“Anatomopolítica del coronavirus (2)”, por Florencia Eva González
Llamado a la solidaridad: una
vacuna contra la neurociencia
¿Qué nos hace humanos? La
neurociencia dice tener la respuesta: una región del cerebro –la prefrontal–
nos hace humanos... ya que rige la conducta y es la zona dónde radica la
posibilidad de elegir. El estudio de esta parte del cerebro indica que incluso
se puede entender por qué elegimos ese dentífrico o aquel color de auto,
determinante de la variabilidad en la conducta humana. Esta disciplina que
estudia el sistema nervioso pretende explicar la conducta y el padecimiento
mental según bases biológicas. Un pensamiento que atenta contra el pensamiento
crítico borrando las singularidades, uniformando y disciplinando conductas cuya
figura alimenta, como un fantoche, el mercado de los medicamentos. El
neoliberalismo se siente a gusto con esta postura biologicista, estableciendo
un criterio solapadamente racista sobre qué es normal y qué patológico. Esos
criterios de normalidad, salud y enfermedad están determinados por los
departamentos de marketing de los laboratorios farmacéuticos, una de las industrias
más poderosas que mueven el mundo. Criterios que difunden los medios de
comunicación legitimando sus postulados por sus poleas de transmisión simbólica
y directamente publicitaria. Para vender medicamentos hay que desarrollar
enfermedades, reales e imaginarias al punto de no poder distinguir las
diferencias, y una política del aseo aplicada en la actualidad con tal fruición
que sería la delicia de los higienistas del siglo XIX.
La neurociencia es progresista pero
descree de la historia, de la afectividad, hablan solamente de una lógica
cerebral –que no se niega que exista– pero que no coincide con el devenir del
sufrimiento humano. ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Por qué hay que responder a
determinada cifra y entregarse a ser cuantificados? El modelo que alimenta la
“neurociencia cognitiva” desarrolla vastos modelos de educación y se llena la
boca con modelos de formación en “la ciencia” perdiendo de vista que la
afectividad es el motor del aprendizaje y no una conductista lógica neuronal.
Así, promueven un pensamiento uniforme con criterios funcionales, pragmáticos y
utilitarios. Un discurso ideológico totalitario con un argumento
pretendidamente científico.
Se repite la pregunta en estos días
de reclusión masiva y obligatoria por la pandemia del coronavirus: ¿qué mundo
es de esperar cuando pase la crisis? El discurso neoliberal con sus consabidos
recortes al Estado, sobre todo a la salud y educación sometidos a las lógicas
del mercado, hace pensar en un avance discursivo en los argumentos que apoyan a
las políticas estatistas, impensable apenas unos meses atrás. En Argentina, es
la línea de bandera la que trae a los parias nacionales, son los médicos
salidos de la Universidad Pública los que toman la palabra y sacan a relucir
investigaciones sistemáticamente ninguneados por los gobiernos, y es la Salud
Pública la estrella de la curación. Pero, ¿será que el Estado le gana la
pulseada al mercado, y que el discurso de la “solidaridad”, el “ser mejores”
después de la cuarentena cuadra para el futuro?
Muchas cosas no serán las mismas
después de esta pandemia. Esta tragedia nos hace recordar la fragilidad de
nuestras vidas, la precariedad del orden del mundo así como del devenir
solitario en comunidad que llenan las horas con otras rutinas de un día al otro;
pero eso también pasará. Y llegaremos a relativizar y hasta subestimar los
padecimientos de estas horas. Son estrategias para sobrevivir al drama vivido:
el olvido, y otra rutina tapará la anterior. Pero el mercado y el nuevo mundo
que acechaba no olvida y encontrará el resquicio –ya abierto– para entrar
airosos en esta crisis mundial. Así se alzará con el triunfo la comunicación
digital, los nuevos contratos de empleo, el trabajo a distancia freelance, las
modificaciones que asoman en la distribución de los tiempos de ocio y de
trabajo –con menos diferencias que nunca–, la tecnología como súper herramienta
de control, nuevas maneras de relacionarnos y las afectividades bajo el imperio
de la virtualidad. ¿Qué dirán las neurociencias? Cuando termine esta
pandemia –y antes de que comience la próxima– verán avanzar sus posiciones, su
discurso, tomarán por asalto no solo el cielo de la comunidad científica sino a
la sociedad en su conjunto, coronados de viralizados aplausos. Tendrán un campo
inmenso de inoculación ya que cuentan con datos para regar nuestro parafrontal
con atildadas razones, desde el marketing hasta la ley, desde la educación
hasta la política. Sus números ganarán la partida. Midiendo el exacto
equilibrio químico del cerebro para ser felices y estableciendo niveles de
neurotransmisores saludables para no tener que ser medicalizados. Lo seremos
igual. El ex presidente Macri en un discurso para nada fortuito dijo algo
interesante al respecto. Su imagen actualmente devaluada no debe confundirse con
su discurso y los valores que representa, en auge. Dijo pretender “la
construcción de un país en el que todos podamos conseguir nuestra forma de
felicidad”. Después de todo, la felicidad deviene en una cuestión de
Estado.
En el imperio de los números, “los
datos son datos”, también se escucha con asiduidad, tautología que haría
temblar a Popper. Frase que no aclara datos cómo, por quién y con qué método
son extraídos. Bertrand Russell, en algún universo, debe ser un ente feliz con
este mundo que se revitaliza basado en un positivismo lógico extremadamente
básico; con leyes de la biología encuadrando a la naturaleza y que plantea
criterios cuantificables desde el punto de vista evolutivo de la especie, las
lógicas del costo-beneficio reducen a preguntas simples, respuestas de
laboratorio y al revés.
Coronavirus: ¿qué nos espera? El
individualismo encuentra una luminosa vuelta de tuerca en el nuevo escenario
revitalizando la matriz ultra subjetivista que se basa en la idea de que
cuidándose a sí mismo, se protege al mundo. Así, bajo esta anatomía política
seremos juzgados, clasificados, destinados a vivir de un cierto modo, en
función de discursos verdaderos que sobrellevan derivaciones de poder. Esta
reformulación de la necesidad del cuidado de sí, entra en
correspondencia con una nueva forma de disciplinamiento en términos de
producción de la imagen corporal perteneciente al terreno de lo abstracto, como
un virus que nadie ve aunque sí sus consecuencias. Una construcción simbólica
que se torna instrumental difundiéndose como objeto de consumo a través de una
cámara que nos mira, controla y expone en el propio acto. Este engranaje brilla
con la pandemia y la reclusión, con los cuerpos en sus casas frente a las
pantallitas. La idea de contagio que justifica intensos cuidados de sí
porque “salva vidas”, no sólo es un paso más en la anatomopolítica sino
que configura un nuevo paradigma higiénico, la tecnología digital como rumbo
inextricable, el discurso mediático ultra legitimado y el avance de la
neurociencia y de las ciencias duras como nueva hegemonía discursiva.
Cuando se dice que esta pandemia
nos instruye sobre la necesidad de “más educación”, esta idea refiere casi
exclusivamente a la formación de las nuevas generaciones en las ciencias duras
y en la creación de estadísticas. Ese paradigma trunca al pensamiento crítico,
tildado de pesimista, escéptico. ¿Qué respuestas puede dar la crítica
literaria, la sociología, el arte, la semiología o la filosofía de
explicaciones largas, ante este nuevo orden del mundo dominado por la
exacerbación de la individualidad, por la creatividad reducida a las síntesis
que ofrecen twitter y memes, y por los números? Pues muchas, porque en cuanto
perdamos nuestras narrativas, nuestra historia, las luchas que nos forjaron, se
entregará el sentido y la subjetividad a las lógicas que enarbolaron a la
civilización occidental como “superior”.
Podrán venir nuevas inversiones
para que el Estado se robustezca y el consiguiente discurso que justifique esas
prácticas ya que es “el único que nos salva en estas crisis”, pero “apretar el
acelerador” es otra cosa. Es aceptar la importancia de ejercer una lucha por el
sentido y del campo de conocimiento, construir máquinas autónomas del sistema
central, reapropiarse de la trama biopolítica y establecer un salario social
que logre redistribuir la producción social y la enorme renta financiera. Pero
esas “ideas” sólo podrían ser resultado de un proceso: las crisis pueden
acelerarlo pero no crear, por generación espontánea, nuevas ideas. Es de
esperar, entonces, la exacerbación de un mundo con nuevas medidas de
“seguridad”, con renovados bríos estadísticos y subjetividades mediatizadas por
el cuerpo abstracto que brindan las redes. Y en el mejor de los casos: la
nacionalización de servicios públicos y la modificación de las estructuras
productivas, con nuevos ganadores y perdedores dentro de la edificación del
poder.
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