"Raíces machas", por Miryam Pirsch


Bajo sus pies, de Leticia Obeid. Buenos Aires, Blatt & Ríos, 2020, 241 páginas.

A casi un año de la muerte de su madre, Elena vuelve al pueblo cordobés donde pasó la infancia y adolescencia. El motivo, un homenaje organizado por la municipalidad. Pero más allá del evento, Elena se instalará en la casa materna para transitar su propio duelo y un homenaje personal: ponerse al frente del campo de la familia y, con esto, reaprender a vivir en ese pueblo.
Poco sabemos de la vida que Elena lleva en la ciudad pero sí que se marchó empujada por la madre, quien (seguramente) no estaría de acuerdo con la decisión que ha tomado ahora, en su ausencia.  El duelo de Elena consistirá en un largo revivir organizado en tres etapas que titulan los capítulos de la novela: “Barbecho”, “Siembra” y “Cosecha”. Durante los meses de su permanencia vivirá y revisará los vínculos familiares, la amistad, la relación con su madre y el proceso físico y emocional de su trayectoria seguirá estos tres momentos de preparación, ejecución y evaluación de los resultados.
La peripecia íntima que atraviesa Elena será reconocible para cualquiera que haya atravesado un duelo: la perra Tita se volverá su compañera inseparable, aquella con quien compartirá lo que alguna vez hizo con la madre (abrazarla, llevarla de paseo, dormir juntas, compartir la hora de la comida y la de la televisión), encontrar la comida que la difunta dejó en el freezer meses atrás y al comerla recuperar cierta forma de los sabores que nunca más volverán, respetar el orden en que dejó sus objetos por última vez, reconocer los olores con que la casa recibe a sus visitantes, la letra prolija de la ordenada agenda con el dato preciso para cada contingencia de la vida cotidiana. Colores, sabores, temperaturas, sonidos, texturas conforman un cuadro incompleto, un rompecabezas al que le falta una única ficha irrecuperable: “Todo sonaba un poco roto” (14). Finalmente, en un ritual de autoinvestidura, se pondrá las ropas, el maquillaje y el perfume materno y con ese uniforme estará en condiciones de poner en marcha el cultivo del campo, último proyecto que la ausente no llegó a concretar.
El uniforme que Elena se confecciona parece hacerla inmune a la catarata de machismos con los que convivirá en el pueblo a medida que se reencuentre con la gente de su pasado: el exnovio violento, el “¿por qué no te casaste?”, el “¿qué raro que a tu edad no tengas hijos?”, el tío que quiere administrar el campo, los “expertos” que hablan de lo más conveniente para su campo como si ella no estuviera presente en la conversación, en una competencia entre machos que a la protagonista casi parece causarle gracia. Otros micromachismos cotidianos vendrán de su propio hermano, cuando viaje al pueblo a revisar los números de la cosecha, dejar platos sucios y desorden por toda la casa.
Lejos de la idealización de la bucólica campiña, estamos en la pampa de la industria agropecuaria de la soja y la especulación, la de los criollos que manejan 4x4, la de las cooperativas que se han vuelto financieras, la que sigue considerando solo a los varones como iguales.  Como una guerrera al final de la batalla,  Elena podrá desprenderse de las prendas maternas una vez que haya “cosechado” lo que se propuso: “Dejar de estar vestida de su madre le hizo bien. Recuperó un poco su aspecto y su edad propios, y un sentido más preciso de los contornos del cuerpo y de su relación con la tela, el aire, el afuera” (239). Fuera de eso, el teléfono y su computadora han sido el puente con el afuera urbano, con las redes sociales y las series que mira por la noche y la sacan de la nueva rutina rural para recordarle que es una pasajera, una nueva Elena que necesitó de la muerte y del homenaje para sentirse una nueva mujer, como la Helena (así, con H) con que han escrito su nombre en la placa para la tumba materna.


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