“ANATOMOPOLÍTICA DEL CORONAVIRUS (3)”, por Jimena Néspolo
¡Al
gran pueblo argentino, salud!
Inversamente proporcional a la transmisión del
virus es la generación y propagación de nuevas metáforas para pensarlo. Medios,
comunicadores y gobierno insisten una y otra vez en la imagen del “enemigo
invisible” para explicar la pandemia. Pero no conviene olvidar que el lenguaje,
en tanto instalación socio-cultural que nos distingue como especie, crea
sentido en un aquí y ahora que se activa como memoria y actúa en la realidad.
El spot
publicitario de YPF condensa una
serie de lugares comunes sobre la nación, la patria y la argentinidad que es
preciso desmontar desde el mismo hashtag del eslogan: “Nosotros estamos afuera,
poniendo lo que llevamos dentro. Vos #QuedateEnCasa”. Exterioridad e
interioridad se invocan a partir de ámbitos propios que denotan dos clases sexo-genéricas
de sujetos: los activos y los pasivos. El tono altisonante de la voz en
off remite a un nosotros viril,
masculinizado que “pone lo que tiene que poner”, lo mismo da si es la verga, el
sentimiento o la nafta que “lleva dentro”. Para dotar de espesor heroico a la
lucha contra este “enemigo invisible”, “cobarde”, “que no muestra el rostro” convoca
al general San Martín y conmina a todos a convertirnos en héroes. El
comunicador Eduardo Feinmann lo resumió en estos días con la sentencia: “Hoy
podés salvar al mundo rascándote las pelotas: ¡Quedate en casa!”
Hace tiempo el pensamiento feminista insiste en
que el ámbito doméstico, lejos de ser el claustro de la “rascada”, es un
escenario de trabajo no rentado, invisibilizado, que hace pie en la paciencia,
el silencio y el cuidado. La ideología que subyace al mensaje de Feinmann barrunta
en sus entresijos que sólo es posible “quedarse en casa” recargando el discurso
altisonante de la heroicidad macha. El spot publicitario, por si hubiera dudas,
lo refrenda: “¡Que nadie afloje hasta que recuperemos nuestra libertad!”: el
ámbito doméstico como sinónimo de reclusión donde la masculinidad se depotencia
frente a la mujer-jaula que maneja hábilmente los cerrojos. La escritora
decimonónica Eduarda Mansilla ironizó en el relato “La jaulita dorada” (1880) y
en tantas otras intervenciones sobre los límites y las posibilidades del
accionar de las mujeres en el home. Nuevas
significaciones se proyectan, por tanto, sobre el fallido del discurso de
Alberto Fernández al ganar las elecciones presidenciales en diciembre pasado: donde
dijo “Volvimos para ser mujeres” y debía entenderse “Volvimos para ser mejores”
se delinea el contorno de un nuevo estilo de Estado Maternizado. Oxímoron inextricable
que permite entender, no obstante, la presencia del busto de Juana Azurduy en
el spot exclamando a viva voz “¡Que el cuidarnos sea nuestra espada!”.
Pero analicemos el modo en que cierra la
publicidad de marras: “Enseñémosle a este virus maldito que aquellas palabras
escritas son el destino de nuestra patria. Al gran pueblo argentino, SALUD”. El
verso de Vicente López y Planes, extraído del Himno Nacional Argentino, se
vuelve certeza de un designio: “Al gran pueblo argentino, salud” ya no es el
santo y seña de reconocimiento entre “los libres del mundo” sino exaltada convicción
de que aquí la “salud” es un destino.
Pues bien, para encontrar los orígenes de la
metáfora del “enemigo invisible”, en tanto amenaza que acecha a todo el
cuerpo-nación, es preciso retrotraerse a la segunda mitad del siglo XIX y al
proyecto higienista que cimentó las bases para que federales y unitarios
avanzaran en una alianza que permitiera la modernización argentina. Una serie
de pestes que azotaron Buenos Aires entre 1867 y 1871 favorecieron que el paradigma
higienista salubridad/insalubridad se instalara, con su imaginería de
enfermedades epidérmicas en tanto nuevo enemigo ante el cual debían enfrentarse
todos por igual: el campo y la ciudad, ganaderos, intelectuales y burgueses,
gauchos e inmigrantes. El paradigma sarmientino civilización/barbarie se volvía
insuficiente, aunque tempranamente la mirada protomédica de Sarmiento, al
concebir el territorio argentino como una inmensa anatomía enferma con
problemas de circulación, ya había preparado la escena que aseguraba su
protagonismo –“el mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el
desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en sus entrañas” diagnosticaba
en Facundo (1945). Y fue,
precisamente, en su presidencia y los años posteriores en que se refunda y
reconstruye Buenos Aires con la bandera de la salubridad, como gran frente aglutinante
capaz de superar todos los antagonismos, luego de que la peste de fiebre
amarilla de 1871 diezmara notablemente el grueso de su población.
¡Eureka! Estos son, además, años intensos y
fundacionales para nuestra literatura. José Hernández viaja desde Montevideo
para visitar a su familia en 1872 y se instala en el Hotel Argentino. Proscripto
por Sarmiento y con el infausto temor de que la epidemia volviera a desatarse,
se encierra en la escritura de El gaucho
Martín Fierro. La peste y sus imágenes del horror también
generaron las condiciones de posibilidad y de recepción para que Juan María Gutiérrez
se animara a dar conocer un inédito de Esteban Echeverría guardado celosamente
desde hacía décadas. Como señala Noé Jitrik, El Matadero (publicado en la Revista
del Río de la Plata en 1871) “es el primer relato de carácter preciso, de
alto valor literario y de densidad testimonial producido en el Río de la Plata”
y, por si fuera poco, “tiene el mérito de anticiparse al realismo que se estaba
iniciando en su forma moderna en Europa”[1].
La publicación de ese híbrido entre crónica y
relato atroz, donde la tortura, la sodomía y el degüello animal y humano se
entremezclan, exhibe y simboliza el horror de las disputas políticas y la confluencia
de los cuerpos vivos y los cuerpos muertos en un lugar exacto de la ciudad. Precisamente,
el Matadero y el Cementerio Sud de Buenos Aires (hoy barrio de Parque Patricios) fueron separados después de la
gran epidemia, cuando se debatió sobre la necesidad de salubrificar los
espacios distanciando las zonas, hasta ese momento peligrosamente próximas.
El de las pestes es un tiempo en que las
sociedades se interrogan sobre las razones profundas de su estar en el mundo. Juan
María Gutiérrez subraya en el prólogo el valor testimonial de El Matadero, atajándose seguramente de las
posibles críticas. Denuncia, purgación y afán higienista se aúnan en su labor
de crítico: aparte del “valor histórico” de la obra, el autor –dice– “daguerrotipó
el cuadro que exponemos hoy al público”. Con esa presentación Gutiérrez emparda
la escritura con la fotografía, ofreciendo una certeza de máxima veracidad científica
y tecnológica que hasta el día de hoy se mantiene incólume.
Jorge Salessi recuerda que en 1871, Gutiérrez (rector
de la Universidad de Buenos Aires) participó del debate sobre salubrificación
de la ciudad de Buenos Aires, advirtiendo sobre el peligro “y los malos efectos
de la aglomeración de cadáveres en un suelo cualquiera”[2] y
apoyando abiertamente el proyecto de trasladar el Cementerio del Sud, adyacente
a la zona “daguerrotipeada” por Echeverría. Al ser publicado en ese aciago año,
El Matadero permitió articular y
separar dos grandes paradigmas de análisis de la cultura argentina de la
segunda mitad del siglo XIX: civilización/barbarie y salubridad/insalubridad. Mientras
el primero mantenía la grieta, el segundo la suturaba.
Es curioso que los cráneos que idearon el spot
publicitario no hayan acudido también al estribillo del Himno Nacional a fin de
atizar la batalla conjunta contra el coronavirus: “coronados de gloria vivamos
o juremos con gloria morir”.
*Ilustraciones de Paula Adamo
*Ilustraciones de Paula Adamo
[1] Ver de Noé Jitrik los ensayos Echeverría (Buenos Aires, Ceal, 1967) y El fuego de la especie. Ensayo sobre seis
escritores argentinos (México, Siglo XXI, 1971).
[2] Citado por Jorge Salessi, Médicos, maleantes y maricas. Higiene,
criminología y homosexualidad en la construcción de la nación Argentina (Buenos
Aires: 1871 -1914). Rosario, Beatriz Viterbo, 1995, p.56.
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