“Filosofemas de la crisis (5)”, por Florencia Eva González

 


Prolegómenos sobre el deseo y la transparencia


La incertidumbre es un signo de estos tiempos, una sensación que nos une y separa al mismo tiempo. En el cavilar de la vida, el futuro abraza a un mundo que no sabe cómo imaginarse. ¿Cómo pensar el futuro?  El pensamiento como sistema sabe nutrirse del principio fructífero de la incertidumbre pero en la actualidad, más que un motor, se ha convertido en un obstáculo. ¿Cómo pensar con tantas incertezas? Pesan en el cuerpo, en el físico que sufre por el aislamiento y la enfermedad, y en el “cuerpo sin órganos” que regula los flujos inconscientes del deseo. El imaginario del porvenir, más fragmentado que nunca, ve fracturada la energía libidinal en sus dos caras: la molar que es macrofísica y totalizante según los intereses del poder hegemónico; y la molecular, microfísica y singularizante, esparcida por los tortuosos tentáculos del cuerpo social.[1] Tanto la máquina deseante automatizada del capitalismo como las singularidades ven desconfiguradas sus antiguas formas de multiplicar “modos de ser”. ¿Cómo propiciar el deseo en esta crisis? ¿Cómo imaginar futuros posibles, horizontes utópicos, distópicos, otras realidades, irrealidades, azares, otros universos poéticos?

Foucault utiliza la figura del sadomasoquismo como la erotización de los vínculos de poder: “como no hay exterioridad, como no hay afuera, hay que erotizarlo”. Pero para Deleuze, por el contrario, el deseo es fuga, un “afuera” y esa exterioridad antecede a las relaciones de poder. Por su parte, el psicoanálisis mantiene la mirada del deseo como falta pero Deleuze sostiene que el deseo es producción, lugar de exceso donde “todo sobra”. En el capitalismo, el deseo se convierte en una máquina que hace desear a otras máquinas –los cuerpos– poniendo en funcionamiento un gran mecanismo de producción, circulación y consumo de energía. El deseo pasa por los cuerpos haciendo de él un sistema que al captarlo, lo territorializa a través del lenguaje de modo de volverlo codificable para el mercado. Pero algún resto puede quedar sin ser capturado como materia significante, desterritorializado, forzando los límites del lenguaje y radicalizando su sentido.

El cuerpo es donde se aloja el deseo. La máquina por excelencia que desea y es deseada, y que forma el magma que se derrama más allá del sistema, en otros estratos mientras distribuye distintas afecciones, y con ellas, el poder, el saber, el placer. Discurre en el campo social como un fractal, siempre en movimiento, formando gran variedad de vectores que se relacionan entre sí. El deseo se crea en esas líneas de fuga, en la conjugación, en disociación de los flujos enmarañándose con ellas hasta la indiscernibilidad. 

El deseo no es natural en el sentido físico, ni ideal en el sentido platónico. ¿Cuál es su naturaleza? Es un proceso, no una estructura ni una génesis; es afecto, no es sentimiento; es acontecimiento, no es cosa ni persona sino que suscita diversificaciones y líneas de fuga. ¿Cómo pensar el deseo en este tiempo? La respuesta se hace desear. ¿Cómo sortear la paradoja que la misma pregunta encierra? Deleuze obliga a la sobriedad a la hora de arribar a un campo problemático como el actual, exige un estilo para arquear y desviar el lenguaje, componer series, crear mesetas y ensayar una lógica flexible capaz de acompañar la mismas ondulaciones que portan los cuerpos. 

¿Qué desea un cuerpo? Desea relacionarse, agenciarse. Su entidad se expresa en la práctica, en lo no discursivo. Por eso se expande y vive en tensión entre la captura y la desterritorialización. El agenciamiento produce atracción y repulsión, acción y reacción cambiante en función de las relaciones que establecemos con el medio, los otros y las cosas. 

En los años 90, después de la caída del Muro de Berlín, fue decretado “el fin de la historia” anclando el horizonte en un tiempo suspendido como un escenario perfecto. El entramado global logró, como nunca antes, ajustar la máquina deseante a las necesidades más lineales del mercado. Un thimos paralizado que obtura la idea de futuro y ofrece, como única opción, a la democracia liberal y su aceitada máquina deseante molar operando sobre las subjetividades y las maneras de vivir. Un espacio conectado por veloces transacciones financieras que producen, en los vínculos sociales y en el deseo que los mueve, una permanente erosión producto de esa fugacidad inasumible por los sujetos. Así se conforma la gran moldeadora de subjetividades a través de narrativas de autorrealización personal y soluciones rápidas provenientes de la industria farmacológica. 

La alineación  “sexualidad, deporte, trabajo” se convierte en una triada luminosa que amalgama el deseo en forma de competencia y alimenta la sociedad del rendimiento, del dopaje, del exceso de positividad. Dominada por cánones de éxito, se aleja con igual velocidad de la contemplación y de los interrogantes, sumiéndose en una sociedad sin búsquedas, aherrojada por la visión reduccionista de la eficiencia. Una sociedad que se concibe transparente, expuesta, pornográfica, aplanada, ajena y que no soporta la crítica, desestima la negatividad disolvente de las emociones y teme el misterio erótico del otro. La “sociedad de la transparencia”[2] que se aceita con el neoliberalismo logra definirlo todo en el mercado, y al exponer cualquier valencia como mercancía, lo subsume en una lógica de hipervisibilidad que se afirma en sí misma. 

Gilles Deleuze afirma que el propio devenir del mundo fuerza a pensar sin automatismo o voluntarismo. Se piensa aunque no se sepa qué pensar, cómo agenciarlo u orientarlo en algún tipo de práctica. El pensamiento en la actualidad propende a un desglose molecular: se disgrega con la misma velocidad que la incertidumbre. El futuro se ha tornado un agujero negro chupado por el virus en un horizonte nebuloso que no logra articular ideas “sobre” sino pensamientos “desde”. ¿Cómo pensar en un mundo que se ha convertido en un Todo indiscernible sin diferencia? La diferencia vale por sí misma, se distingue en lo indistinguible sobre un fondo homogéneo, uniforme, indistinto. Es un lugar donde se agitan las diferencias y se elevan a un plano de naturaleza cambiante: allí fluye el deseo. Ese fondo intensivo, con la pandemia, ha sido violentado como si la irrupción de un relámpago lo hubiera arrastrado todo consigo. Esa superficie, sin fondo ni “diferencia”, impide el agenciamiento del deseo en su inconmensurable carga de acción.

La pandemia redefine a la sociedad de la transparencia sumando sus propias reglas y hunde al mundo en el “infierno de lo igual”[3], para incluir en el mismo magma, sus opacidades y falencias. Todo se baña de una afectación intensa, distinta; arrasando sin mediaciones la manera de percibir, los tipos de acción, la manera de moverse, el modo de vida, el régimen semiótico y finalmente, la manera de desear. Coartado el flujo de consumo y cuerpos, la máquina deseante funciona sin saber muy bien cómo.

Deleuze y Guattari identifican cambios en las relaciones de poder que dejan de apoyarse en las prácticas e instituciones disciplinarias. Con ello, las relaciones de poder o el diagrama pasa de vigilar, corregir, examinar, moldear multiplicidades en espacios cerrados a modular, anticipar, sugestionar y hacer-devenir-en-direcciones-calculables los principales acontecimientos cotidianos como multiplicidades numerosas e ilimitadas a desarrollar en espacios abiertos. No se trata de un traspaso de un sistema de relaciones de poder a otro sino de una superposición. 

En la pandemia, los dispositivos disciplinarios acentúan su crisis. Escuelas, hospitales, prisiones, fábricas quedan expuestos en sus falencias por las maniobras de resucitación que ejercen los Estados nacionales fungiendo en la añoranza de viejos encierros mientras refractan las estrategias de clausura o hacinamiento que esas mismas estructuras propenden. Por su parte, los mecanismos de control microfísicos, como moverse, enfermar, amar, formarse, trabajar, imaginar, temer, concebir, movidos por la gran maquinaria del poder que se aloja en los cuerpos, también entra en crisis por el aislamiento y la supresión de la posibilidad de encuentro. Si hay un traspaso de una sociedad condicionada por la negatividad de la prohibición a otra marcada por el rendimiento, plena de positividad y transparencia, en la actualidad ambas se han tornado críticas, enlodadas en una misma imposición alienante e indiferenciada, de doble entrada. 

El capitalismo mantiene una lógica de flexibilidad aparente cuyo proceso de vaciamiento permite su continuo llenado. Su estructura es molar mientras que la potencialidad de los individuos es molecular. Pero la pandemia ha permitido percibir los agujeros en esa estructura molar de una manera tan profunda y novedosa que el tejido de cada centro de poder también se descubre molecular. Difuso, disperso, desmultiplicado, miniaturizado, constantemente desplazado, actúa por segmentaciones finas, operando en el detalle y en el detalle de los detalles. No hay centro de poder que no tenga esa microtextura, “microfísica” en términos de Foucault[4]. Si bien en esa fragmentación radica su fuerza y debilidad, ahora que las prácticas que responden a esos discursos están frenadas, la incertidumbre indica que se desconoce cómo volverá a expresarse lo no discursivo cuando ese flujo se vuelva a manifestar.

Tal estado de situación “total”, que pone al mundo en vilo, se vive en una oscura comunión global como un “gran acontecimiento” que deja –en verdad– poco lugar para los acontecimientos. Con la vida cotidiana arrasada en pocos meses, un flujo indeterminado configura el nuevo orden del deseo que brama por una nueva configuración que encienda la máquina y vuelva a producir.  

Es difícil adivinar en qué consiste el miedo provocado por una enfermedad como forma de disciplinamiento. El problema es que la pandemia activó un miedo que también asusta al sistema mismo: lo hace tambalear en la gran organización molar que lo sostiene, las arborescencias de su seguridad. Por más que las grandes lógicas molares de poder del mundo –financieras, informáticas y militares–  no ven jaqueadas sus posiciones en primera instancia, el sistema de resonancias en el juego de movimiento y reposo del mundo, al verse modificado, puede crear líneas de fuga inesperadas. Rutas inespecíficas que ante la falta de deseo organizado y la imposibilidad de agenciamiento se disparen en un campo de indiscernibilidad y atomicidad extrema. 

Un peligro se vislumbra en esa transparencia que concierne a lo molecular, al igual que la extrema flexibilidad, es en sí un peligro. Primero porque la segmentaridad flexible corre el riesgo de reproducir afecciones en miniatura que establezcan anti edipos plausibles de canalizar mediante los microfascismos que imperan. Su especificidad consiste en que pueda cristalizar su propia flexibilidad en macrofascismo de algún orden. En lugar del gran miedo paranoico, el estallido en mil pequeñas monomanías brotan de cada agujero negro sin formar sistema, sino rumor y murmullo, luces cegadoras que confieren a cualquiera la misión de juez, de opinador calificado, ejércitos de justicieros de mano propia o de vecinos devenidos en policías por su cuenta. En el peligro de transparencia, se logra vencer el miedo que paraliza y se abandona el terreno de la seguridad para ingresar en un sistema no menos concentrado ni organizado: el de las pequeñas inseguridades que hacen que cada uno sea mariscal de su propio agujero negro y haga de ellos, trincheras de lógica individual actuando sobre su propio caso. Ese actuar que parece desarticulado –“es mi opinión”, “soy libre” o “me defiendo”– guarda en sus prácticas un discurso liberal para presionar al Estado a que se retire, reprima o extermine.

La fantasía de transparencia está –y estuvo– en el horizonte de los pensamientos ordenadores fascistas, azuzados por una agenda de las emociones que maridan con los posicionamientos demagógicos: fórmulas maniqueas que destierran el conflicto, prácticas violentas que se muestran como argumento. 

En Post-scriptum sobre las sociedades de control Deleuze[5] describe el recorrido de una sociedad de disciplinamiento a una sociedad de control. Ruina sobre ruina escribe unas palabras –con evidente impronta spinoziana– para inyectar de una libido nueva a futuras máquinas deseantes, que podría ajustarse al mundo que se viene activando una nueva línea de fuga: “No hay lugar para el temor ni para la esperanza, sólo cabe buscar nuevas armas”. 


* Ilustraciones de Paula Adamo



[1] Gilles Deleuze y Félix Guattari desarrollan las nociones de “molar”, “molecular”, “cuerpo sin órganos” en Capitalismo y Esquizofrenia. Mil Mesetas. Valencia, Pre-textos, 1980.

[2] Byung-Chul Han, en La sociedad de la transparencia (Barcelona, Herder, 2013), articula ese concepto en referencia a la corrupción y a la libertad de información como coacción sistémica.

[3]   “Un infierno de lo igual” que Byung-Chul Han lo atribuye a “la sociedad de la transparencia”.

[4] Cfr. Foucault, Michel. Microfísica del poder. Buenos Aires, Siglo XXI, 2019.

[5] Deleuze, Gilles. “Post-scriptum sobre las sociedades de control” en: Conversaciones. 1972-1990. Valencia, Pre-textos, 1999.  

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