso consigo mismas, fueron las más libres, las menos subordinadas al régimen. 

Aunque había sido perseguida por judía, Arendt estimó que los juicios debían ser considerados contra toda la humanidad, no solamente contra la comunidad judía;  convirtiéndose ésta en la primera objeción, luego redoblada, al concluir que el exterminio no hubiera podido realizarse sin la complicidad de líderes judíos.[3] Para la intelectual, desandar el camino y entender un poco más exige despojarse de razonamientos mecánicos, de los prejuicios, y mirar al interior de ciertas afirmaciones que sostienen los pilares judeocristianos de occidente. ¿Por qué nos podría seguir interpelando este juicio y sus disquisiciones en la actualidad? Porque la manera en que Arendt presenta el “mal”, sugestiva desde el subtítulo de su obra, La banalidad del mal, nos coloca ante el hecho de que la “maldad” nunca se presenta como tal. De hecho, Hitler dijo actuar por el bien de la humanidad dando una explicación a sus acciones criminales que a muchas personas les pareció razonable. En consonancia, el criminal nazi Eichmann, que estuvo a cargo de la logística que terminó con la vida de 6 millones de almas en el lapso récord de un año y medio, fue el engranaje necesario de una maquinaria altamente eficiente. Si faltaban más motivos, cuando Arendt evalúa la manera en que articula su defensa se convence una vez más que las formas filosóficas tradicionales no servían en este caso. Punto por punto, Eichmann explicaba su accionar con meticulosa y compenetrada paciencia y convicción. En el análisis psiquiátrico, no se reportó ninguna patología, sus respuestas indicaban que no era un monstruo, ni un fanático antisemita. Alegó en su defensa que “Sólo hacía mi trabajo”, frase que repitió en varias ocasiones. Esta respuesta sorprendió a la filósofa que esperaba encontrar un desquiciado, y resultó ser un hombre que quería “hacer carrera” y que utilizaba un lenguaje limitado, propio de un tecnócrata. Un hombre que durante el día mandaba a matar a miles de personas y que por las noches cenaba con su familia y leía un cuento a sus hijos.[4] Eichmann era, según Arendt, “un hombre normal entre los normales”, que “no odiaba a los judíos”, ni mató a nadie directamente. Este recorrido, le permite decir que el criminal nazi no era un desalmado manipulador, un odiador violento y serial, sino que era un ser insignificante, un empleado que quería ascender, un burócrata, un hombre común compenetrado con su labor, sujeto a una mera razón instrumental, motivado por una banalidad: hacer bien su trabajo. Un hombre que resguardaba su inocencia en la idea de “que no podía actuar de otro modo”, que fue el brazo ejecutor de una idea pero que tuvo que evitar pensar para serlo. Un enajenado que se resguardaba en una decisión anterior, para cubrir con un mantra –“es mi deber”, “cumplo órdenes”–  cualquier duda que pudiera sobrevenir.  

La misma alienación tenían los marines cuando eran entrenados con jueguitos de videogame para matar en la Guerra del Golfo, como mostró Harum Farocki en Serious Games I-IV (2009-2010). El director de cine alemán, en esos documentales, exploró cómo el ejército estadounidense emplea la tecnología de los videojuegos con el fin de entrenar a las tropas para la guerra, con anteojos que convierten a las personas en figuras virtuales: así pueden ser asesinadas sin culpa. Antes de ser anexados a esos campos de exterminio, como los que hubo en Argentina y otros lugares del Cono Sur, los judíos también fueron deshumanizados.


| Y no porque sean artífices de crímenes extremos, sino por ser cómplices de una perversa maquinaria que no se atreven a cuestionar, negando su capacidad de pensar: un “mal banal” |


Durante el régimen nazi se crearon las condiciones perfectas para incapacitar de pensamiento propio a la mayor parte de la sociedad; se provocó una pérdida de conciencia en el pueblo alemán en general. Paulatinamente, los alemanes entraron en conmoción sin poder discernir lo que estaba bien de lo que estaba mal. En palabras de Arendt: “No tuvo Eichmann ninguna necesidad de «cerrar sus oídos a la voz de la conciencia», tal como se dijo en el juicio, no, no tuvo tal necesidad debido, no a que no tuviera conciencia, sino a que la conciencia hablaba con voz respetable, con la voz de la respetable sociedad que le rodeaba.”[5]

Finalmente fue llevado a la horca.[6] Los criminales fueron condenados pero la influencia del nazismo conserva su vigencia como un proyecto humano, no bestial; no excepcional, sino extendido y común. No habrá expiación argumentando que haya algo monstruoso en ellos. Arendt apunta que Eichmann, en ese engranaje, tenía un cargo técnico y pasaba inadvertido siendo una persona del montón, actuando en nombre de la productividad y de una ética de lo instrumental, como podría ser cualquiera: ¿todxs podríamos ser Eichmann? Difícilmente seríamos Hitler. Eso es lo que vuelve más peligroso a “los Eichmann”. ¿Cuántos Eichmann puede haber en nuestra sociedad actual? Eichmanns de las corporaciones internacionales, en los medios de comunicación, funcionarios en instituciones nacionales. Eichmanns aquí, allá, por todos lados. Y no porque sean artífices de crímenes extremos, sino por ser cómplices de una perversa maquinaria que no se atreven a cuestionar, negando su capacidad de pensar, quizá para poder subsistir en la “normalidad”, guardando razonables posiciones: un “mal banal”. 

¿Cómo juzgar a las personas que se tornan cómplices de atrocidades siendo funcionales al suprimir cualquier forma de pensamiento y cediendo al estado narcotizante de la eficiencia? En una suerte de “individualismo gregario”, se crea una masa de sujetos que, desconectados entre sí, piensan, dicen y actúan de igual manera: “se piensa”, “se dice”, “se actúa”, sin reconocer referentes colectivos para anclarse. En un mundo donde reina la efectividad, la virtualidad y el individualismo, se abona el terreno fértil del no pensar en términos éticos ni en una línea histórica que anude causas con consecuencias. ¿Culpar o entender? 

En un conglomerado homogéneo con apariencia de diverso, creer que quien alza una voz dice algo distinto ocluye la banalidad de la que surge. En términos de Arendt, el mal radical es la superficialidad, es subestimar pequeñas acciones de personas “comunes”. ¿Cómo despertar a una sociedad adormecida que riega el mundo de actitudes carentes de reflexión, donde nos tornamos cómplices sin testigos, culpables sin prueba, sujetos sin historia? Algún punto intermedio hay que buscar entre la complicidad y la supervivencia, mientras el tiempo decanta la respuesta. Arendt deja en claro que el mayor mal en el mundo es el mal cometido por los “don nadies”, las personas “sin motivo”, sin convicciones, aquellas que no poseen un corazón malvado ni están poseídos por pasiones satánicas. Una maldad tras la que no se esconde la locura ni la patología, sino la radical ausencia de pensamiento. Acciones cometidas por personas superfluas, incapaces de dar una respuesta propia a una situación moral conflictiva, guiadas por el razonamiento del emogi. Seres humanos que se rehúsan a ser tales por no querer pensar en las consecuencias de sus actos u omisiones.  

 


* Ilustración de Víctor Hugo Asselbon 

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[1] En rigor de verdad, Eichmann es secuestrado en la Argentina por la Mossad para no tener que utilizar la figura del “deportado”, hecho que crea un conflicto diplomático.

[2] Arendt contaba con un enorme prestigio intelectual sobre todo por la obra Los orígenes del totalitarismo (1951), por cómo describe el ascenso del antisemitismo en Europa a mediados del Siglo XIX y la emergencia de los nuevos imperialismos en 1884, cuando se hace el reparto de África subsahariana en la Conferencia de Berlín, encabezada por Bismark. Así, estudia al imperialismo europeo. Los orígenes del totalitarismo, para Arendt, son el antisemitismo –que da pie para que surja el nacionalsocialismo– y el imperialismo –que requiere de un control político y militar para resguardar el excedente de capital, que la explotación de ultramar generaba a esos imperios. 

[3] Esa objeción fue juzgada como gravísima. Le costó críticas de intelectuales, de colegas, de la opinión pública y hasta de amigos que no le hablaron nunca más. La idea de que haya habido cómplices en las propias filas –lo que podría comprobarse en toda masacre, matanza o genocidio a lo largo de la historia– resultó, en su boca, totalmente inadmisible. Un ejemplo de la controversia es la denominada “Conquista” española que, esclavizando y explotando a los nativos, violando a las mujeres y saqueando los recursos naturales, pocas veces se la reconoce como “genocidio”; más bien se la considerada dentro del marco “civilizatorio” del flujo de la “historia”, justificada según el positivismo darwinista: base de razonamientos racistas que, directos o implícitos, se siguen reproduciendo hoy. 

[4] Muchos ejemplos en la literatura y en el cine argentino construyen el personaje del represor que es “buen padre” y “honorable señor respetado en la sociedad”, como por ejemplo dos obras de teatro de Eduardo Pavlosky, llevadas también al cine: El Sr. Galíndez (1973) y Potestad (1985).

[5] Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal. Barcelona, Lumen, 2003, pág 78.

 [6] Hannah Arendt cuestiona al juicio tildándolo de farsa ya que se sabía de antemano que se lo iba a condenar a muerte, dijera lo que dijese. Los cargos contra Eichmann fueron numerosos. Después de la conferencia de Wannsee (enero de 1942), Eichmann coordinó las deportaciones de los judíos de Alemania y de otras partes de Europa occidental, meridional y norte, a los campos de exterminio. Y detalló minuciosamente los movimientos para que su oficina se beneficiara de los activos confiscados. También coordinó la deportación de diez mil gitanos. Además, fue acusado por ser miembro de las organizaciones Tropas de Asalto (SA), Servicio de Seguridad (SD) y la Gestapo –las cuales ya habían sido declaradas organizaciones criminales en 1946, en el juicio de Núremberg–. Por esos y otros cargos más, Eichmann fue encontrado culpable y condenado a muerte. El 1 de junio de 1962 fue ahorcado, su cuerpo cremado y las cenizas esparcidas en el mar, más allá de las aguas territoriales de Israel. La ejecución de Adolf Eichmann ha sido la única vez que Israel ha decretado una sentencia de muerte.



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