“Pretoria: un imaginario”, por Rosana Koch
Desierto sonoro, de Valeria Luiselli. Buenos Aires, Editorial Sigilo, 2020, 475 páginas.
Partir es morir un poco.
Llegar nunca es llegar definitivo
Oración del migrante
La biografía de Luiselli estuvo marcada tempranamente por
la errancia, especialmente por el cargo diplomático de su padre. Su infancia y
adolescencia transcurrieron en Corea del Sur, Sudáfrica, India, Costa Rica. Tal
vez haya sido el contexto de su nacimiento, México, su país natal, el que haya
signado más profundamente una vida a la intemperie. Tan solo tenía dos años,
cuando el terremoto de 1985 de México destruyó su ciudad. Toda una generación
de escritores –apunta la autora– estuvo marcada por esa sensación de
fragilidad, testigos lúcidos de cómo “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Ahora bien, quiero detenerme en la casa de la infancia en
Pretoria, donde la fabulación cartográfica va urdiendo un imaginario: “Desde
niña aprendí a leer mapas”, tapizaban todas las paredes del estudio donde su
padre durante años preparaba una tesis doctoral sobre el desarrollo urbano de
la Ciudad de México: mapas geológicos, diseños de planificación urbanos de
países europeos, mapas históricos en orden cronológico, algunos bosquejados a
mano. La niña ingresaba a escondidas para robarle lápices y se quedaba
observando y leyendo esos espacios encapsulados con diferentes trazados.
Muchos años después, las paredes del estudio de Valeria
Luiselli, en Harlem, Estados Unidos, también están empapeladas de mapas, salvo
que su archivo cartográfico va recorriendo otras direcciones: las fronteras
entre Estados Unidos y México, añadiendo puntos rojos, resultados del registro
satelital que localizan los cadáveres de los niños encontrados en el desierto de
Arizona (Reportes de Mortalidad de Migrantes). De modo que los mapas no
solamente activan en su escritura un imaginario espacial, una forma de observar
el exterior como una extranjera, sino que también nos direccionan a una
geografía afectiva, a un archivo personal e íntimo que propone pensar los modos
en que el pasado deviene presente.
“Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”: Luiselli propone otra forma de “habitar”, porque concibe el espacio no como algo contenido entre paredes, sino que se desliza, transcurre, a partir de recorridos y caminos. Tanto Los niños perdidos (2014) como Desierto sonoro (2020) configuran una misma construcción cartográfica que cuentan historias de rutas migratorias: niños deportados al cruzar la frontera de México hacia Estados Unidos que permanecen detenidos “en el limbo de la ley migratoria” (37).
“Supongo que todas las historias comienzan y terminan con
un desplazamiento; que todas las historias son en el fondo una historia de
traslado” (49), dice la narradora de Desierto
sonoro ni bien emprende el viaje que lleva a su familia ensamblada desde
Estados Unidos hacia Arizona con el objetivo de llevar a cabo un proyecto laboral:
el marido va a registrar los ecos espectrales que sobrevuelan en el territorio diezmado
de los pueblos apaches; y la narradora, documentalista, planea entrevistar a
los niños que cruzan la frontera en plena crisis migratoria. Ambos proyectos sonoros “tenían que encontrar
sonidos, grabarlos, meterlos en una computadora y luego ordenarlos para que
contaran una historia” (248). El niño de 10 años y la niña de 5 años, hijos de
la pareja, sentados atrás en el auto, se abren atentos a las palabras del mundo
de los adultos: disfrutan los cuentos de valientes caciques que va relatando el
padre, escuchan la radio con las noticias de los niños migrantes que se pierden
y mueren en el desierto, observan los bares y estaciones deshabitadas, juegan
en hoteles fantasmas donde se hospedan. “Nunca está del todo claro qué
convierte un espacio en un hogar” (25), pero resulta evidente que ese recorrido
familiar, en su afán insistente de documentarlo todo, se encamina a su propia
desintegración.
La madre, voz narradora, la que configura el relato y el
espacio por más de la mitad de la novela, lleva durante todo el trayecto un
mapa para guiar el recorrido por las rutas, desatendiendo el GPS. A medida que
los kilómetros en el auto van progresando, las distancias se van profundizando
entre los espacios recorridos y las relaciones intersubjetivas. Los padres
dejan de comunicarse, amarse y toman conciencia del precipicio por el que está
atravesando la pareja. Del mismo modo, el hijo mayor, preocupado por ayudar a
su madre a encontrar a los niños perdidos en el desierto, una mañana, a
escondidas, abre el baúl del auto, saca el mapa con anotaciones de su madre y,
junto con su hermana menor, se adentran en el desierto, en realidad, para
perderse... Si bien el mapa cumple su función como dispositivo de orientación,
a medida que los personajes se van adentrando en el espacio abierto del
desierto, opera como agente de dispersión y desterritorialización subjetiva.
Dentro del baúl del auto, reposan las siete cajas a
partir de las cuales se organizan los capítulos de la novela. Su inventario
funciona como un gran archivo de materiales que intervienen estratégicamente en
la arquitectura y proceso de composición de la obra. Fotografías, mapas de
ruta, mapas intervenidos con anotaciones y puntos rojos, grabaciones (de ecos
del desierto, de trenes), dibujos, anotaciones de libros de autores como Ezra
Pound, Joseph Conrad, T. S. Eliot, Juan Rulfo, El paisaje sonoro de R. Murray Schafer, entre otros, se despliegan
en las diferentes capas concéntricas que estructuran la novela. Especialmente, Elegías para los niños perdidos, un
libro que se va intercalando progresivamente con el universo íntimo de la
familia, compartiendo el escenario que están atravesando, el desierto: un dispositivo
que se carga políticamente de conceptos como genocidio, éxodo, exclusión, limpieza
étnica, guerra y sangre. Elegías para los
niños perdidos testimonia la tragedia y muerte de miles de decenas de niños
que migran forzosamente desde Guatemala, Honduras, El Salvador, que “viajan
solos, en trenes o a pie. Viajan sin sus padres, sin sus madres, sin maletas,
sin pasaportes. Viajan siempre sin mapas. Tienen que atravesar fronteras
nacionales, ríos, desiertos, infiernos” (68).
“¿Recuerdas esa canción? ¿Y nuestro juego? Después de
caminar sobre la luna viene la parte que más nos gusta” (440), le dice al final
de la novela el hermano, apodado Pluma Ligera, a su hermanita Menphis, a quien
le regalará todas las grabaciones y fotos Polaroid que fue documentando para
ella en secreto durante la travesía.
Así, la memoria amnésica y atemporal de esa niña que aún se chupa el dedo, podrá
recordar en un futuro que algún día ellos cuatro formaron una familia, que
hicieron un largo viaje en auto por el desierto de Arizona, antes de que ese
mundo compartido de la infancia no deje huellas en su vida.
Me encanta el analisis!! Muy desmenuzado!!!
ResponderEliminarExcelente análisis!!
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