“ANATOMOPOLÍTICA DEL CORONAVIRUS (6)”, por Florencia Eva González




Estética de la muerte con la peste

Las formas de la muerte son intrínsecas a los movimientos subjetivos de las sociedades, un lugar incómodo que moldea el formato de la vida. El uso que cada cultura hace de los cuerpos muertos habla de su relación con lo trascendente y elabora una concepción del tiempo. ¿Qué es un cadáver sino tiempo acumulado, un prisionero en los laberintos de una eternidad que no vivirá? ¿Qué es la muerte sino un tiempo de ausencia donde todo tiempo es pasado?
La epidemia elabora una nueva estética[1]. Un continuum de muertes sin la imagen de sus cuerpos mientras el espacio vital se ha reducido drásticamente. En el ámbito público, con el otro convertido en amenaza, y en el íntimo, con el confinamiento a cárceles hogareñas, queribles en el mejor de los casos pero que guardan la asfixia de un apoltronado estuche como si fuera otra muerte. ¿Qué imaginario estético construye la experiencia de la pandemia, con la muerte imponiendo su primer plano en la cotidianidad y la existencia?
La peste nos hace convivir con la muerte en tiempo presente. Su pesado hálito recorre la ciudad entre el desierto de la noche y las agonías del día sin suspender su presencia ni siquiera para tomar cuenta del tiempo que va pasando. La fisonomía de la ciudad cambia. Desacelera su ritmo pero se torna frenética por la incertidumbre de las largas colas en la puerta de los almacenes, por el miedo al que pasa cerca y por el barbijo que esconde la pesadumbre de los rostros, porción de la misma identidad que se les niega a los muertos. Las ambulancias acompasan con su alarido un paisaje de paciencia sin porvenir, una longanimidad sin ilusiones. En el espectáculo velado de la muerte, las pantallas se atiborran de filas con camas esperando por sus enfermos y el saber médico toma la palabra repitiendo “respirador”...“contagio”. Es la muerte evocando un fondo vívido, casi tangible aunque su visibilidad sea negada al igual que su representación donde apenas se muestran imágenes de empleados funerarios depositando féretros sin público, postal de una fragilidad proporcional a las figuras indeterminadas y transitorias que impiden su traducción en términos de lenguaje o de símbolos que no sean el de los números, fríos diseños que sólo se entienden con las estadísticas.
Las pestes como el cólera y la viruela, o las epidemias de poliomielitis, sífilis o SIDA, han construido una percepción estética que alimentó miedos y prejuicios que tallaron en el diseño de las sociedades de control. Su poder letal e invisible podía interpretarse como plagas provinientes de un mal interno, divino; respuestas al vicio o al pecado. Las ilustraciones de sangrados en la epidemia de peste negra de la Europa medieval, por ejemplo, naturalizaron la sangre y las máscaras de pájaros que usaron los médicos que recuerdan los cuadros de El Bosco[2]. Imagen infernal de cuerpos endemoniados, con cabezas de cerdos y extremidades humanas, máscaras junto a los bubones y hemorragias que articulan la estética de un tiempo de pandemia que bien podría combinar los secretos pintados del averno con altares de espectros voladores de Érebo, rostro de vampiro con piernas de duquesa de Brabante o mutantes de carne de civeta convertidos en sopa.
Millard Meiss[3] en 1951 realiza un ensayo a partir de la descripción de la muerte de media población por causa la peste entre 1348-1420 en relación con el arte que vino después. La literatura de la época y la pintura se vieron impregnadas de un profundo pesimismo que abarcó la repulsión hacia la vida, entierros masivos en Florencia con los que Boccaccio abre el Decamerón, o los comentarios de un cronista de Siena donde relata que nadie lloraba los muertos porque ellos mismos esperaban ser los próximos en morir.[4] A lo largo de la Edad Media, el pensamiento religioso había enfatizado la brevedad de la existencia y la certeza que después de la muerte, se espera un futuro luminoso en el “más allá”.
La guerras del siglo XX trajeron como estética, ciudades en ruinas y cadáveres apilados o quemados. La muerte se comprendía en términos de bombardeos, campos de concentración y bombas nucleares, resultado de la fuerza de una máquina de guerra al servicio de la destrucción visible y material de cuerpos entre urbes devastadas. El escepticismo adquirió primera plana y parte del resultado fue el vaciamiento de sentido que encarnaron las Vanguardias artísticas luego de la Primera Guerra, y la fragmentación con el posestructuralismo después de la Segunda.
Las Vanguardias al vaciar de sentido las obras y por lo tanto el mundo, en su versión menos nihilista permitiría crear un nuevo mundo: a la muerte sobrevendría la revolución. Esta ruptura constituye el fin de la representación, o bien, en términos más antiguos, un abandono de la mimesis. El problema del arte moderno o de vanguardia es presentar lo impresentable, evitar la representación, posición que lo hace adquirir una “presentación negativa” como podría ser el Cuadrado negro de Kazimir Malevich en 1915. Esta obra, que el artista consideró teóricamente una de las más importantes, al negar la figura incluye a la vez a todas. El cuadrado es infinito, un agujero negro que todo lo chupa y contiene. Es muerte y vacío pero a la vez puede ser llenado de cualquier cosa, principio potencial creador que contiene las formas universo como un fractal o un bit. Luego de esa obra como máxima expresión conceptual del arte abstracto, no hay más allá. Después del Suprematismo[5], en lo que refiere a una estética, sólo queda el camino de regreso a lo figurativo o parcialmente figurativo.
Theodor Adorno ha escrito la famosa frase aforística después de la Segunda Guerra: “escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie”, un análisis crítico con respecto a la situación en la que el genocidio nazi ha dejado tambaleando toda expresión y vivencia cultural. En este sentido, la certidumbre luego del exterminio de millones de personas solo puede ser, nuevamente, un vaciamiento: la dialéctica negativa. Los valores de la sociedad occidental y con ella, la de la humanidad entera llegaron a un límite espiritual y al derrumbe de la racionalidad como modelo. En Teoría estética (1970) Adorno también se propone un camino de regreso, la posibilidad de volver a pensar después de Auschwitz el arte sin dejar entrar dentro de sí nada sagrado ni eterno, un punto en el que confluye con la muerte y la incapacidad de representación; materia donde muerte y arte se convierten en indescifrables: “En el arte todo se ha hecho posible, se ha franqueado la puerta a la infinitud y la reflexión tiene que enfrentarse con ello”.
Entre Auschwitz y los caminos de regreso, la sociedad occidental se esfuerza por disociar la vida de la muerte conjurando la ambivalencia en beneficio exclusivo de la producción de la vida como valor de tiempo cuantificado en términos económicos. Así, el cuerpo enfermo se concibe en función de que no produce. Pero un dilema no visto trae esta peste: también interrumpe el consumo. Entonces, ¿qué es la muerte en pandemia? ¿Qué subjetividades o estéticas constituye? En principio, un parate en la producción, problemas en la circulación de fuerza de trabajo y mercancías, y el drástico recorte en el consumo de bienes y servicios. Un problema económico impensado, la vulneración de los principios básicos en el recorrido virtuoso del capitalismo, una crisis sin precedentes que abarca todos los estadios de la producción.
En la era posindustrial la muerte es pensada como una máquina que no funciona, lo más parecido a que se corte la luz o a quedarse sin “conexión”. El límite significa falta de producción. La muerte equivale a la interrupción de la gran maquinaria económica, no las vidas que concretamente dejan de existir.
Por otra parte esta enfermedad global anula un sistema de creencias marcando el fin de una época que se pensó inmune a las pestes a gran escala, y eficaz en controlar la muerte eligiendo quién vive y quién no. Esta afirmación permite pensar una nueva relación con la muerte, mostrando la faceta más vulnerable de la existencia y la búsqueda de una asepsia en la convivencia, en el trato personal y en el cuerpo a cuerpo con los otros. ¿Dónde queda la masividad de los estadios, del circo devenido en espectáculo musical y deportivo en este nuevo diseño? ¿Dónde los apretujones de cosas y personas en los mercados, en las plazas, en las manifestaciones?
La muerte en medio de una pandemia modifica la naturaleza social de morir mientras las imágenes del deterioro y la lucha del enfermo son negadas, ocultas, invisibilizadas. La angustia que portan no puede ser sublimada, metaforizada por ningún lenguaje. Un resumen de situación que no oculta los trazos de Freud, quien ubica los dramas humanos en dos cuestiones que de aquellas asoman: la sexualidad y la muerte. En el caso de la segunda, su afirmación radical se afianza en la ausencia de registro, la prohibición de su nombre, la imposibilidad de su representación. “Sabemos que los muertos son poderosos señores”, dice Freud abriendo con esta frase sobre el “tabú a los muertos”.
La noción de “inmortalidad”[6] de Freud encuentra un resonante eco en Walter Benjamin en La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica[7], donde explora  la relación entre las formas de expresión artísticas tradicionales y aquellas surgidas del avance tecnológico moderno. Un concierto, una pintura son actos únicos que guardan un aura, un misterio enhebrado en el hecho de ocurrir por única vez: fugacidad y eternidad de un solo golpe. Hay que aceptar que el aura se escapa; no se puede poseer, detener ni atrapar. Esa imposibilidad es la que la era actual evita en la infinita capacidad de reproducción que permite la tecnología virtual, diluyendo el valor sagrado de una obra y anulando su excepcionalidad.
La tecnología configura un mundo donde las cosas y las personas no mueren. Pueden verse, leerse, oírse una y otra vez, multiplicándose en la ilusión de un instante perpetuo. Solemos creer que gracias a la era de la reproductividad técnica y el inconmensurable archivo virtual a nuestro alcance que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todo sucede un número cierto de veces, y no demasiadas, y una peste vino a recordar que el fin existe y que precisamente la sensualidad de la vida radica en su justa fragilidad.



*Ilustraciones de Paula Adamo




[1] “Estética” es un concepto de origen griego que se presenta como una rama de la filosofía vinculado a la consideración que cada época hace de lo “bello”. De ahí que se confunda “Estética” como su sinónimo Pero su conceptualización es bastante más compleja y en los últimos años, muchos teóricos vinculados al arte y la filosofía han profundizado su abordaje. Para sintetizar, “Estética” refiere a un dominio que siguiendo a Jacques Rancière, refiere a la “distribución de lo sensible”, a una visualidad que precisa un pensamiento y un emplazamiento de la mirada. De ahí  la vinculación de la Estética con el lenguaje de las artes, sobre todo con la poesía como un afuera del lenguaje en el lenguaje, es decir, como dislocación del lenguaje en las formas epistemológicas que se establecen como poder y resistencia en el devenir de cada época. Ver de Jacques Rancière, El reparto de lo sensible. Estética y Política (Buenos Aires, Prometeo, 2014). 
[2] Si bien poco se conoce de la biografía de El Bosco, una de las versiones indica que falleció en los primeros días de agosto de 1516, a consecuencia de una epidemia, aparentemente de cólera, declarada en ese verano.
[3] Meiss es un conocido profesor crítico estadounidense, especializado en el Quattrocento. Escribió puntualmente sobre la peste en Pintura en Florencia y Siena después de la Peste Negra (Princeton University Press, 1951).
[4] Después de un periodo de relativa calma con el gobierno de los Nueve apareció la peste –conocida como “peste negra” y que afectó a buena parte de Europa. En Siena mató a más de la mitad de la población durante el verano de 1348. Los años que siguieron fueron los más oscuros de la historia de Siena y Florencia, y tal vez de toda Europa, definida como “uno de los sucesos más importantes en la historia de nuestro milenio por ser la más devastadora para la población occidental, incluso más que las guerras del siglo XX”.
[5] El Suprematismo fue un movimiento artístico fundado por Kazimir Malévich, enfocado en formas geométricas fundamentales, que se formó en Rusia entre 1915 y 1916 antes de la Revolución. La intención es evitar cualquier referencia de imitación de la naturaleza recurriendo a módulos geométricos y al uso del blanco y negro.
[6] En De guerra y muerte (1915), Freud lanza esta frase: “La muerte propia no se puede concebir; tan pronto intentamos hacerlo podemos notar que en verdad sobrevivimos como observadores. Así pudo aventurarse en la escuela psicoanalítica esta tesis: en el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que viene a ser lo mismo, en el Inconsciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad”.
[7] La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica publicado originalmente en la revista Zeitschrift für Sozialforschung, es un ensayo de 1936 escrito por Walter Benjamin, posiblemente el más conocido y estudiado. Benjamin identifica el aura con la singularidad, la experiencia de lo irrepetible. La reproducción técnica de la modernidad destruye dicha 'originalidad' al existir la posibilidad de múltiples reproducciones.  

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