“La Lengua es un sueño eterno”, por Nicolás Rivero


Amado Alonso en la Argentina: Una historia global del Instituto de Filología (1927-1946), de Miranda Lida. Bernal, Universidad Nacional de Quilmes Editorial, 2019, 184 páginas.

La historia de las lenguas nacionales es la de los conflictos políticos. Siendo el Siglo XX un caldo de enfrentamientos donde los países emergentes buscaban pensarse distintos a los antagonistas que los habían colonizado, la situación en la Argentina se encontraba exacerbada por los laureles que cosechaba en la región y, también, en el mundo. A estos créditos de promesa cultural se sumaba el trabajo del lingüista francés Lucien Abeillen Idioma nacional de los argentinos, publicado en París en 1900, donde proponía que en el país austral se hablaba una lengua distinta al español. La famosa soberbia rioplatense parecía entonces sentirse autosuficiente para llevar a cabo el análisis y organización de su idioma. No obstante, la creciente ola inmigratoria, las preexistentes variedades lingüísticas y las rispideces dentro de las élites culturales reclamaban una intervención de rigor académico que se abocara a la cuestión de la Lengua.
En este contexto desembarcó el joven Amado Alonso en la Argentina; con el apoyo de Ramón Menéndez Pidal desde el Centro de Estudios Históricos en Madrid (CEH), se dispuso a llevar adelante la ambiciosa empresa en el Instituto de Filología. Alonso contaba con un impresionante currículum donde resaltaban su reciente experiencia en Puerto Rico y el debate planteado a Wilhem Meyer-Lübke; choque que comenzaría a poner a la escuela española al nivel de la germánica respecto del estudio de las lenguas románicas. Sus aptitudes excedían lo meramente académico. Su carisma y manejo de las relaciones interpersonales eran una pieza clave en un contexto donde la organización del Instituto de Filología, una ciencia muy específica pero que agitaba susceptibilidades, ya había fracaso en más de una ocasión.
El escollo que podía representar su corta edad para el cargo fue aminorado por el espíritu de la Reforma Universitaria de 1918. También encontró nuevos aliados, algunos de ellos tan insospechados de antemano como Ricardo Rojas quien, en el discurso inaugural del Instituto, se siguió mostrando como un defensor del nacionalismo; Rojas festejaba la creación de una institución abocada a la reflexión sobre la lengua y esto iba de la mano con los intereses de Menéndez Pidal, Américo Castro y el propio Alonso. Si se mencionan aliados es porque los detractores no faltaron. Entre ellos resaltaban el periodista Arturo Costa Álvarez, periodista de La Prensa, de críticas  mordaces y prejuiciosas hacia la nacionalidad de Alonso, que describía al Instituto de Filología como un centro que borraría la identidad argentina del lenguaje –estas injurias podían ser entendidas como el temor de Costa Álvarez  una nueva conquista española.
El otro que se presentaba como un fuerte polo opuesto era el escritor Vicente Rossi. El autor de Cosa de negros (1926) acusaba a los filólogos españoles de inventar un idioma gauchesco que retraducían al español antiguo con apuro y erigían al Martín Fierro como el monumento de esta decisión. Este tono irreverente y mordaz fue irresistible para un joven Jorge Luis Borges quien ya comenzaba a ganar peso en la cultura porteña. Si bien Borges respetaba la intención de estudiar la lengua con cierto rigor científico, sus preocupaciones por momentos coinciden y por momentos friccionan con las de Rossi y su obra, que abordaba la riqueza del “idioma argentino” enfocando las influencias afroamericanas e indígenas.
Con todo, la visión de Alonso distaba de ser homogeneizadora. Su conocimiento del euskera, entre otras experiencias personales y académicas, lo hacían consciente de la importancia de las lenguas vernáculas. No desdeñaba la idea de unidad, pero apuntaría contra aquellos que reducían el lenguaje argentino a un porteñismo cuando las variedades del interior lo convertían en un territorio mucho más fértil para los estudios filológicos. El instituto dio muestras de esta postura. La inclusión de nuevos colaboradores como Morínigo, Rosenblat, Batistessa. Maria Rosa y Raimundo Lida, Berta Vidal de Battini o Frida Weber de Kurlat fortalecieron la actividad y dieron muestras de la capacidad de su director de sortear las problemáticas presupuestarias haciendo de ellas, muchas veces, una fortaleza. Pues la intensa investigación, recopilación y posterior publicación en colecciones servían también para generar ingresos extras que mantuvieran al instituto. Además, los libros reemplazaban la regularidad de una revista que competiría con el CEH en Madrid que no deseaba perder su rótulo de referente.
La llegada del franquismo clausuró el CEH lo que permitió al Instituto ocupar ese lugar privilegiado en materia de estudios filológicos. Este prestigio fue en aumento con la ampliación de su staff de colabores, las relaciones con la universidad de Columbia, la publicación de la revista, colecciones de libros donde se forjaron convenios como con la editorial Losada y el asilo a figuras desplazadas por los conflictos políticos en Europa. Además, se consiguió ampliar el presupuesto  y nuevos ingresos como los de la Fundación Rockefeller. Esto logró mantener gran parte del grupo de trabajo y, por consiguiente, reforzar su labor sobre lo ya construido.
Tras casi veinte años de gestión, sorteando los sacudones políticos y económicos de las complejas décadas del 30 y 40, la intervención católica del golpe de 1943 sufrida por la Universidad de Buenos Aires quitó a Alonso la libertad con la que hasta entonces había manejado el instituto. Esto lo motivó a aceptar la dilatada invitación a ser profesor en Harvard por una temporada. Pero ya con el ascenso del peronismo, teniendo en cuenta la postura que este mantenía hacia Estados Unidos, una excusa en forma de vericueto burocrático impidió a Alonso regresar al Instituto.
De esta forma, con la dictadura franquista en España y las contradicciones del nuevo modelo político que se instalaba en Argentina, Alonso terminó por perder sus dos “hogares”. Quedó sin embargo, el antecedente de una generación brillante de intelectuales que llevaron al país a una época dorada en lo que estudios de filológicos respecta. Contradictoriamente, la Lengua no supo responder a las ideologías recelosas que se negaban a entender a quienes cuidaban del vehículo por excelencia de la comprensión humana.
El libro de Miranda Lida es un minucioso recorrido por lo que pudimos y todavía podemos hacer. Recupera la figura de Amado Alonso con objetividad bibliográfica, pero también con una admiración que invita al lector a acercarse a esa dama llamada Lengua en ocasiones tan elusiva o expectante.

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