“Literaturidades de la peste (4)”, por Florencia Eva González
Imágenes febriles
Tiziano
murió durante una epidemia que asoló Venecia en 1576. Siglos más tarde, en
1832, el pintor francés Alexander Hesse rinde homenaje al maestro italiano con
una obra de grandes dimensiones con moribundos y víctimas de la peste tirados
en mitad de la calle rodeando el cortejo fúnebre ante su indiferencia.
Colorista y distante, la imagen transmite una sensación fría sobre un
acontecimiento que acabó con la vida de millares de personas. No obstante,
contribuyó a que el recuerdo de esa epidemia quedara en la memoria colectiva.
Tintoretto, Poussin, Goya, Munch, Caravaggio y Rembrandt entre otros artistas,
también captaron la emergencia de la peste cristalizando escenas en
determinadas épocas y lugares precisos, en cada caso, con el asomar de una
nueva sensibilidad.
Siguiendo
ese influjo y pensando en obras sobre pestes que asolaron a Buenos Aires, surge
en la memoria la obra de Juan Manuel Blanes, Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires, pintado en 1871[1]. A
finales de ese año, el cuadro se expone en el foyer del primer Teatro Colón,
ubicado en el actual Banco Nación frente a Plaza de Mayo. Puede parecer extraño
pero una multitud estaba dispuesta a pagar para ver una obra sobre la fiebre
amarilla, un hecho que había sucedido a principios de ese mismo año. En un
ambiente todavía conmovido por esos hechos, su exposición se convirtió en un
ritual de duelo colectivo, en un talismán de recuerdo y sanación respecto a una
realidad inmediata.
Ese año de la epidemia, Sarmiento era el presidente. Su accionar no
fue destacable pues escapa de sus responsabilidades igual que de los focos
infecciosos y se establece en Mercedes. “El presidente huyendo”, denunciaban en
la prensa. Su vice Alsina, buscó refugio en una estancia igual que el resto del
gabinete, los miembros de la Suprema Corte de Justicia, diputados y senadores.
Ante el retiro del Estado, con evidente vocación ciudadana y política, al
vecindario cercano a la Plaza de Mayo –la zona más afectada– se
autoconvoca para constituir una Comisión
Popular de Salud Pública[2].
Las
víctimas de la fiebre amarilla fueron los pobres de la ciudad, en su mayoría
inmigrantes. La aristocracia había huido igual que los políticos a sus casas de
campo. Por ello los dos hombres ilustrados que dieron su vida, son
inmortalizados por el cuadro como mártires adquiriendo un efecto dramático en
los espectadores. Emoción que Blanes suma por tratarse un hecho inspirado en un
artículo periodístico de La Nación. Su precisión brinda drama e
interés a la escena: la numeración de calle, Balcarce 384, el bebé tratando de
alimentarse y la identidad de esa madre, una italiana cuyo nombre se consigna
que era Ana Cristiani.
No era la
primera epidemia que atravesaba Buenos Aires en su corta existencia. Había sido
asediada por viruela, sarampión, tuberculosis, escarlatina e incluso pocos años
antes, en 1868, por el cólera que había hecho estragos produciendo la muerte de
personajes ilustres, como por ejemplo de Marcos Paz, vicepresidente de la
nación, además de miles de muertos sumiendo a la urbe en una profunda crisis
social. Sin embargo, no se produjeron demasiados registros en la memoria
colectiva de estos acontecimientos como de la epidemia de la fiebre amarilla de
1871. Su trascendencia quizá no se deba al cambio de fisonomía urbana que
sobrevino, ya que hubo otros, sino por ser un acontecimiento que logra ordenar
una narración convincente. Si fuera así, gran parte de ese relato se debe a la
irradiación del cuadro de Blanes. Una forma de visibilidad privilegiada cuya
evocación es retomada y alimentada por diversos escritos y documentos que hacen
a la historia, que son la historia. En ese entramado, el cine, cuya comunión
entre la imagen y la memoria bendice, constituye un flujo cuyas huellas
permiten la actualización permanente de esas imágenes que se nos ofrecen como
formas de repensar en el presente. Así lo anuncia la tesis que da apertura al
libro Ante la imagen de Georges
Didi-Huberman: “siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo.”[5]
Entonces
surge Fiebre amarilla, una película
de 1982. En una escena, se ve una mujer muerta en una cama con un niño. El
médico –como si fuera Argerich– y una de las protagonistas rememoran la escena
del cuadro y la completan con una secuencia posterior cuando dejan al bebé en
la casa de los niños Expósito. La sinopsis habla de un fugitivo que entra en un
caserón en San Telmo, pleno foco epidémico, ocupado por tres mujeres que por
distintos motivos no quisieron irse como sus compañeros de clase, a un lugar
más seguro. Interpretada por Graciela Borges, José Wilker, Dora Baret y Sandra
Mihanovich, es estrenada a pocos días del desembarco argentino en Malvinas y
quizá sea esa la causa de su poca repercusión pese a la notable producción de
la película, una ajustada ambientación de 1871, muchas de ellas en exteriores,
las tomas en túneles, las paquetas escenas en la casona y las pronunciadas
perspectivas en que se disponen las camas de los enfermos. La iluminación es
precisa igual que el sonido; el guion pertenece a Beatriz Guido y Leopoldo
Torre Nilson (fallecido en 1978), quien debió dirigir este proyecto, concretado
finalmente por su hijo, Javier Torre. La superproducción se afirma con la
presencia internacional de José Wilker, actor brasilero de primera línea que
años atrás había protagonizado la popular Doña
Flor y sus dos maridos haciendo de Vadinho. Su personaje hace de
combatiente en la Guerra de Triple Alianza y llega a la mansión en búsqueda de
un tesoro de oro del Perú escondido en el sótano de cuando Buenos Aires era un
puerto clandestino inglés. Los cuerpos en fosas comunes, la miserabilidad
reinante, la oscura presencia de la iglesia y de quienes intentan beneficiarse
con pequeños latrocinios en medio de una desgracia común, hace recordar los
años precedentes en que se estrena la película.
A partir del 2015, el cine y la producción audiovisual argentina se
viene diversificando al incursionar en géneros de cuño industrial. En ese
marco, se estrena en código de terror y con gran despliegue técnico, Resurrección dirigida por Gonzalo
Calzada, una película sobre la fiebre amarilla donde el protagonista es un
sacerdote que no duda de su fe pero debería hacerlo. El reburbujear de
pestilencias negras, una iluminación tenebrosa y una serie de muertos vivos o
al revés parecen pertinentes para darle una vuelta de tuerca a la enfermedad.
El único saber que sirve es el del curandero.
Los personajes que sobreviven en las tres películas son los que no
especularon con la desgracia ajena, los abnegados que ayudaron y aquellos que
actuaron por fuera del poder establecido. El mensaje, en cualquier de los casos,
parece claro: junto con la salud sobreviene una cruzada moral. Con la fiebre
amarilla, antes de saber que era un mosquito quien la provocaba, se apuntó a la
barbarie de las tolderías y luego, al puerto de Buenos Aires con la llegada de
inmigrantes y el nuevo caudal de pobres a subordinar. En palabras de Guillermo
Rawson, considerado el primer higienista del país: “...de aquellas fétidas
pocilgas cuyo aire jamás se renueva y en cuyo ambiente se cultivan los gérmenes
de las más terribles enfermedades salen esas emanaciones. Se incorporan a la
atmósfera circunvecina conducidos por ellos tal vez hasta los lujosos palacios
de los ricos”. A pesar de las buenas intenciones, Rawson enlaza, falta de
“moralidad” con las condiciones precarias de vivienda y con la pobreza: “buscar
al pobre en su alojamiento y mejorar las condiciones higiénicas de su hogar…”[7].
Así las pestes se han cargado de sentidos, desde el castigo divino hasta los
dispositivos “naturales” de disciplinamiento positivista.
[1] Esta obra tiene como antecedente
otra pintura sobre la fiebre amarilla pero con la escena situada en Uruguay: Entierro de las víctimas de la fiebre
amarilla en Montevideo, realizado alrededor de 1857. Las dos obras están en
museos del Uruguay y Blanes es considerado el “pintor de la Patria”.
[2] Desbordado el municipio, el
periodista Evaristo Federico Carriego de la Torre convoca al vecindario a la actual
Plaza de Mayo a organizar una Comisión Popular de Salud Pública, que estuvo
presidida por José Roque Pérez, secundado por el periodista Héctor Varela e
integrada por otras personalidades como el vicepresidente Adolfo Alsina, el
poeta Carlos Guido y Spano, el médico Manuel Argerich y el ex presidente
Bartolomé Mitre
[3] La masonería quiso dejar
constancia de sus hombres-héroes que, para salvar vidas, actuaban por las
calles de la ciudad, que se habían vuelto peligrosas. Por eso fue la masonería
la que encargó el cuadro sobre la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires a
Blanes, según sostiene la historiadora del arte Laura Malosetti Costa. Una escena de amor y sacrificio: historia y
poética antirrosista en un cuadro de Juan Manuel Blanes. Estudios e investigaciones.
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1997.
[4] Rasgo relatado en La Patria a cuadros conducido por Daniel Santoro y María Moreno. Canal 7, 2015.
[5] Didi-Huberman, Georges. Ante el tiempo.
Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008.
[6] Se calcula que en la epidemia de
la fiebre amarilla murieron alrededor de 15.000 personas, el 8% de los porteños, llegando los muertos diarios
a 500 por día. Se debieron abrir cementerios ubicados en lugares como el Parque
Ameghino en Caseros y Monasterio, o en el Barrio Los Andes de Chacarita. Estos
datos consignados en distintos historiadores, se replican en el film.
[7] Informe de Guillermo Rawson de
1876 reunido en: Escritos y discursos del
doctor Guillermo Rawson, de Alberto B. Martínez. Buenos Aires, Compañía
Sud-Americana de Billetes de Banco, 1891.
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