“LITERATURIDADES DE LA PESTE (2)”, por Florencia Eva González
¿Muere
el cine?
El
cine es un arte de Estado, como lo definió Lenin[1].
Su sentido ontológico-estético, desde su nacimiento en 1895, solo fue posible
en el contexto de un Estado en su fase masiva, total, así se piense en el cine
de la URSS, Europa o Hollywood. Su estatus ético-estético resulta prioritario
respecto a otros problemas que en verdad derivan de él: si el cine debe
depender económicamente del Estado, si un cineasta se posiciona a favor o en
contra de ese mismo Estado o con qué realidad intra o extra estatal debe
comprometerse una película. La percepción, a medida que trascurre el siglo XX, de
que su influencia se diluye a favor de experiencias más independientes no es más
que una ilusión nacida en las febriles intenciones de quienes creen que el arte
o el lenguaje puede mantenerse distanciado de lo político. Dispuesto como una
técnica, las imágenes se repiten en la oscuridad de la sala en el rito del
horario y el silencio, velocidad de fotogramas que pasa delante de la mirada
simulando un tiempo real. Una maquinaria cuya intención –se lo proponga o no–
moldea y es moldeada por la experiencia volcándose a formas de la estetización
de la política tanto como de la politización del arte. Esta circularidad no
reconoce orígenes ni puntos fijos; es un espejo distorsionado de
sobreimpresiones que se precipitan unas sobre otras, unas con otras,
determinantes y subrepticias como parte de una consistente materia histórica.
Pero además de poseer una poética, una materia artística que tensa los bordes
del lenguaje creando nuevas sensibilidades y conciencia, el cine es una
industria. Un producto de alto valor agregado que involucra un batallón de
oficios, artistas y diferentes disciplinas ensambladas en pos de realizar una
obra. Un trabajo de multitudes que motoriza una cantidad invaluable de fuerza
de trabajo.
La
importancia del cine en la industria del entretenimiento es tan honda como el
capital intangible que contiene, inocula y traslada. En ese sentido e igual que
el aparato industrial del mundo, la producción cinematográfica se encuentra
paralizada por la pandemia y sus condiciones de producción y reproducción deben
ser reformuladas. Pero en verdad, así como el Estado ha cedido su poder al mercado,
el cine ha enmarañado sus condiciones de producción y recepción cayendo en una
crisis que lleva décadas.
En
el final de La Gaviota de Antón Chejov, el personaje principal se
suicida en un cuarto privado. Su madre pregunta en la sala contigua cuando se escucha
el disparo: “¿Qué fue eso?”. Alguien sentado junto a ella en la mesa abandona
el juego de cartas, va a la habitación fuera de cuadro y lo encuentra muerto
con un tiro en la sien. Cuando regresa responde: “Explotó una lámpara de
aceite”. Lo mismo ocurre con el cine: si está muerto nadie se anima a decirlo.
Algunos porque lo aman, otros porque lo usan. Lo cierto es que el cine en
pantalla grande, flor de un día en festivales, solo le importa a los
especialistas, a los que lo tienen como modo de expresión y a los que teorizan,
al amparo de un diario o una cátedra. Entre tantísimas películas, su trama o
tratamiento no produce reacción ni sorpresas; los cinco primeros minutos
vuelven previsibles todos los demás. Entre imágenes viciadas de hipnotismo técnico,
el cine se ha vuelto un texto ilustrado, un fenómeno literario donde las
imágenes son de segunda mano: alguien escribe unas palabras y otro las ilustra.
Y así vemos al cine postrado: ¿agoniza o está muerto?
Peter
Greenaway, el director galés que ha modificado la manera de ver cine con El
cocinero, el ladrón, su esposa y su amante (1989) o Escrito en el
cuerpo (1996), que luego acusó a los espectadores de ser “analfabetos
visuales” en Rembrandt's J'Accuse (2009)[2] y,
más recientemente, ha abandonado filmar para exhibiciones en salas habituales,
se ha animado y lo ha dicho: el cine está “muerto cerebralmente” aunque siga “moviendo
el rabo como un dinosaurio”. No sólo anuncia su muerte sino que firma su acta
de defunción: 31 de septiembre de 1983, “cuando se introdujo el control a
distancia en el salón de estar de las casas porque ahora el cine tiene que ser
arte interactivo y multimedia”. El tema se torna complejo y mucho más aun
siguiendo los razonamientos de un director que considera que el pintor Vermeer
es el primer cineasta, quizá por la peculiar forma de trabajar la luz y por su
insuperable capacidad de captar el instante.
Marshall
McLuhan[3], considerado el padre de las ciencias de la
comunicación, desarrolló a mitad del siglo XX una batería teórica que puede
juzgarse ingenua pero algunas de sus premisas permanecen actuales. Por ejemplo,
aquella que indica que las nuevas formas tecnológicas de expresión reemplazan
las antiguas. Se ha anunciado la muerte del libro, de la televisión, del cine y
nada de eso ha sucedido; no mueren, se transforman y superponen, pierden su
capacidad de influencia hegemónica pero sobreviven en
tiempos de desarrollo fractal. Posiblemente eso es lo que sucede con el cine:
no muere pero claudica como ámbito de experimentación y vanguardia en su
capacidad de interpelar nuevas conciencias políticas. Mientras multiplica la
producción de imágenes uniformes, haciendo cada
vez más dinero con menos películas, cede como espectáculo masivo y
total, relegando la novedad a lugares ultra marginales.
Lo
cierto es que en los sets de filmación con los actores cara a cara y en los
estudios de grabación con cantidad de personas en pequeños espacios, será
imposible filmar. La pandemia obliga a reacomodar los modelos de producción que
ya estaban en proceso de recambio. Sin hablar del hábito de ir a una sala, rito
desacreditado por las nuevas generaciones que imponen pequeñas producciones,
contingentes y personales que se expanden en el mundo virtual y fragmentado. Por
otro lado, el culto on demand impone otra forma de producción y
percepción casera de películas, más íntima que nunca, como las plataformas por
streaming de HBO y Netflix, que ha estrenado películas antes que en sala y que
fueron santiguadas por los Oscars –tal es el caso de Roma (2018) de
Alfonso Cuarón y de El Irlandés (2019) de Martin Scorsese.
¿Qué
hacer? El cine sigue siendo un arte de Estado pues es una de sus caras
visibles. Su carácter de pseudo aparato estatal sigue vigente, más en
tiempos en que el Estado parece ganar terreno perdido. En Francia, por ejemplo,
el Centro Nacional de Cine (CNC) ha decidido relajar los términos estrictos de
su política de exhibición; y Corea, uno de los mercados más grandes del mundo,
apoya a los exhibidores con exoneraciones. Por su parte, EE.UU. reprogramó sus
lanzamientos millonarios de superproducciones de los estudios Universal,
Disney, MGM que siguen apostando a las salas. Otras iniciativas
proliferan durante el confinamiento: en Argentina, Cinergia Producciones
apuesta a reflotar el antiguo autocine y, en Alemania, el proyecto Window
Flicks a proyectar películas en fachadas de edificios de Berlín. Estas
iniciativas son gotas en un desierto y mucho más en nuestro país, mientras carezcamos
de una ley que proteja y regule la producción nacional y las cuotas de pantalla
de televisión[4]. Siguiendo a Greenaway y
admirando a Vermeer, como un improbable director de cine, y a McLuhan, en la
manera de concebir el vaivén no progresivo en la relación de la tecnología con
la expresión, quizá deba echarse mano de antiguas modalidades aplicadas a usos
actuales como el radioteatro, teleteatros por zoom, el autocine o el regreso de guiones
de hierro para ser grabados con elencos en cuarentena mientras dure la
filmación. Atisbos para pensar las condiciones de producción, la relación
Cine-Estado, artista-obra, arte-política y, más allá, discutir las condiciones
de distribución y usufructo en las redes y plataformas del nuevo siglo.
[1] En 1922, en una larga conversación sobre aspectos del
cinematógrafo con el Comisario Soviético para la Educación y la Cultura, el
crítico y dramaturgo Anatoli Lunacharski propició que Lenin resumiera la
relevancia que para los dirigentes de la Unión Soviética tenía el cine, también
en sus albores como arte narrativo, en la siguiente aseveración: “De todas las
artes, el cine es para nosotros la más importante”. Por otro lado, en el
período entreguerras, los grandes estudios de Hollywood, con ayuda directa e
indirecta del Estado, se convirtieron en el eje de la industria cultural
norteamericana,
[2] Rembrandt’s J’Accuse es un documental que se
centra en el estudio de la obra “La Ronda Nocturna” pintada por el holandés en
1642. Greenaway a partir de esta obra de Rembrandt dice que en más de tres
siglos no se ha realizado una correcta interpretación de ese cuadro ya que la
educación moderna se basa excesivamente en la comprensión de textos verbales,
convirtiendo en la era de la imagen, masas analfabetas en lectura de
imágenes.
[3] A Marshall McLuhan lo han llamado “el profeta de la
era digital”, principalmente por su obra más difundida La aldea Global publicada
originalmente como Understanding Media en 1964, donde desarrolla estos
temas.
[4] En medio de la pandemia, con las productoras de cine,
televisión y publicidad paradas igual que toda la maquinaria y la fuerza de
trabajo que absorbe, se exige la intervención del Estado. No solo para que
otorgue subsidios sino también para que regule el ingreso de producciones
extranjeras, como teleteatros brasileros o turcos que obturan la exigua
industria nacional. Poner sobre el tapete la cuota de pantalla televisiva,
recuerda la vapuleada Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual,
conocida como Ley de Medios que regía sobre distribución de licencias de los
medios radiales y televisivos, y que regulaba cuestiones referentes a la
producción nacional. Promulgada en el año 2009, en la presidencia de Cristina Fernández
de Kirchner, tenía ítems cuestionables, perfectibles y medidas completamente
necesarias que, a dos días que asumiera Mauricio Macri en 2015, por un decreto,
quedó completamente derogada, dejando un vacío legal al respecto.
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