“Dejará la memoria, en donde ardía”, por Miryam Pirsch



Arderá la memoria, de Victoria Mora. Pilar, Tequisté, 2020, 112 páginas.

Arde aquello que se quema, arde una herida, arde aquello que se consume al mismo tiempo que ilumina. No permanecemos indiferentes a lo que arde porque molesta, duele, alerta, encandila… Y que la memoria arda no es nuevo, ya lo han dicho Francisco de Quevedo, Paco Urondo y ahora Victoria Mora.
Los cuentos de Arderá la memoria duelen, no son una lectura grata pero sí puede decirse que son una lectura necesaria, reparadora. Me pregunto si esta es una categoría válida, si responde a algún género o tradición literaria, duda para la cual cada lector o lectora  elegirá su respuesta. Estos cuentos duelen porque son un recorrido por algunas de las tragedias que colecciona la Argentina: dictadura y desaparecidos, los indultos de Menem, la masacre de Avellaneda o la tragedia de Once, solo un muestrario de los dolores argentinos de las últimas décadas que Mora organiza en un rosario de relatos que recorre desde la mirada de las víctimas pero también de los victimarios, desde su humanidad. Porque además de protagonistas de estos hechos, sus personajes son, sobre todo, humanos, sujetos históricos aun contra su voluntad. La memoria se visita desde diversos ángulos posibles: torturadores que se enamoran y sueñan una vida tan perversa como feliz con su torturada así como otro cuya víctima lo acompañará en forma de pesadilla tanto en el sueño como en la vigilia, testigos en cuya fortuna estará también su desgracia, quienes quisieron reconstruir una vida después del genocidio y pudieron o no. 
Madres, abuelas, hijas e hijos, hermanos, nietas, tíos y tías, primos se suceden en una galería de personajes que han naturalizado que la Historia (esa, la de la memoria) se haya sentado a la mesa familiar o se haya robado a alguno de sus miembros para dejar a las familias mutiladas, desangeladas, conviviendo con la impotencia. Para la madre que no sale de la cama desde que su esposo se ha “marchado” o para la madre que ya no espera al hijo o para la niña que no entiende muy bien por qué hay tanta tristeza a su alrededor, la vida ha perdido el rumbo y no hay luz al final del camino; en esas casas las fiestas son un número en el calendario, un acontecimiento del que disfrutan los otros, por eso “año nuevo” o “navidad” se escriben así, con minúscula, porque son tan imperceptibles como ajenos.
Sin duda “Alicia” es el cuento de mayor complejidad, el texto síntesis en el que se entrecruzan muchas de las líneas que trazaron los otros cuentos que integran el volumen. Mora recurre aquí tanto a la Alicia de Lewis Carrol como a la de Charly García, al juego de la silla como juego de infancia y como metáfora del destino de muchos de los militantes: salir a “jugar”, quedarse sin silla y perderse en el juego; el amor y el idealismo como el territorio invadido por el horror.
Hacia el final, Mora dialoga con Rodolfo Walsh a través de dos cuentos. Y no se trata de cualquier escritor sino de aquel a quien dedicó su libro anterior, el ensayo Rodolfo Walsh. Escribir contra la muerte. Esta vez, revisita la obra del autor pero no para analizar su obra sino para adentrarse en sus textos de otra manera: en clave de ficción. 
El ejercicio de la memoria arde en estas páginas como ese juego de la silla que  nadie puede dejar de jugar, aunque arda, aunque duela: “Manuel sabía que hacía un tiempo que el juego de la silla estaba prohibido. De todas formas, no podía dejar de jugarlo. No era el único” (35). Y todos los personajes de Arderá en la memoria, lo quieran o no, van a jugar así como nosotros al leer sus cuentos.



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