“ANATOMOPOLÍTICA DEL CORONAVIRUS (7)”, por Florencia Eva González
La disputa del espacio público hoy
La política es el lenguaje de la esfera pública y una
de sus formas fundamentales se expresa en las calles, donde la actividad
política fluye y los movimientos alternativos pueden surgir y disputar modos de
ciudadanía. A causa de la pandemia se ha debido evitar conglomeraciones de
personas y restringir la ocupación del espacio público omitiendo el festejo de
fechas clave para la construcción democrática, así como vivir un 24 de marzo
sin marcha y con un “pañuelazo” desde los balcones. En los meses siguientes
pudo notarse cómo el movimiento feminista y los partidos de izquierda, cuyas
consignas se apoyan en puestas en escena callejeras, perdieron posiciones al
abandonar la arena pública de la pancarta y del cuerpo a cuerpo en la vereda.
No obstante, el espacio político puede vaciarse pero nunca quedar vacío; así
paulatinamente es llenado por expresiones que, bajo el mote “anticuarentena”,
lograron reunir una agenda de “emociones” conjugando descontento social,
teorías conspirativas y rasgos desenfadados de fascismo argentino. Esta
arremetida mostró carteles en el centro de la ciudad con la imagen de Bill
Gates con la leyenda “Control Poblacional”, “Contra el nuevo orden mundial judío”,
“Fuera el Comunismo” o desde el parabrisas de un auto, “Fase uno: fusilar
políticos, Fase 2: fusilar sindicalistas. Fase 3: Argentina despega”.
A pesar de la excepcionalidad de la situación, no es novedad la apropiación de la batería simbólica de izquierda por parte de los sectores más conservadores de la sociedad. Así, gravemente, se convierten en un articulador dinámico que domina el espacio público con armas muy efectivas, vistiendo mensajes del sistema establecido con trajes de la contraculturidad. Foucault, en Microfísica del poder (1980), deja claro que respecto a la disputa del poder, simbólico y real, “la historia de los espacios será al mismo tiempo la historia de los poderes”. Desde otro ángulo Jürgen Habermas en Teoría de la acción comunicativa (1981) agrega: una esfera pública agobiada por el consumismo, por los medios de comunicación y la intrusión del Estado en la vida privada, obtiene por resultado la destrucción del espacio de toma de decisión democrática.
Un curioso antecedente resuena desde Argentina. En el
2013, como una premonición o gesto de vanguardia, un monumento fue objeto de
fuertes disputas cuando el gobierno nacional de Cristina Fernández de Kirchner
reemplaza el monolito de Colón, emplazado detrás de la Casa Rosada, por una
estatua de Juana Azurduy de Padilla, mujer y generala que luchó contra la
Monarquía española en el Alto Perú, donada por el gobierno boliviano. No se
trató de una destrucción pero resultó un desplazamiento de un lugar
privilegiado a otro más oculto, modificando un tipo de memoria promovida desde
el Estado. La historia lucha con lo que debe contar; la idealización del
pasado, las luces y sombras sobre las partes negadas, el obligado olvido, las batallas
por el sentido en general. ¿Qué hacer con el monumento porteño a Julio
Argentino Roca o el de Choele Choel, alguna vez intervenido con 20 de litros de
pintura roja para señalar el baño de sangre que consolidó al Estado Argentino
en 1880? Su emplazamiento tuvo que ver con la ubicación de la vista estratégica
que dio comienzo a la Campaña del Desierto que exterminó más de quince mil
personas y sojuzgó a otras tantas. ¿Puede tildarse de vandalismo atentar contra
la mole que lo celebra?
Reconocer el carácter político de la destrucción de
estas obras plantea un dilema sobre los alcances de estos actos y enciende el
debate sobre qué hacer con monumentos que representan o exaltan momentos o
personajes relacionados con genocidios, exterminios o esclavitud. ¿Qué hacer
con las pirámides, el Partenón, el Coliseo Romano erigidos con sangre esclava?
¿Es vandalismo acabar con estas estatuas o es un acto de justicia histórica?
¿Es válido juzgar, quitar o destruir estas efigies medidas con la vara de hoy?
¿Y si se aplicara esa vara, qué quedaría en pie? Cuando cayó la URSS se
derribaron muchas efigies construidas en ese periodo y las ciudades
rebautizadas volvieron a tener su antiguo nombre. Pero crearon el famoso
Cementerio de las Estatuas, donde residen algunos de los monumentos de esa era,
incluso restaurados como una manera de apropiarse, de pasarlos a retiro, de
confinarlos al muerto sitio de un museo inofensivo. Con la unificación alemana,
calles, estatuas y monumentos de la antigua RDA fueron retirados, destruidos o
abandonados a la intemperie en el contexto de la redefinición y nueva
distribución del espacio simbólico que desató una guerra sorda por la
visibilidad. En 1990, por ejemplo, la profanación del monumento al ejército
soviético en Treptow generó la protesta de 250.000 personas que mostraron su
apego a la memoria oficial de la RDA o más recientemente, el conflicto surgido
con el anuncio del derribamiento en 2006 del Palacio de la República (Palast
der Republik), sede de la Cámara del Pueblo de la RDA, para dar paso a la
reconstrucción del Palacio real prusiano. De otro lado, muchas estatuas de
Lenin con su mano derecha alzada guiando al socialismo, acabaron como en Kiev
en el suelo, odiado y pisoteado por sus habitantes. Otros guardaron
amorosamente los trozos en su casa. De todas formas, a pesar de los traslados y
desmantelamientos, en Rusia se cuentan en la actualidad, más de 6.000 estatuas
de Lenin, sin contar los monumentos en los países de la Comunidad de Estados
Independientes y en el bloque oriental, así como en Cuba, más seis estatuas que
se encuentran en Estados Unidos.
Siguiendo con la Revolución Rusa, en la película Octubre (1927), una de las imágenes más
controvertidas es el plano de la majestuosa estatua del zar Alejandro III
sentado en el trono con los atributos de la autoridad imperial con la corona,
el cetro y el globo, cayendo por la acción popular. Un campesino y varios
obreros surgen entre el gentío, suben a la estatua y le pasan unas cuerdas
alrededor de las piernas y el cuello. La muchedumbre hace oscilar la cabeza
sobre su espalda pero no cae, se desprende sucesivamente para luego desplomarse
junto con la mano derecha con el cetro, la mano izquierda con el globo, después
las piernas y los brazos. Pendula hacia adelante y se precipita. Es la imagen
del pueblo destruyendo el símbolo de la opresión política. La caída de la
estatua anticipa la caída del régimen, pero otro sentido se suma. La historia
ha visto decapitar a sus reyes en las revoluciones burguesas y desmembrar a los
líderes indigenistas en América, pero Eisenstein a través de esta película es
más cuidadoso, casi cariñoso y la caída del zar se muestra en cámara lenta,
casi con pena. Incluso, más adelante, reconstruye la estatua y la vuelve a su
pedestal demostrando que la relación del pueblo con el zar es ambivalente. Es
el respeto por la tradición, la sujeción que paraliza a sus hijos pero
principalmente implica la presentación de próximos interrograntes. ¿Qué hacer
después de la revolución con el pasado, la tradición, la religión y la cultura?
¿Alcanza con destruir sus símbolos? Eisenstein parece decirnos que no, como
tampoco basta con reemplazarlos con otros en su lugar. El gesto de reconstruir
el monumento del zar luego de ser derribado coloca el dilema en un punto de
conflictividad justa. No es suficiente con borrar las huellas del pasado para
reformar el presente. La acción colectiva vinculada a esa destrucción puede ser
un instrumento de cambio, pero no el resultado final de la misma.
Cuestionar la emblemática película expone una novedad
de pacotilla que sin embargo se repite: no hay producto cultural inocente. Así
lo muestra Enmienda XIII, un
documental del 2017 que desteje el entramado racista dominante, cuyo título extraído
de la declaración constitucional que abolió la esclavitud en 1865 apunta a que
detrás de esa decisión se utilizaron otras leyes para avalar e instrumentar la
encarcelación masiva de afroamericanos. El documental demuestra que EE.UU.
abolió la esclavitud porque se aseguraba de mantenerla por otros medios: mientras
se proclamaba como “el país de la libertad” y otorgaba ciudadanía a los
afrodescendientes, hacía operar un mecanismo de segregación mediante la criminalización.
Así apunta a El nacimiento de una nación
(1915), la película de D.W. Griffith, como un faro por sistematizar un tipo de
lenguaje cinematográfico hegemónico pero también por marcar el camino de
estigmatización de los esclavos o futuros negros liberados. La película
disemina un estereotipo del hombre afroamericano como violador e incluso logra
imponer la imaginería de la capucha blanca del Ku Klux Klan. El documental, por
su parte, engarza acontecimientos en apariencia desconectados, como el estreno
de la película de Griffith con las protestas de las Panteras Negras, la venta
de armas largas en Walmart y la matanza de Ferguson en 2014, la guerra contra
el crack con la reciente oleada de criminalización étnica. Enmienda XIII exhibe datos: el 40% de la población mundial encarcelada
está en EE.UU. y más del 50% por ciento son negros, creciendo exponencialmente
en los últimos años. Entonces volvemos al asesinato de Floyd.
Así como las estatuas de Lenin caen luego del Muro de
Berlín, derribar monumentos a esclavistas es un impulso a
hacer justicia en el mismo sitio donde lo mataron: la calle. Visibilizar un
cambio de paradigma también es destruir estatuas pero más intensa es la
intervención del espacio público, por discutir
un nombre y un cuerpo como resignificación política. Su resonancia excede a la
persona aludida y su cuestionamiento transforma los referentes sociales e
intenta contrarrestar simbólicamente las relaciones de poder cuya supremacía
sigue prevaleciendo en los autodenominados “blancos". Por otro lado
recuerda que el racismo no es una construcción del pasado y que sigue vivita en
publicidades, telenovelas y medios de comunicación en general. Así lo mostró el
cineasta estadounidense Spike Lee, el portavoz más potente de la comunidad
afroamericana, lanzando en redes sociales un cortometraje que muestra la
brutalidad policial con clips de las muertes de George Floyd y Eric Garner,
junto con imágenes de su película Haz lo
correcto: “El
racismo ya era una pandemia global antes del Coronavirus”.
Destruir o censurar obras realizadas con lógicas del pasado no basta como acto mismo, pero sirve para desnaturalizar significados del presente, dislocar la mirada y luego objetar críticamente aquello que ha estado, desde su solemne quietud, reproduciendo inequidad y exclusión.
* Ilustraciones de Paula Adamo
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